El mandato es ofender un poco, gustar y gustarse.
Por Claribel Terré Morell.
Talentoso, icónico, contradictorio, mujeriego, uno de los hombres más importantes del rock en español, el argentino Andrés Calamaro, juega con la soledad del androide de Blade Runner cuyos ojos vieron imágenes que no hay persona en la tierra que haya visto.
El es uno y es muchos. Andrés Calamaro no responde a ningún personaje o responde a todos. En este inestable mundo él hace la historia. A veces parece saberlo. A veces no. A veces uno solo quiere escucharlo cantar mientras se pregunta ¿De dónde le salen las palabras? ¿Cómo hace para contar nuestras vidas de esa forma?
Músico genial, irreverente, talentoso, icónico, contradictorio, mujeriego… ¿te molesta tu fama?
Si eso es fama no me molesta, me queda grande. Si fuera un músico genial lo sabría y lo iría diciendo con apenas gestos de estos que casi nadie entiende. “Es chévere ser grande pero más grande es ser chévere”. Más arriba está Héctor Lavoe.
Tal parece que hay una canción tuya para cada uno de los momentos que nos pasan a los demás. Pero, ¿qué ocurre contigo cuando necesitas inspiración? ¿A quién escuchas? ¿A quién lees?
Del blues, del son y del flamenco, siempre podemos aprender a cantar mejor y más de verdad. Algo es cierto, tengo muchas canciones para los más infames momentos de aquellos que nos pasan, canciones para asomarse al abismo también. Escucho Allman Brothers o blues bien elegidos, Ismael Rivera. Leo ensayo o novelas, Phillip Roth, Houellebecq, muchas cosas como todo el mundo. También la sabiduría impresa en textos y conferencias. Estoy en condiciones de descubrir un disco y un libro cada día, por muchos años. Sobran los motivos entonces. Para vivir.
En los centros de espera, en los cruces de fronteras, en las caminatas por la selva, arriba de balsas, rodeados de tiburones… cantan tus canciones mexicanos, venezolanos, cubanos… ¿Este hecho puntual te obliga a algo?
Eso me llena de sensaciones desconocidas, no esperaba que el destino refluya semejantes alas color “selva y balsa” en mi vida… Haremos todo lo posible. Sigamos cargando la suerte con conciencia social y política, pero comprometidos con la música como gauchos: buen uso del castellano, valores decentes, conciencia de la tierra y quienes la habitan, coraje para saber cuándo callarnos y cuándo hablar.
Parece que trasciendes todo lo que la vida te tira encima. Amigos, giras, soledades, amores, miedos, drogas. Puesto a escoger ¿Presentaciones en directo o discos?
Me gusta mucho grabar discos, apostar por música que no existe si no la grabamos, el estudio como instrumento. Pero las buenas sensaciones en el escenario son en tiempo real. Un disco se termina un buen día, siempre hay un próximo recital.
¿Qué te gustaría hacer que no has hecho?
Jugar bien al futbol, bailar bien, surfear las olas… Y los recitales que no hemos hecho de momento. Y más discos que quisiera grabar.
En tus canciones, en cualquiera de las presentaciones o entrevistas que das, siempre hay frases que se convierten en inmortales. ¿El saber que te convertiste en un músico de culto que llega a todos incide en que no tengas miedo de decir lo que piensas?
El arte de la conversación es algo que ya escuchaba de niño, sin entender todo. El mandato ancestral es siempre partir, el mandato generacional es ofender un poco, gustar y gustarse. No tengo miedo a nada, pero tengo un umbral dialéctico que no siempre puedo comprimir, la palabra que se dice sola. Es la soledad del androide de Blade Runner. Le quedan tres minutos de vida y los prefiere conversando con su propio verdugo pistolero, decirle que sus ojos vieron imágenes que no hay persona en la tierra que las haya visto.
Apuntes para después. La conexión cubana.
