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Ten cuidado con lo que deseas

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Por Domenico Benedetto D’Agostino

Obra: Morteza Khakshoor’s @mortkhakshoor

Ten cuidado con lo que deseas. Si las estrellas, las energías cósmicas, el Gran Espíritu, Dios o cualquier otra entidad física o metafísica a la que los humanos suelen atribuir poderes sobrenaturales te escucharan, tu deseo podría hacerse realidad. Es decir, podrías vivir una “aventura desagradable” -las comillas son obligatorias, pues es cierto que para algunas personas, tan saturadas de la melaza de ciertas dolencias inconscientes, una dolencia completamente externa y tan singular puede funcionar como un mecanismo de despertar—, como la que le azotó a Alessandro Rubiconi en noviembre de 1995. Hablo de un joven reportero, recién salido por entonces de unos estudios literarios decadentes e inapropiados, empleado en la gris y humeante redacción de una revista de huecograbado de circulación provincial, es decir, uno de esos inútiles aparatos de papel que a mediados de los noventa lo intentaron todo para sobrevivir al cínico mercado que ellos mismos mantenían vivo. Esto, sin embargo, sin darse cuenta de que ahora vivía en el borde del fin de una época. Me refiero al propio Alessandro Rubiconi, quien, de hecho, se encontró jurando una y otra vez la veracidad de lo que le sucedió aquella vez. Se lo juró a todos en quienes más confiaba: se lo contó a su hermana, a su padre, a sus amigos más cercanos, pero cuando incluso ellos, si bien al principio le dieron crédito, tras unos momentos mostraron cierta reticencia, luego empezó a ampliar su círculo y a contar su historia a amigos menos íntimos y a los pocos familiares menos cercanos con los que charlaba ocasionalmente. Incluyéndome a mí, su primo segundo.

Cuando lo conocí, en el bar de la esquina con vistas a una Piazza Indipendenza desierta, estaba pálido, se tambaleaba y, sin siquiera saludarme ni preguntarme cómo estaba, empezó a contarme su asombrosa historia.

Empezó a contarme algunas tonterías -al menos eso me parecieron sus palabras iniciales- sobre la existencia de múltiples periodos del año, a los que llamaba «estaciones», múltiples periodos de tiempo, cuatro para ser precisos, cada uno con una duración de tres meses. Todo esto, por si fuera poco, se explicaba por la diferente inclinación del eje de rotación de la Tierra, que -dijo con convicción, explicando los detalles con diagramas y cálculos aproximados- cambiaría el ángulo de incidencia de los rayos del sol sobre la superficie terrestre. En esencia, para él (y lo decía con un brillo en los ojos que nunca había visto antes) era absolutamente imposible que viviéramos siempre y solo en verano, es decir, en el año en curso, como siempre hemos estado acostumbrados a llamarlo, por su nombre propio. En cambio, afirmaba que «verano» no era sinónimo de «año», sino el nombre de uno de esos cuatro períodos que él llamaba, precisamente, estaciones, y me informó que los otros tres se llamaban «otoño», «invierno» y «primavera».

Finalmente, empecé a dudar seriamente de su capacidad mental cuando me explicó las razones que daba para esa especie de «recuerdo» propio, desvanecido de la conciencia colectiva, como si fuera el único custodio de un conocimiento antiguo, ahora olvidado: «¡Fui yo!», empezó a decir con la desesperación que precede a las lágrimas. «¡Borré las demás estaciones, porque maldecía y deseaba con todo mi ser que siempre viviéramos solo en un verano eterno!».

Como su condición empezaba a preocuparme, al principio no me atreví a contradecirlo y, en cambio, le pedí más explicaciones. Entonces se animó, como si recuperara una claridad que nadie le había reconocido hasta entonces, y empezó a explicarme por qué, aquella vez, unos meses antes, había expresado ese deseo con tanta vehemencia que se le había concedido no solo para él, sino, evidentemente, para toda la humanidad. “Extrañaba todo del verano, aunque lo tuve por un tiempo limitado, o quizás extrañaba su despreocupación, su capacidad de permitirse una suspensión colectiva y, al mismo tiempo, completamente singular; extrañaba su inactividad, sí, ¿qué tiene de malo?, y su soberbia ociosidad; extrañaba su color ardiente, el olor de su calor, y las sensaciones, los pensamientos nunca precisos sino, más bien, hermosos en su vaguedad intimidante, y hoy extraño incluso las cosas que odiaba del verano: la arena caliente y pegajosa entre los dedos de los pies, el sudor acre y punzante, los gritos de los niños y sus madres histéricas…” -continuó así un rato más hasta que, sin darme tiempo a respirar y sin dejar de desconocer mi compasión con interés propio-, me arrastró a su casa con la urgencia loca de quien quiere revelar todos los secretos de la vida al mundo.

