Como quien viaja y se aventura, o peregrina, o sale a cazar un ejemplar extraordinario, entre 1964 y 1978, periodistas, poetas, profesores y estudiantes desconocidos golpearon la puerta de la casa de Juanele Ortiz. Las visitas sucedieron entre los 68 y los 82 años del poeta, que murió en septiembre del 78. La precisión de las fechas se la debemos a Osvaldo Aguirre, compilador y prologuista de Una poesía del futuro, Conversaciones con Juan L. Ortiz, libro publicado por Mansalva en 2016, segunda edición corregida y aumentada.
La lectura y selección de notas periodísticas es seguir una huella en el tiempo. Aguirre trae un álbum de fotos de la época, además de la palabra del poeta. Una época en la que a diarios y publicaciones semanales ―tan heterogéneos como La Opinión y Gente, Confirmado y Familia Cristiana, Siete Días y Primera Plana, Clarín y Crisis, La Voz del Interior y Panorama― les interesaba un poeta descentrado, podríamos decir, como vivía entonces y vivió siempre Ortiz en Entre Ríos. En esos medios, además, escribían Francisco Urondo, Tamara Kamenszain, Juan Carlos Martini Real, Guillermo Boido, Alicia Dujovne Ortiz, Ricardo Zelarayán, entre otros.
Juanele vivía por fuera y lejos de donde estaba ―para tomar una expresión hermosa e irónica de César Bruto― “la cosa”. Nunca quiso habitar ese centro donde había que dejarse ver, circular. Le dice a Vicente Zito Lema, que lo entrevista para Crisis en julio de 1976: “Es que me molestaba el contacto con cierta gente alacrana de Buenos Aires que integraba todos los círculos literarios y que no hacía más que hablar y hablar. Y que casi no leía… y estudiaba muy poco”.
Entonces, como ahora, el centralismo marcaba no solo pertenencia, sino también existencia. De modo que había una suerte de peregrinaje para conversar con este excéntrico, en su casita con vista al río Paraná, en la provincia.
Pero ¿por qué tanto interés?
En 1970, la publicación de En el aura del sauce, primera edición en tres tomos de su obra completa por la Biblioteca Constancio C. Vigil, de Rosario, tracciona el “descubrimiento periodístico de Juanele”, dice Aguirre en el prólogo.
“Aunque este casi desconocimiento de la obra ―escribe Kamenszain en Clarín, en junio de 1973, cuando visita al poeta― era atribuido al funcionamiento de los aparatos de promoción literaria y al oportunismo en que se mueve nuestra cultura oficial, si se rastrea en su vida se puede ver que el poeta mismo ―y quizá por un sano rechazo a toda esta maquinaria― se mantuvo fiel a las premisas que enuncia en uno de sus poemas: ‘deja las letras, deja la ciudad’”.
La cita es del poema “Deja las letras”, transcribo otro fragmento:
“Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad para que el poema, deseablemente anónimo siga a la florecilla que no firma, no, su perfección…”
Sus libros ya estaban desde antes, desde 1933, cuando Carlos Mastronardi, poeta y ensayista también entrerriano, lo apuró un poco para juntar sus poemas, que andaban por ahí desordenados, y darlos a conocer en un goteo de tiradas chicas que siguió hasta 1958. Pero la obra completa hace su magia: desde la orilla del Paraná, el poeta ve llegar una caravana curiosa, constante en su avidez, que acude a él con preguntas de toda clase para buscar, parecería, un momento de iluminación o, al menos, definiciones en torno a la escritura, la hechura del poema, el sentido del mundo y otros etcéteras.
Allá van: a ver al distinto, al que vive mirando el río, lee, escribe, dialoga con la naturaleza, aunque sabe que en esos asuntos lo que nos queda es escuchar (mejor es escuchar). Toda su poesía, al fin, está hecha de esas reverberaciones.