Hace justo un año por estos días le conté a Andrés Calamaro varias historias relacionadas con su música y Cuba, mi tierra natal. Mi amigo Clavo, por quien conocí sus canciones a principio de los años 90 en La Habana, acababa de morir. Como en un derrotero amoroso y sin final, se había llevado la música de Andrés consigo cuando se fue de Cuba en una precaria balsa, la salva de un naufragio y de una muerte colectiva y la conserva durante casi 30 años de su vida. Mientras arregla los detalles de su futuro entierro pide que NO le pongan los “cassettes” en la caja. Él, que elevó a Calamaro a la categoría de Santo y que fue conocido entre sus amigos como San Calamaro Clavo, antes de morir ordenó: “¡Dejen su música en la tierra para los vivos!”
Si bien se conoce la conexión española del músico argentino y también sus vínculos de amor con otros países, poco se ha escrito sobre los seguidores cubanos de su música, desde el tiempo de Los Rodríguez hasta hoy.
Calamaro nunca ha estado en Cuba, pero su música llega desde España y también desde Argentina casi al mismo tiempo que comienza a conocerse internacionalmente. Son los 90 en la isla, años extraños para todos. En algunas de las épicas fiestas de la Habana, se baila con El costo de la vida de Juan Luis Guerra y se “aprieta” y se grita con Sin documentos, de Los Rodríguez, en el mismo 1993, año de su estreno. Crítica y razón en las canciones entradas de contrabando y escuchadas en las noches de calor.
En el año 1994 la música que se escucha en la isla es variada. Se baila con los cubanos Adalberto Álvarez y su Son, Paulito (FG) y su élite… De los españoles se oye a Serrat, Aute, Ana Belén y Joaquín Sabina que comienza a ser el preferido. De Argentina, Fito Páez ya es presencia cotidiana en la radio y la televisión al igual que Mercedes Sosa, de Charly García se habla, pero poco. La Nueva Trova cubana con Silvio y Pablo continúa siendo un referente pero hay una guerra encubierta con la Novísima Nueva Trova. Se cantan las canciones más contestatarias de Carlitos Varela, las más íntimas de Santiago Feliú. Gerardo Alfonso, Frank Delgado, Julio Fowler, Pável Urquiza, Gema Corredera… convocan multitudes. El rock en inglés y en español sigue dándole dolores de cabeza a funcionarios culturales que ven en él la música del enemigo. Una remera de Los Rodríguez cuesta cara en el mercado negro de los melómanos. Cuba es la misma, pero no. A mediados de año se produce la llamada crisis de los balseros.
Los cubanos que se van de la isla y escuchan desde el primer momento a Calamaro se lo llevan consigo fuera de ella. Son ellos mismos quienes se encargan de seguir para sí y para los demás, los caminos de Andrés, como recuerda desde República Dominicana, Camilo Venegas Yero, quizás el cubano más conocedor de su carrera en su blog https://elfogonerovenegas.blogspot.com.
Le presenté a Andrés a Camilo. Camilo podrá contar, cuando quiera, las conversaciones que tuvimos. Replico uno de los email de Andrés, dirigido a nosotros dos y a Renay Chinea, la Cofradía del Triángulo equilátero.
Queridos míos
Vuestro y nuestro es el destino,
diría Frantz Fanon, que refluye sus alas negras,
alas color banderas de sangre y cielo, agrego yo.
El honor de ser escuchado por Clavo y Cuba.
Ron y canela.
El compromiso.
El honor es el que no se pierde, no existe otro.
Me pertenezco a hacer nuestra vuestra historia, compañeros.
Amigos.
Andrés Calamaro
Para la actriz y diseñadora cubana, Odalys Villamil quien vive en Buenos Aires, la música de Andrés Calamaro continúa estando en Cuba y en los cubanos más contemporáneos a él, en discos de pasta y cassettes conservados como reliquias y en la música que llega a través de la lenta internet cubana o la triste impuntualidad del correo. ”Lo sé -dice- porque mis amigos allá me piden sus CD”. Y, como en una escena varias veces repetidas, cuando voy a Cuba y entro a alguna casa amiga me reciben con una de sus canciones. Lo interesante es, que no solo es de Argentina para Cuba, sino de allá para acá. En un hecho totalmente surrealista recibí una compilación pirata de “Música de hoy” comprada en una calle de La Habana y está Andrés con su Flaca, no me claves los puñales… seguido por Cimanfuk que canta: “/Me voy pa’ mi casa. Me voy/Mira niña, pero si tú quieres me voy pa’ la tuya/”
El periodista cubano Leandro Estupiñán también desde Buenos Aires cuenta: “En Cuba escuchaba a Calamaro. Supe de él por Sabina, específicamente por el disco Yo, Mi, Me contigo, de 1996, donde colaboran Los Rodríguez, Charly García y un cubano: Carlos Varela. De esa manera Calamaro se hizo familiar para mí, hasta que luego tuve algunos discos suyos. O mejor dicho, tengo aun los discos que nos pasábamos los amigos en memorias flash”.