Sin siquiera quitarse la chaqueta, se arrojó sobre un baúl escondido detrás del sofá y vació rápidamente su contenido. Me mostró, así, todas las pruebas que conservaba de la existencia de las “estaciones”. Y mientras soltaba las últimas riendas de las lágrimas que silenciosamente corrían por sus mejillas, vi unas fotografías antiguas suyas en las que aparecía con ropa gruesa y una alfombra hecha de una extraña sustancia blanca bajo los pies; también vi un extraño gorro de lana, una esfera de cristal que, al agitarla, soltaba un polvo blanco, pero también dos extrañas bolas leñosas y granuladas (mi primo las llamaba “nueces” y afirmaba que eran frutas), varios dibujos amarillentos suyos, de hace treinta años, con títulos como “los colores del otoño” o “es primavera”, un disco de vinilo de un tal Antonio Vivaldi, y luego varios libros y panfletos, entre ellos “Fuegos de otoño” de Irène Némirovsky, “Si una noche de invierno un viajero” de Italo Calvino, una revista de moda con el titular de portada “Colección de primavera” e incluso “El hermoso verano” de Cesare Pavese. Finalmente, al ver varios objetos que me eran completamente familiares (protector solar, una máscara de buceo, un balón de voleibol de playa…) me sentí más confundido que nunca.

No pude evitar preguntarle a mi primo, estúpidamente, por qué había tantos objetos comunes entre otros tantos asociados a la vida extraterrestre. Con razón, reiteró que su verano era diferente al mío, que el suyo formaba parte de algo más complejo que lo justificaba y lo hacía más posible.

“Y es por eso que extraño especialmente el verano “, me dijo finalmente. “En el momento en que lo anhelé para siempre, lo perdimos para siempre”.


Fate attenzione a quel che desiderate

Fate attenzione a quel che desiderate. Se gli astri, le energie cosmiche, il Grande Spirito, Dio, o qualunque altra forma fisica o metafisica a cui gli uomini attribuiscono sovente poteri sovrannaturali vi ascoltasse, il vostro desiderio potrebbe pure realizzarsi. Potrebbe, cioè, capitarvi di vivere una “spiacevole avventura” – le virgolette son d’obbligo, quant’è vero che a talune persone, così cosparse della melassa di alcuni mali incoscienti, un male del tutto esterno, e così singolare, può funzionare da meccanismo di risveglio – come quella che capitò nel novembre del 1995 ad Alessandro Rubiconi. Sto parlando di un giovane cronista, all’epoca fresco di decadenti e inopportuni studi letterari, impegnato nella grigia e fumosa redazione di un rotocalco a tiratura provinciale, cioè uno di quegli inutili dispositivi cartacei che nella metà degli anni Novanta le provavano tutte per sopravvivere al mercato cinico che essi stessi mantenevano in vita. Questo, senza tuttavia rendersi conto di vivere ormai a due passi dalla fin d’une époque. Sto parlando dello stesso Alessandro Rubiconi che, in effetti, si trovò a giurare più e più volte sulla veridicità di quanto gli accadde quella volta. Lo giurò con tutte le persone che lui riteneva maggiormente fidate: lo disse a sua sorella, a suo padre, ai suoi amici più stretti, ma quando persino loro, pur dandogli inizialmente retta, dopo pochi attimi gli mostravano più di una reticenza, iniziò ad allargare la cerchia e prese a raccontare la sua vicenda agli amici meno intimi e ai pochi parenti meno prossimi con cui di tanto in tanto si trovava a scambiare due chiacchiere. Incluso il sottoscritto, suo cugino in secondo grado.

Quando lo incontrai, al bar che fa angolo su una Piazza Indipendenza deserta per il suo primo pomeriggio, era pallido in volto, avanzava con un certo fare barcollante e senza neppure salutarmi o chiedermi come stessi prese a spiegarmi la sua mirabolante vicenda.

