En La salvación de lo bello, Byung-Chul Han habla de la estética de lo pulido como seña de identidad de la época actual. Hoy la belleza está asociada a (o requiere de para serlo) lo pulcro, lo terso, lo liso, satinado, sin arrugas, sin texturas (o con texturas previsibles, amables). Así, tenemos el jardín disciplinado, la elegancia geométrica de los objetos tecnológicos, el vidrio y el metal como fetiches, la panza chata y la depilación definitiva (o en su defecto, los filtros necesarios para conseguirlo), el cemento alisado y “bacteriostático”, una prosa sin subordinadas que garantice una comunicación fluida, el orden como prioridad y como bandera en política. Asepsia. El mundo como quirófano. Y en materia de olores, neutro. Inodoro. Cuando esto no se puede evitar, se recurre en última instancia a aromas o esencias artificiales, aunque lo ideal es la neutralización porque lo artificial, ya sabemos, es de mal gusto. Hay una enorme industria de la neutralización, todo olor desagradable es perseguido y neutralizado por sistemas cada vez más sofisticados de desodorización, también llamados sistemas de control de olores.
“A los olores se los silencia, se los ignora –dice Federico Kukso en Odorama. Historia cultural del olor–. Y en ciertos casos, se los desprecia y hunde en el abismo de la vergüenza. Aromas, perfumes, fragancias, esencias, hedores, hediondeces, tufos, fetideces, pestilencias, emanaciones, efluvios, vahos y demás declinaciones que componen aquello que englobamos bajo el paraguas de la palabra ‘olor’ forman un cosmos oculto, la dimensión invisible e invisibilizada de la realidad pese a que desde tiempos inmemoriales se ha buscado comunicarse con lo sagrado y aplacar la ira de los dioses a través de la quema de resinas fragantes en todas las religiones del mundo”.
Pero el mundo no siempre fue así, y nuestra relación con el olor, tampoco. El perfume, la célebre novela de Patrick Süskind, transcurre en el siglo XVIII, está ambientada en París y, además de ser un verdadero festín en y para todos los sentidos, nos permite entrever cómo era el mundo por entonces: “Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor”.
Todo esto, aunque con verdadera razón nos parezca un asco y agradezcamos entre otros a los mismos franceses por haber creado un universo de perfumes y esencias que contrarresten estos efluvios y a la ciencia por los avances en materia antibacteriana, lo cierto es que sin olor no hay eros. No puede haberlo. El olor puede ser mitigado, endulzado o disimulado, pero si debajo de eso no subyace un auténtico olor a vida humana, no hay erotismo posible, estamos frente a un fenómeno plástico, estéril, carente de vida. Esta es precisamente la tragedia de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, quien tiene un olfato privilegiado, único, pero un día descubre (aunque ya lo sospechaba) que él no huele a nada. Y, como es de esperar, se horroriza. Él, nada menos, la persona que tiene la capacidad de percibir todos los olores existentes, no huele a nada. Y se horroriza porque sabe mejor que nadie que sin olor no hay registro, no hay recuerdo, donde no hay olor no hay nada. Y comienza entonces su búsqueda desesperada: todos los experimentos que realiza y los crímenes que comete de ahí en más están orientados a capturar la esencia, a retener el olor característico de cada cosa y de cada persona, ni más ni menos que aquello que él no posee, la esencia del ser.
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La poeta y ensayista Diane Ackerman calculó que cada día respiramos unas 23.040 veces y movemos unos 133 metros cúbicos de aire. Nos lleva unos cinco segundos respirar, dos segundos para inhalar y tres segundos para exhalar, y, en ese momento, las moléculas de olor fluyen a través de nuestros sistemas. Inhalando y exhalando, olemos. Los olores nos cubren, giran a nuestro alrededor, entran en nuestros cuerpos, emanan de nosotros. Y así, registramos.