“En mi grupo de amigos tengo a verdaderos fanáticos de Calamaro, amigos que están en Cuba y siguen escuchando su música para sacarse los mismos sentimientos; ¿cuáles son?. No sé. Es gente de mi generación. A ellos, como a mí, sus temas nos lanzan a los años en que empezábamos a entender ese tipo de música, tiempos donde ocurrían todas las cosas que suceden a esa edad y uno siquiera sueña con lo que pasará al día siguiente. No es más que esa cosa que tienen las canciones, supongo, para todo el mundo. Al menos yo escucho un acorde que alguna vez me haya conmovido, incluso sin que haya sido consciente, y allá voy en busca del tiempo perdido”.
Michel Hernández, es el periodista especializado en música más interesante y respetado en la isla:
“A mi especialmente me gusta el rock argentino y me gusta mucho Calamaro. En la Cuba de hoy a él se le escucha en un sector sobretodo universitario e intelectual. En Cuba apenas se oye rock en español, la influencia cultural estadounidense es muy fuerte, además de que lo que más se escucha es metal extremo. El rock argentino y mexicano, por ponerte dos ejemplos, son prácticamente desconocidos aquí”.
Para Rafael de la Torre, fundador de la Nueva Trova cubana, escuchar la música de Calamaro es disfrutar a un prolífico y talentoso compositor. El crítico, Frank Padrón, que sigue viviendo en la Habana, encuentra en algunas de sus canciones una base rítmica, sonera, muy caribeña. El músico cubano Tito Cirilo encuentra más: encuentra la vida entera.
Sam Calamaro
La Habana – 1994
Clavo, tiene puesta una camiseta de Los Rodríguez, un grupo argentino español. Lo sé porque unos días atrás lo vi en Coppelia cambiar su único jean por esa camiseta, dos cassettes del mismo grupo y un disco viejo de Barbra Streisand. Los viernes comemos todos juntos en mi casa. Cada cual trae lo que tiene. Clavo, siempre es el último en llegar y nunca trae nada de comer, pero siempre llega con alguna música o un libro que no conocemos. Esta vez entró y gritó: ¡Escuchen bien, pero escuchen a Sam Calamaro!, dijo colocando uno de los cassettes en su grabadora, un viejo aparato ruso a pilas que cuidaba más que cualquier cosa en el mundo. La voz sonaba extraña y era hermosa. Ninguno de los que estábamos esa noche en el grupo habíamos escuchado antes algo así, pero pronto reconocimos las letras. Ahí supimos que Clavo no era un escritor de verdad. Sam Calamaro se llamaba Andrés y no era precisamente un santo aunque también tocaba el piano como en Casablanca hacía el viejo Sam de “Tócala, otra vez”. Clavo había estado robando alevosamente sus letras y presentándolas como si fueran poemas suyos.
Son las 2 de la tarde del 9 de septiembre de 1994. Clavo está parado en la Playita de 16, que no pasa de moda aunque, como dice una amiga, nunca ha sido una playa sino solo un pedazo de costa, gratis y fea, llena de dientes de perro y erizos. Tiene el pelo largo suelto, viste un pantalón negro y una camisa blanca. Está solo. Miro a mi alrededor buscando a otros conocidos. Desde que comenzó la crisis de los balseros y se abrieron las fronteras para que se fuera quien quisiera, son muchos los que se han ido por este mismo lugar donde de noche la oscuridad es tan grande que no te ves ni las manos. Hay un pueblo entero al borde del mar pero yo no conozco a nadie. Tengo credencial de prensa y camino entre la multitud. La gente habla. Dicen que son más de 30 mil los que se han ido. Nadie sabe cuántos son los muertos. Se sabe que hay muchos. Los tiburones del Caribe están entonados, dice uno a mi lado que no sabe nada de su familia que se fue hace una semana. Él si Dios quiere se irá hoy. La gente comenta que van a cerrar las fronteras de nuevo. Que el presidente de los Estados Unidos dijo…
En pocos meses han pasado muchas cosas. El maleconazo, el hundimiento de un remolcador, los secuestros de naves, la apertura de la frontera, Guantánamo… pero la Revolución sigue y nada indica que se vaya a acabar.
