Él, parsimonioso, con su frac apretado, moñito y galera, hacía pasar a un chico y le ofrecía un vaso de agua. El chico, receloso, tomaba un sorbo y Zapallito le decía que tomara más, que no fuera tímido, la casa invitaba. Después se daba vuelta, veía otro vaso sobre la mesita y se agarraba la cabeza, se arrodillaba, se arrancaba los pocos pelos y empezaba a gritar como loco que se había equivocado, lo que le había dado al chico no era agua sino veneno para ratas. “Uhhhh”, se escuchaba en el salón como cuando la pelota pega en el travesaño, y el chico se ponía pálido, le temblaban las patitas y, antes de que se desmayara, Zapallito anunciaba a viva voz “¡solo hay una posibilidad de salvarlo: tenemos que bombear el líquido!”. Corría por el escenario haciendo ruido de sirenas, llamaba urgente a otro ayudante, con unas hojas de diario improvisaba un cono de papel, le decía al chico envenenado que se agachara y estirara un brazo hacia el costado, al ayudante le pedía que bombeara de ese brazo lo más rápido posible, no había tiempo, cada segundo era vital, y él se paraba atrás con el cono de diario y un jarro enlozado en la mano. “¡Bomba!”, gritaba, “¡bomba, bomba!” El ayudante subía y bajaba el brazo de la víctima, Zapallito le hacía guiños al público, miraba asustado al chico, miraba el jarro vacío, inflaba los cachetes, imploraba al cielo, hasta que por fin veíamos brotar un milagroso hilito de agua que salía del diario y empezaba a caer en el jarro. El envenenado escuchaba los aleluyas de todos y recuperaba el aliento y los colores. El jarrito se llenaba y fuerte ese aplauso.