La lectura de un cuento, pienso a veces, debería provocar la misma fascinación que nos provocaba ver un mago cuando éramos chicos (no un mago millonario de esos que vuelan o se desmaterializan frente a nuestros ojos gracias al favor de la tecnología sino uno de barrio, bien real y de pocas pulgas, pero genial). Si el mago es bueno y logra captar nuestra atención, mientras dura el truco estamos suspendidos, literalmente hechizados, babiecas, fuera del tiempo. Hay que escribir para provocar eso. Cuando esa magia se produce, la realidad pasa a ser el cuento que estamos leyendo y lo de afuera ya no importa. Un buen cuento logra que nos olvidemos de nosotros y nuestra circunstancia, lo que en sí ya es un alivio. Y cuando volvemos, como quien regresa de una aventura, volvemos otros; el trato con ese universo y con ese lenguaje –el lenguaje específico de ese mundo ajeno (y al mismo tiempo, cercano) al nuestro–, nos modificó. Quizá todavía no lo sabemos, la relación nunca es tan directa ni tan inmediata y no todos los cuentos producen la misma resonancia, pero eso ya está ahí. Algo se inoculó.
Por eso es absurda y tonta la acusación de evasión. Quien acusa al lector de evadirse de la realidad tiene una idea muy precaria del concepto de realidad y más aún de la lectura, a la que considera siempre algo inocuo, estéril, incapaz de producir un cambio, una alteración o duda en el lector. Pero volviendo al inicio, decía que con esa premisa hay que escribir, la premisa del hechizo. Que por otra parte es lo que nos pasa cuando escuchamos una buena canción o vemos una gran película. Trabajar así, de manera que al lector, mientras lee nuestro cuento nada más le importe. Y esa es tal vez una cualidad exclusiva del cuento, que no sé si la novela tiene; por su extensión, la lectura de la novela suele ser más sosegada, más dispersa, menos ansiosa, quizá más intelectual. Aun con sus renovaciones, el cuento sigue conservando ese halo de dispositivo ancestral, murmullo que viene del fondo de los tiempos, vinculado con la tribu, con la maravilla de sentarse alrededor del fuego y la figura del narrador oral que sabe que será escuchado con atención pero tampoco puede abusar de la paciencia de su auditorio, lo que lo obliga a manejar con extremo cuidado las palabras para crear esa atmósfera de tensión indispensable en todo relato, pero sin descuidar tampoco que está ante un arte de la brevedad. Un truco, un juego, pero –como decía Borges– para que tenga sentido hay que jugarlo en serio.
El mago que venía a mi pueblo era retacón, de piernas y brazos concisos y a punto de explotar como los de esos muñecos que los payasos hacen retorciendo globos. O si se quiere un parecido con una figura humana, un pariente cercano de Dany DeVito. Nunca supimos su nombre: para nosotros siempre fue el mago Zapallito. Y no recuerdo que haya contado o que alguien le preguntara durante un show por qué había elegido ese nombre artístico. Hoy me parece una obviedad tamaño catedral la alusión a su anatomía, y supongo que siempre lo fue, solo que de chico no lo asociaba o evidentemente no me importaba. Me gustaba su nombre porque sonaba bien. Era un buen nombre para un mago. Un gran nombre para nuestro mago: el mago Zapallito.
Llegaba al pueblo dos veces al año en un auto verde destartalado y rechoncho como él, y estacionaba frente a la sede del club donde daba las funciones. La voz se corría enseguida. Nosotros largábamos los deberes, descolgábamos los barriletes, juntábamos las figuritas y corríamos a amontonarnos frente al salón para tratar de espiar los preparativos. Pero Zapallito era hombre prudente: hacía bajar las persianas, colgaba cortinas oscuras en las puertas y solo, sin ayudantes, preparaba minuciosamente sus secretos insondables y montaba el escenario que a la vista no era más que un biombo, una mesita plegable, un par de sillas de madera, unas latas de tomate perita y de aceite de litro, una galera abollada por los años de ajetreo y la gran varita mágica.
Previo a las funciones del fin de semana, pasaba por la escuela a promocionarse. Repartía unos volantes y, a modo de anticipo, hacía un número breve durante el recreo: le pedía una moneda a un chico cualquiera, la tocaba con la punta de su varita y la moneda desaparecía. Todos nos asombrábamos, el dueño de la moneda se alarmaba, Zapallito señalaba enseguida a otro chico y decía “él te la robó”. Todos mirábamos mal al chico señalado, que se ponía colorado y empezaba a revisarse los bolsillos, a tocarse por todos lados, hasta que Zapallito levantaba las cejas y le señalaba más arriba, en la mollera. Ahí, como una minúscula tonsura reluciente, estaba la moneda. Aplausos y reverencias. “Los espero el sábado a las siete de la tarde y ahora me despido con un apretón de manos”. Estiraba la mano y el primero que lo tocaba recibía una descarga eléctrica que lo hacía bailotear –sí, Zapallito fue un precursor de Krusty y tengo testigos de sobra–. Eso nos parecía el colmo de lo gracioso, los chicos se peleaban por ganar lugares en la fila y recibir “el saludo de la patada”. Yo, aunque me moría de ganas, nunca me animé.