Le grito a Clavo que me ve y se acerca. En su mano lleva una jaba plástica transparente que deja ver su colección de discos de pasta, prolijamente en sus sobres, y casetes etiquetados con su letra que es fea y grande y su viejo grabador. Detrás de él, las olas del mar atraviesan con fuerza la costa. A lo lejos todo es negro. Se viene una tormenta. Me fijo en la jaba y por unos segundos me tranquilizo. No hay botella de agua, no hay algo que diga que se va. Sonrío por un segundo, después pienso que Clavo desde hace un tiempo solo usa la misma remera y siempre anda con sus discos por miedo a que se los roben. Quiero preguntarle, pero no lo hago. Me quedo parada a su lado.
Es mucho el sol y el calor amenaza con derretir cualquier cosa, pero no logra secar las lágrimas de los ojos. El ambiente es extraño. Mujeres, hombres y niños se dividen entre los que se van y los que se quedan. Los que embarcan y los que los despiden. Las familias se notan a simple vista. Los novios se despiden con besos interminables. Clavo me dice que mire y veo un hilo de baba enorme que todavía une la boca de los dos que están frente a nosotros.
La gente ha tomado lo de lanzarse al mar como una aventura. Hay llantos pero también hay ron y risas y chistes y música. Se dice que fuera de las aguas territoriales hay cientos de barcos americanos esperando a los que se van. Las familias que viven en Estados Unidos y pueden, vienen a buscar a los suyos. Los que no tienen esa suerte hacen sus propias balsas o preguntan dónde comprar una. La mayoría de las balsas son viejos neumáticos amarrados. Alguien tira un huevo al asfalto caliente y mientras se fríe ante la mirada de todos, grita: “Me voy pa la yuma. Nunca más en las mil vidas que me quedan me voy a comer uno”. Como en un acto simbólico rompe en pedazos la libreta de abastecimiento, se soba sus genitales y sube a una balsa improvisada. Cuatro llantas, restos de nylon de una balsa infantil de playa con el ratón Mickey, todo amarrado con sogas, demasiado delgadas. Un metro cuadrado para cargar a todos los que lo siguen.
Clavo dice: “Esos no llegan ni a la esquina”. Le respondo con una mueca porque no hay esquina, solo hay un mar inmenso.
Haciendo equilibrios los de la balsa le gritan que suba. El dice que no, que no se va. Uno de ellos le grita “¡Maricón, miedoso, te arrepentiste!”. Clavo sonríe y su cara es la más triste del mundo. Lo agarro del brazo y nos vamos caminando, lejos del agua y de la gente. El comienza a cantar.
Sin decir una palabra
casi sin decirnos nada
sin mirarnos a los ojos
yo me pregunto por qué
me tuvo que pasar a mí
yo me pregunto por qué
me tuvo que pasar a mí
Y ahora estoy cansándome de esperar
pero igual no tengo a donde ir
Hay varias fotos de ese día en las que aparecemos Clavo y yo. Alguna vez también nos vi en un noticiero y alguien me dijo que en una exposición sobre los balseros estábamos nosotros dos abriendo la muestra. Que Clavo tenía la boca abierta como si le faltara el aire. Supongo que las tomaron cuando cantaba. Un día después cerraron la frontera y comenzó otra historia.
No recuerdo cuantas veces más nos vimos por aquellos días. La comunicación en La Habana no era nada fácil, no había transporte, los teléfonos de línea apenas funcionaban, y en los grupos que compartíamos casi nadie tenía ganas de verse y cuando lo hacíamos terminábamos discutiendo, unos contra otros. El tema político hasta ese momento nunca había sido motivo de separación. Cada cual sabía cómo pensaba el otro, pero la amistad tenía cimientos sólidos y había un pacto no hablado de seguir siendo amigos pasara lo que pasara. Un día sin aviso eso cambió.