Iniziò a raccontarmi qualche assurdità – almeno così mi parvero al primo istante le sue parole – riguardo all’esistenza di più periodi dell’anno che lui chiamava “stagioni”, più scansioni temporali, quattro, per la precisione, e della durata sempre uguale di tre mesi ciascuna. Il tutto, come se non bastasse, spiegabile sulla base della diversa inclinazione dell’asse di rotazione della Terra che andrebbe a mutare – diceva con convinzione e spiegandomi i dettagli con schemi e calcoli approssimativi – l’angolo di incidenza dei raggi del sole sulla superficie terrestre. In sostanza, per lui (e lo diceva con una brillantezza negli occhi che non gli avevo mai visto) non era assolutamente possibile che si vivesse sempre e solo nell’Estate, cioè nell’anno corrente, come da sempre siamo abituati a chiamarlo, con il suo nome proprio, ma asseriva invece che “Estate” non fosse un sinonimo di “anno” bensì il nome di uno di questi quattro periodi che egli chiamava, appunto, stagioni, e mi informò che gli altri tre si chiamavano “autunno”, “inverno” e “primavera”.

Infine, cominciai a dubitare seriamente delle sue facoltà mentali quando mi spiegò le motivazioni che adduceva a questa sorte di “ricordo” tutto suo, svanito dalla coscienza collettiva, quasi fosse lui l’unico depositario di un antico sapere ormai dimenticato: «sono stato io!» prese a dire con la disperazione che precede il pianto «ho cancellato io le altre stagioni, perché ho imprecato e ho desiderato con tutto me stesso che si vivesse sempre e solo in una eterna estate!».

Poiché cominciavo a intristirmi per il suo stato, lì per lì non me la sentii di contraddirlo e, anzi, gli chiesi ulteriori spiegazioni. Si riaccese, così, come a ritrovare una lucidità che nessuno gli aveva riconosciuto fino a quel momento e prese a dirmi perché quella volta, qualche mese prima, aveva espresso quel desiderio con così tanta veemenza da vederselo esaudito non solo per sé ma, evidentemente, per tutta l’umanità.

«Mi mancava tutto dell’estate, pure avendola a disposizione per un certo periodo limitato di tempo, o forse mi mancava la sua spensieratezza, il suo potersi permettere una sospensione collettiva ma, allo stesso tempo, del tutto singolare; mi mancava il suo non-lavoro, sì, cosa c’è di male?, e il suo oziare superbo, mi mancava il suo colore di fuoco, l’odore del suo caldo, e le sensazioni, i pensieri mai precisi ma, anzi, belli nella loro vaghezza che non spaventa, e oggi mi mancano persino le cose che dell’estate odiavo: la sabbia rovente e appiccicosa tra le dita dei piedi, il sudore acre e pungente, gli strilli dei bambini e quelli delle loro mamme isteriche…» continuò così per un altro poco finché, senza nemmeno lasciarmi il tempo di un respiro – e continuando a prendere la mia commiserazione per interesse –, mi trascinò a casa sua con l’urgenza folle di chi vuole svelare al mondo tutti i segreti della vita.

Senza nemmeno togliersi la giacca, si scagliò su una cassapanca nascosta dietro il divano e ne svuotò in fretta il contenuto. Mi mostrò, così, tutte le prove che aveva conservato sull’esistenza delle “stagioni”. E mentre liberava gli ultimi freni alle lacrime che silenziose gli scendevano sulle guance, vidi alcune sue vecchie fotografie in cui era ritratto con vestiti pesanti e con un tappeto, sotto ai suoi piedi, fatto da una strana sostanza bianca; vidi, poi, uno strano copricapo di lana, una sfera di vetro che, agitandola, liberava della polvere bianca, ma anche due strane palline legnose e zigrinate (mio cugino le chiamava “noci” e sosteneva fossero frutta), diversi suoi disegni ingialliti, risalenti a trent’anni prima, con su scritte cose del tipo “i colori dell’autunno”, “è primavera”, un disco in vinile di un certo Antonio Vivaldi, e poi diversi libri e opuscoli, tra cui “Fuochi d’autunno” di Irène Némirovsky, “Se una notte d’inverno un viaggiatore” di Italo Calvino, una rivista di moda che intitolava in prima pagina “Collezione Primavera” e, addirittura, “La bella estate” di Cesare Pavese. Infine, vedendo anche diversi oggetti a me del tutto familiari (una crema antisole, una maschera da sub, un pallone da beach volley…) mi sentii più confuso che mai.

Non riuscii a far altro che chiedere, stupidamente, a mio cugino del perché fossero presenti così tanti oggetti comuni in mezzo a tante cianfrusaglie aliene. Giustamente, mi ribadì che la sua estate era diversa dalla mia, che la sua era parte di un qualcosa di più complesso che la giustificava e la rendeva maggiormente possibile.

«Ed ecco perché continua a mancarmi soprattutto l’estate» mi disse alla fine. «Nel momento in cui l’ho desiderata per sempre, per sempre l’abbiamo perduta».