El sábado el club explotaba. El show era siempre el mismo; sabíamos de memoria el número con el que abría y el que seguía y así, pero lo disfrutábamos como la primera vez. Levantábamos la mano y a los gritos le pedíamos al mago Zapallito que nos eligiera de ayudantes.
Él, parsimonioso, con su frac apretado, moñito y galera, hacía pasar a un chico y le ofrecía un vaso de agua. El chico, receloso, tomaba un sorbo y Zapallito le decía que tomara más, que no fuera tímido, la casa invitaba. Después se daba vuelta, veía otro vaso sobre la mesita y se agarraba la cabeza, se arrodillaba, se arrancaba los pocos pelos y empezaba a gritar como loco que se había equivocado, lo que le había dado al chico no era agua sino veneno para ratas. “Uhhhh”, se escuchaba en el salón como cuando la pelota pega en el travesaño, y el chico se ponía pálido, le temblaban las patitas y, antes de que se desmayara, Zapallito anunciaba a viva voz “¡solo hay una posibilidad de salvarlo: tenemos que bombear el líquido!”. Corría por el escenario haciendo ruido de sirenas, llamaba urgente a otro ayudante, con unas hojas de diario improvisaba un cono de papel, le decía al chico envenenado que se agachara y estirara un brazo hacia el costado, al ayudante le pedía que bombeara de ese brazo lo más rápido posible, no había tiempo, cada segundo era vital, y él se paraba atrás con el cono de diario y un jarro enlozado en la mano. “¡Bomba!”, gritaba, “¡bomba, bomba!” El ayudante subía y bajaba el brazo de la víctima, Zapallito le hacía guiños al público, miraba asustado al chico, miraba el jarro vacío, inflaba los cachetes, imploraba al cielo, hasta que por fin veíamos brotar un milagroso hilito de agua que salía del diario y empezaba a caer en el jarro. El envenenado escuchaba los aleluyas de todos y recuperaba el aliento y los colores. El jarrito se llenaba y fuerte ese aplauso.
Después venían los números con monedas, los aros chinos, los trucos con naipes y pañuelos. Pero lo que todos, grandes y chicos, esperábamos, y casi lo único que en realidad nos importaba, eran los títeres, que iban siempre al final. Cuando veíamos que bajaban las luces y Zapallito se iba atrás del biombo, corríamos hacia adelante, a apiñarnos frente al miniteatro. Él, con voz impostada, anunciaba una lista de obras para que los chicos eligiéramos, Romeo y Julieta, EdipoRey, La vida es sueño, y, aunque a veces, sólo para ponerlo a prueba, pedíamos alguna distinta, él terminaba haciendo las mismas de siempre: un duelo a cuchillo entre dos malevos y la súper pelea de boxeo entre River y Boca. Cuando los títeres asomaban la cabeza, el griterío era descomunal, una multitud de gurisitos desaforados haciendo pogo frente al biombo.
Zapallito era un viejo zorro con años de oficio: por eso, si en la última visita había ganado River, en esta ganaba Boca. Si algún padre le echaba en cara cierta animosidad porque el año anterior había ganado el mismo equipo, él sacaba una libretita donde tenía todo prolijamente anotado, con fechas y nombres de pueblos, y señalaba quién había ganado para que no quedaran dudas. Yo soy de Racing, así que me daba lo mismo quien ganara, me divertía el doble con las cargadas a los perdedores.
Cuando se iba nos quedaba un remanente de entusiasmo y por un tiempo jugábamos a ser magos, inventábamos trucos y hacíamos desaparecer chucherías con varitas mágicas improvisadas con ramas de ligustro y aparecer otras dentro de nuestras galeras de cartulina.
No sé cuándo fue que dejó de ir al pueblo. O tal vez me fui yo antes de que él dejara de visitarnos. Aunque cada tanto llegaba algún circo, y en todo circo por pobre que sea siempre hay dos payasos, un malabarista, una contorsionista y un mago, en mi memoria hay lugar para uno solo y ese mago es retacón, tiene piernas y brazos rechonchos, viaja en un Gordini verde destartalado y se llama Zapallito.