En octubre de 1994 me fui de Cuba y llegué a la Argentina. Algunas veces me preguntan si salí huyendo o si vine en balsa. Hay gente que cree que eso es posible. La realidad es que vine en avión y no sabía si lo hacía para quedarme. El último día en La Habana hice una fiesta de despedida. Invité a los amigos que quedaban, incluido el Clavo que no vino, ni me llamó para despedirse.
Veintidos años después, en Venecia, mientras hacía la fila para subir a un vaporetto atestado de turistas, vi una remera con la cara de Andrés Calamaro. Levanté la cabeza, pensando encontrar algún argentino, pero a quien vi fue al Clavo. Siempre que escuchaba una canción de Calamaro me acordaba de él, pero lo había buscado en todas las redes sociales posibles y no aparecía. Los amigos comunes tampoco tenían noticias suyas. Los últimos que lo vieron en La Habana dijeron que les había comentado que se iría del país a como fuera. Ante la ausencia de noticias todos creímos que había muerto.
Después, Clavo y yo nos reímos mucho pero ese instante lo vivimos como una película. Cerraron la fila, yo me quedé del otro lado y a él no lo dejaron bajar. Gritándonos quedamos en que se bajaría en la próxima parada y ahí nos encontraríamos. Clavo levantó las manos, engoló la voz y comenzó a cantar:
Déjame atravesar el viento sin documentos
Que lo haré por el tiempo que tuvimos
Porque no queda salida…
¿Cómo es el encuentro entre amigos que hace mucho tiempo no se ven? ¿Cómo hacer para ponerse al día, qué hablar, qué no decir? ¿Por quién preguntar?
Cuando al fin Clavo y yo logramos encontrarnos y darnos el abrazo más grande del mundo lo primero que me salió decirle fue: “Tremenda coba te buscaste”. El sonrió y dijo: “¡Miraaa a Sam Calamaro!”.
Cuando uno emigra de su país sabe que entra en un territorio que a veces puede ser muy feo y que no siempre tiene que ver con la tierra que pisan nuestras plantas. Clavo entró y salió, muchas más de lo que a cualquiera puede tocarle. En esas entradas y salidas de las que no habló mucho, no fuimos ni su familia, ni sus amigos a quienes él tuvo presente. Lo fue un músico: Andrés Calamaro y sus canciones. Dijo varias veces que “Sam Andrés”, como él le puso a Calamaro, lo salvó de morir en el mar y lo mantuvo vivo durante todos estos años.
Emocionada, yo llamaba a todos los conocidos comunes que tenía en mi agenda y que andaban lejos de La Habana, regados por todos los puntos cardinales. Cuando contestaban les decía: “Espera que te pongo a alguien que quiere hablar contigo”. Y él comenzaba a cantar. Del otro lado casi siempre alguien gritaba. “¡No jodas!, ¿Estás vivo Sam Calamaro?”
Cuando ya no quedaba a quien llamar, él se puso serio y en una mesa de El Viejo Fortín, por Arsenale, comenzó a contarme una historia que nunca interrumpí. A veces hablaba en presente, otras en pasado:
Estuve muchos años en Cuba, completamente loco. Estaba vivo pero era mejor que estuviera muerto. Solo pensaba en irme y me lamentaba no haberlo hecho aquella vez cuando pude y nadie te detenía. Una noche me avisaron que había un barco listo que podía llevarme hasta Cayo Hueso. Que los que viajaban eran de confianza. Ya otras veces había intentado marcharme, pero una vez me estafaron, otra vez me detuvo Guardafronteras y la otra cuando vi la chalupa volví a sentir el mismo miedo que tú viste aquella vez.
Dudé un poco porque me pidieron que embarcara vestido completamente de azul y que solo podía llevar 5 libras de peso. Pensé que era una promesa a la Virgen de Regla, después supe que no era por eso. Tomé mis discos, mi vieja grabadora, una linterna y un cuchillo. Nada más. No hubo nada en especial que hiciera que recordara esa noche más allá de un miedo normal. Todo fue muy rápido. Vi que también venían dos hombres y una mujer con dos niñas, una recién nacida. Tenían caras de buena gente. Eso me tranquilizó.