La compilación de Aguirre arma, además, un relato propio con la figura del poeta nacido en Gualeguay. ¿Qué veían los que iban? “Los cabellos canosos, revueltos y retraídos sobre la frente”. “Habla como un iluminado”. “Su aspecto puede parecer extravagante”. “Larga y delgada boquilla de bambú”. “Su larga pipa oriental”. Objetos largos y finitos que le recuerdan, dice, el espíritu chino. Lo encuentran parecido a Macedonio, a Don Quijote.
Juanele le dice a Martini Real que a veces lo confunden como si fuera un guía espiritual.
Todas estas visitas que quedaron impresas primero en artículos y luego en este maravilloso libro de Aguirre sucedieron en un mundo predigital. De centro y periferia está hecha la literatura argentina y todavía hoy persiste cierta tensión por ver quién accede a las luces del centro y quién permanece, aun con obra y reconocimiento a la sombra de la provincia. Pero en esto está también la mano del mercado. Y lo que Juanele parece haber propuesto es una vida de escritura al margen de la demanda de construcción de la figura pública del escritor. Frente a Juana Bignozzi, Juanele habla del lugar social de los poetas ya lejos de la poesía anónima, de una responsabilidad de hacer oír sus voces, pero ―y atención―: “sin esa furia del nombre y la carrera”. Frase que parece anticipar el mundo de las redes.
Un poco a la manera de lo que muchos años después propondrían como discusión Edgardo Scott en Escritor profesional (Godot, 2023) y Betina González en La obligación de ser genial (Gog & Magog, 2021), precisamente en el ensayo “Hacer silencio”. Scott habla en el capítulo “Visibilidad” de ―justamente― una lógica de la visibilidad: construir una cierta imagen a la que por añadidura se sumará libro, quizá obra. González dice: “Una cosa es que los libros circulen, sean visibles, otra muy distinta es transformarse en una animadora, una militante de una misma. Eso es ser cómplice del estruendo”. Y remata en la página siguiente: “Nunca el silencio fue tan revolucionario”. Pienso en la obra de María Martoccia, una escritora extraordinaria que publica y publica y no se presta a nada: ni a redes, ni a entrevistas ―y cuando lo hace se pone monosilábica casi hasta la hostilidad― ni a participaciones festivaleras.
Juanele no jugaba al retaceo, a juzgar por las largas conversaciones recogidas en Una poesía del futuro. Se prodigaba en la charla, tomaba caminos insospechados, desvíos largos, retomaba, se hacía preguntas y dejaba ahí, entre mate y mate, su mirada del mundo. No era estruendoso, tenía cosas para decir, pero se lo escucha ―se lo lee― siempre al borde del descubrimiento, de la búsqueda, de una curiosidad voraz.
Mauricio Kartun suele decir en sus célebres seminarios que el trabajo del escritor es escribir y los resultados son de otro orden. Ese otro orden, ¿cuál es? ¿Quién o qué lo establece? ¿Cuánto juegan los ingredientes de la fortuna? ¿Es la fortuna un cóctel donde intervienen un editor astuto, un momento determinado, un tema-fenómeno, un agente, la mano del mercado editorial?
María Gainza le contó a Hinde Pomeraniec en el podcast “Vidas prestadas” que ella pagó la primera edición de El nervio óptico, que publicó Mansalva en 2014. Mi mejor inversión, dijo la escritora. Abrió la caja del secreto inconfesable, porque pagar, para muchos y muchas que escriben, es no haber sido elegido/a, haber renunciado a la unción.
Al contrario de un tiempo de trinchera, donde hay que disparar siempre ―un poco al bulto, siempre reactivamente―, donde hay que formarse una opinión sobre todo aunque no sepamos ni esto de lo que hablamos, y hay que estar disponible para la foto y el statement 24×7, dejar que hable la obra es una tarea difícil pero no imposible. Estas conversaciones con Juanele nos traen los ecos de una discusión que no es de ahora, pero que sí está hipertrofiada por el kit de herramientas disponible para la (auto)promoción. Se agradece al libro de Aguirre poner esa discusión en perspectiva otra vez.