Pero hay un detalle: las fragancias y hedores no se fosilizan. Aun cuando una memoria exhaustiva pudiera recuperarlos al detalle e incluso con poesía, lo cierto es que los olores se desvanecen, sus nubes de moléculas se disipan, circulan, se reciclan en la atmósfera. “Allí entra en escena un trabajo detectivesco –dice Kukso–, el arte de seguir antiguos caminos de migajas y de identificar hilos históricos y jalar de ellos con fuerza hasta dar con un parche del entramado invisible que compone una sensibilidad transitoria. Los aromas pueden llevarnos a cualquier parte. Son máquinas del tiempo, alfombras mágicas que nos hacen viajar a mundos escondidos en este mundo, a otros tiempos y lugares, a dimensiones ocultas y aún no cartografiadas de nuestra realidad. Y aunque muchos quieran creer que son pasajeros, exiguos, perecederos, los olores y sus fuentes dejan huellas directas y mediadas: en la memoria personal y colectiva”.
La muy joven protagonista y narradora de El amante, novela de Marguerite Duras, explora (y hace explotar) todos los sentidos a la hora de intentar dar cuenta de la intensidad de los encuentros con su amante: “Los olores de caramelo llegan a nuestra habitación, el de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes asadas, de hierbas, de jazmín, de ceniza, de incienso, de fuego de leña, el fuego se transporta aquí en cestos, se vende en las calles, el aroma de la ciudad es el de los pueblos del campo, de la selva”.
“Cada palabra tiene un aroma, cada verbo, una fragancia. Cada palabra trae al recuerdo un lugar y sus olores. Y el texto que tejemos poco a poco, al azar duplicado del alfabeto y la memoria, se convierte en el maravilloso y perfumado río, mil veces ramificado, de nuestra vida soñada, de nuestra vida vivida, de nuestra vida por vivir, que nos lleva y al mismo tiempo, nos revela”. Así termina Aromas, un libro escrito por Philippe Claudel, que atesoro y releo todo el tiempo.
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En el taller de mi padre había olor a cuero y a cemento. En la peluquería de mamá, a tintura y líquido de permanente. En la mesa de trabajo de papá, entre leznas, tenazas y martillos, había zapatos y botines despanzurrados, con la lengua afuera, el taco torcido, pegoteados de neoprene o cemento de contacto, oreándose cerca de la ventana para que él luego los pegara y los cosiera. En la mesa de la peluquería de mamá había geles, ampollas, spray, champús, cremas para peinar. El olor de estos productos no era agresivo, un perfume de manzanilla o menta silvestre que, cuando mamá lavaba una cabeza, llegaba en forma de nube tibia y dulce hasta el patio donde yo jugaba, y algo más fuerte y punzante cuando al terminar un peinado abría un pote de gel o rociaba con spray. Pero enseguida el vaho acre del amoniaco de la tintura revenía y opacaba a los demás. Era el olor que mandaba. En el taller de papá pasaba lo mismo con las tintas al alcohol o con el goteo de nafta del carburador del Dodge Polara: eran neutralizados por el cuero curtido y el cemento. La peluquería de mamá y el taller-garaje de papá estaban separados por una fina pared y por la muralla de sus olores. Estos olores –desagradables el líquido de permanente y de tintura, cálido el del cuero, seductor el del cemento– hacían a mi casa. Eran de alguna manera mi casa. Durante muchos años le dieron identidad, la hacían distinta a las otras, reconocible: mía.
Esos olores son mi memoria. Ahora ya no están, la peluquería es un depósito de trastos viejos, el taller de composturas de mi padre, un espacio vacío que permite que su auto entre más holgado, y cuando vuelvo de visita y no los siento me parece extraño, como si una vieja entidad se hubiera despertado de su letargo y se hubiese retirado a los bosques. Pero esa idea absurda y naif se disipa rápido: son los años los que se fueron. Donde antes había olores, el olor del trabajo, golpes de martillo, el apuro cotidiano con Radio Rivadavia de fondo y conversaciones de señoras, ahora hay un vago tufo a encierro y humedad que los iguala. La peluquería de mi madre y el taller de mi padre ya no son distintos, hay unas manchas en la pared y un oscuro silencio amargo que los une.