La Habana – 1994
Clavo, tiene puesta una camiseta de Los Rodríguez, un grupo argentino español. Lo sé porque unos días atrás lo vi en Coppelia cambiar su único jean por esa camiseta, dos cassettes del mismo grupo y un disco viejo de Barbra Streisand. Los viernes comemos todos juntos en mi casa. Cada cual trae lo que tiene. Clavo, siempre es el último en llegar y nunca trae nada de comer, pero siempre llega con alguna música o un libro que no conocemos. Esta vez entró y gritó: ¡Escuchen bien, pero escuchen a Sam Calamaro!, dijo colocando uno de los cassettes en su grabadora, un viejo aparato ruso a pilas que cuidaba más que cualquier cosa en el mundo. La voz sonaba extraña y era hermosa. Ninguno de los que estábamos esa noche en el grupo habíamos escuchado antes algo así, pero pronto reconocimos las letras. Ahí supimos que Clavo no era un escritor de verdad. Sam Calamaro se llamaba Andrés y no era precisamente un santo aunque también tocaba el piano como en Casablanca hacía el viejo Sam de “Tócala, otra vez”. Clavo había estado robando alevosamente sus letras y presentándolas como si fueran poemas suyos.
Son las 2 de la tarde del 9 de septiembre de 1994. Clavo está parado en la Playita de 16, que no pasa de moda aunque, como dice una amiga, nunca ha sido una playa sino solo un pedazo de costa, gratis y fea, llena de dientes de perro y erizos. Tiene el pelo largo suelto, viste un pantalón negro y una camisa blanca. Está solo. Miro a mi alrededor buscando a otros conocidos. Desde que comenzó la crisis de los balseros y se abrieron las fronteras para que se fuera quien quisiera, son muchos los que se han ido por este mismo lugar donde de noche la oscuridad es tan grande que no te ves ni las manos. Hay un pueblo entero al borde del mar pero yo no conozco a nadie. Tengo credencial de prensa y camino entre la multitud. La gente habla. Dicen que son más de 30 mil los que se han ido. Nadie sabe cuántos son los muertos. Se sabe que hay muchos. Los tiburones del Caribe están entonados, dice uno a mi lado que no sabe nada de su familia que se fue hace una semana. Él si Dios quiere se irá hoy. La gente comenta que van a cerrar las fronteras de nuevo. Que el presidente de los Estados Unidos dijo…
En pocos meses han pasado muchas cosas. El maleconazo, el hundimiento de un remolcador, los secuestros de naves, la apertura de la frontera, Guantánamo… pero la Revolución sigue y nada indica que se vaya a acabar.
Le grito a Clavo que me ve y se acerca. En su mano lleva una jaba plástica transparente que deja ver su colección de discos de pasta, prolijamente en sus sobres, y casetes etiquetados con su letra que es fea y grande y su viejo grabador. Detrás de él, las olas del mar atraviesan con fuerza la costa. A lo lejos todo es negro. Se viene una tormenta. Me fijo en la jaba y por unos segundos me tranquilizo. No hay botella de agua, no hay algo que diga que se va. Sonrío por un segundo, después pienso que Clavo desde hace un tiempo solo usa la misma remera y siempre anda con sus discos por miedo a que se los roben. Quiero preguntarle, pero no lo hago. Me quedo parada a su lado.
Es mucho el sol y el calor amenaza con derretir cualquier cosa, pero no logra secar las lágrimas de los ojos. El ambiente es extraño. Mujeres, hombres y niños se dividen entre los que se van y los que se quedan. Los que embarcan y los que los despiden. Las familias se notan a simple vista. Los novios se despiden con besos interminables. Clavo me dice que mire y veo un hilo de baba enorme que todavía une la boca de los dos que están frente a nosotros.
La gente ha tomado lo de lanzarse al mar como una aventura. Hay llantos pero también hay ron y risas y chistes y música. Se dice que fuera de las aguas territoriales hay cientos de barcos americanos esperando a los que se van. Las familias que viven en Estados Unidos y pueden, vienen a buscar a los suyos. Los que no tienen esa suerte hacen sus propias balsas o preguntan dónde comprar una. La mayoría de las balsas son viejos neumáticos amarrados. Alguien tira un huevo al asfalto caliente y mientras se fríe ante la mirada de todos, grita: “Me voy pa la yuma. Nunca más en las mil vidas que me quedan me voy a comer uno”. Como en un acto simbólico rompe en pedazos la libreta de abastecimiento, se soba sus genitales y sube a una balsa improvisada. Cuatro llantas, restos de nylon de una balsa infantil de playa con el ratón Mickey, todo amarrado con sogas, demasiado delgadas. Un metro cuadrado para cargar a todos los que lo siguen.
Clavo dice: “Esos no llegan ni a la esquina”. Le respondo con una mueca porque no hay esquina, solo hay un mar inmenso.
Haciendo equilibrios los de la balsa le gritan que suba. El dice que no, que no se va. Uno de ellos le grita “¡Maricón, miedoso, te arrepentiste!”. Clavo sonríe y su cara es la más triste del mundo. Lo agarro del brazo y nos vamos caminando, lejos del agua y de la gente. El comienza a cantar.