Era de noche y las olas mecían suavemente la balsa. El mar estaba calmo y yo miraba los rayos de la luna reflejarse sobre el agua. Durante un tiempo íbamos a remar de dos en dos. Yo quedé para el segundo turno. Metí mi mano derecha en el mar. La manilla del reloj a prueba de agua que tenía puesta en mi muñeca, a veces se veía grande, otras muy pequeña.
El barco es chico pero cómodo. Escucho cómo la madre le cuenta a sus hijas que estamos vestidos de océano y que si nos caemos al agua y nos encontramos con un tiburón este no nos verá. Seguirá nadando tranquilamente creyendo que nosotros también somos mar. Yo me sonrío: leí que los tiburones no distinguen los colores.
Cuando mis dedos se entumecen por el frío saco la mano del agua, la dejo descansar hasta que vuelven a estar como antes. La niña más grande me dice que mis dedos parecen perros calientes (salchichas frías). Ella también hunde los suyos en el agua. Me cuenta que si lo hace cien veces, un hermoso pez de escamas doradas se acercará a besarle la mano, tal como vio en una película.
Tiene 11 años y nunca antes estuvo mar adentro aunque es campeona de nado sincronizado. Le gustaría arrojarse por la borda y flotar. Se lo dijo a su padre pero él dijo que no y le recordó sus responsabilidades. Si algo pasa con el barco, si se hunde, ella debe ayudar a su madre que no sabe nadar. Sostenerla por el salvavidas y arrastrarla hacia la costa. Su padre hará lo mismo con su hermana. La madre me sonríe. Sabe que los cuerpos en el agua no pesan. Eso la tranquiliza. Si llegan los guardafronteras cubanos y nos detienen, ellas solo van a levantar las manos sobre la cabeza y esperar. Si llegan los americanos deben hacer lo mismo con la única diferencia que van a gritar: “¡Somos cubanos! ¡Viva la libertad!”.
El padre le hace un gesto a la madre y le dice que en el mar todo se oye. La madre cubre suavemente los labios de su hija con una de sus manos haciendo el gesto de silencio y con la otra saca un caramelo de su bolsillo y se lo da. La niña le quita el papel que lo envuelve y se lo mete en la boca. Por un rato solo se escuchan los dientes de la niña rechinar contra el caramelo y el golpe de los remos sobre el agua.
La luna sigue brillando y todavía no se ve la costa. La niña que sigue sentada a mi lado se cansó de repetir: “Yo Tamachula, princesa de los reinos ocultos de los planetas lejanos, escapo por las aguas de mis crueles enemigos”. Para tranquilizarme canto para mí. Ella me escucha con atención y se queda dormida.
Al rato vino una tormenta terrible. Llovió toda la noche y nos quedamos sin comida y sin agua. Al amanecer veíamos tiburones y veíamos pedazos de balsas y restos… humanos. Ningún barco a la vista. Nos fuimos quedando sin fuerza. Perdimos los remos. Volvió a oscurecer y seguíamos en el mar. Las niñas lloraban. Mis discos, mis cassette, mi grabadora se habían salvado del agua. Tomé un cassette, imploré a Sam Calamaro y nos pusimos a escuchar música. No sé por cuánto tiempo.
Lo último que recuerdo antes de perder la conciencia es un estribillo de Honestidad Brutal que hacía reír a la niña princesa /Te quiero pero te llevaste la flor/Y me dejaste el florero/Te quiero me dejaste la ceniza/Y te llevaste el cenicero/. A tierra firme solo llegué yo. No sé cómo me salvé.
Después del encuentro, ambos suspendimos los planes y durante dos días nos dedicamos a caminar contándonos cuentos con finales felices. Nunca más habló de su aventura en el mar, a veces comenzaba a decir “Cuando mi naufragio…” y se quedaba callado para enseguida cambiar de conversación o cantar con su voz desafinada. Después él regresó a Lisboa donde vivía su mujer, yo me quedé un tiempo más en Venecia y luego volví a Argentina. Con ella iba a venir a Buenos Aires e íbamos a ir juntos a un recital de Calamaro. No hay final feliz, pero algunas veces me gustaría poder avisarle que todo esto que cuento aquí se lo conté al propio Andrés. Me imagino que cara pondría.