CARGANDO

Buscar

La biblia pintada en las paredes

Compartir

El sol salió hace ya tres horas, pero los pinares, las filas de abetos y las casas de techos grises no quieren desperezarse. La aldea parece desierta, y el viento trae el balido de los rebaños de ovejas pastando, un cantar que desciende desde lo más alto de los montes. No hay un alma alrededor, salvo Florín, el taxista que nuestro hotel en Gura Homorului llamó para llevarnos a los monasterios pintados, esa veintena de iglesias ortodoxas moldavas repartidas por los alrededores de Bucovina, y quien se apareció a recogernos una hora antes de lo previsto, sin más presentación que una sonrisa.

Por Iris Cepero

El silencio es absoluto en estos campos al noreste de Rumanía, entre los Cárpatos y Moldavia y la primera vista del monasterio de Humor es un portón de negra madera maciza conteniendo rosales a punto de colapsar con tanto peso florido. Luego vemos el tejado voladizo de la pequeña iglesia y en la pared curva, las pinturas de figuras humanas y celestiales, rojas, azules y marrones, del suelo al techo. Se trata de un gran retablo, una larguísima sucesión de retratos de santos y profetas, ángeles y demonios, hombres y apóstoles, con sus gestos y hasta sus rubores; la biblia contada en imágenes para que todos pudieran entenderla.

En Humor y en otra veintena de iglesias, los pasajes bíblicos fueron coloreados al detalle y hasta la saciedad en la primera mitad del siglo XVI cuando la región, donde muy pocos sabían leer, se preparaba para resistir las invasiones otomanas. Evangelización multicolor como antesala de la guerra, entretenimiento para soldados.

Mientras desciframos escenas bíblicas en las paredes, entre ellas una del diablo en forma de mujer, común a la literatura e iconografía cristianas medievales, un coro de voces femeninas comienza a inundar el hasta ahora mudo edificio. Pasamos el pórtico de la iglesia en busca de las voces y vemos que en todas las cámaras siguientes los anónimos pintores de este convento tampoco dejaron un centímetro de pared libre. La letanía viene desde el fondo de la iglesia, donde un coro de mujeres repite la oración que una voz masculina dicta, dando gracias al sol por el nuevo día. Al final las voces tienen rostro, cinco monjas de negro rotundo y la silueta de un sacerdote en un confesionario.

El canto inunda la iglesia y se escapa por las ventanas góticas en lo alto de la pared, se riega por los rosales, se desborda más allá del monasterio y nos persigue por el campo cuando abandonamos Humor. Florín conduce casi sin moverse, como si fuera parte del paisaje, concentrado en una plegaria.

Media hora después llegamos a Voronet, el monasterio construido en apenas tres meses en 1488 por orden de Esteban III de Moldavia, «el Grande y Santo», considerado un héroe nacional en Rumanía por sus victorias contra húngaros y otomanos. Voronet fue pintado del suelo al techo con figuras de un intenso azul, tan radiante y único que no quedó más remedio que ponerle nombre propio: «azul Voronet», una mezcla de polvos a base de lapislázuli cuya composición exacta fue tan bien guardada por sus inventores que medio milenio después sigue siendo un misterio.

Escenas del Nuevo y el Viejo Testamento cubren todas las paredes por dentro y por fuera, algunas desvaídas por cinco siglos de viento, lluvia, sol, y otras como acabadas de pintar porque las alas del techo sirven de cobijo. Hay retratos de Aristóteles y Platón, pero es la magnificencia del mural del Juicio Final y sus intricados detalles en una pared exterior, lo que convierte a Voronet en el más conocido de los monasterios pintados de Rumanía.

En la parte superior del fresco, tan alta que hay que alejarse para verla bien, hay signos zodiacales indicando el fin de los tiempos; debajo, hay decenas de ángeles a ambos lados de un medallón con la figura de Jesús. A un lado reyes, clérigos y hombres comunes esperan por el Juicio Final, todos mirando el centro del retablo donde la balanza de la justicia pesa cada pecado. Una procesión de ángeles escolta a los justos en el camino hacia el Paraíso y otros se baten para rescatar a un hombre de las lanzas de los demonios. Los encadenados no tienen salvación y se dirigen hacia el río de fuego que cubre la mitad inferior de la pared. Casi a ras de piso, pintaron una detallada Resurrección de los Muertos.

El Juicio Final de Voronet me recuerda el de la puerta dorada de la catedral de San Vito, en Praga, donde usaron unos cuarenta mil mosaicos brillantes sobre un fondo rojo para ilustrar el tormento eterno de los pecadores. En la magnífica iglesia de San Salvador de Chora en Estambul, un río de fuego rojo rompe el dorado de las paredes y en el fresco de la bóveda, las almas salvadas van a la derecha y las pecadoras a la izquierda. Para el Juicio Final de la Capilla de los Scrovegni, en Padua, donde hay que reservar con mucho tiempo para tener el privilegio de pasar en un grupo pequeño, Giotto mezcló historias del Nuevo Testamento con escenas paganas, sobre fondos azules, y aunque las figuras son distintas, vienen a mi mente aquí en Voronet. Deben ser los muchos azules. También recuerdo frescos y retablos del juicio final en uno de los monasterios de Meteora, y no logro ubicar en cuál. Pero esta mañana de julio, en un monasterio en medio del campo rumano, cerca de Ucrania, quiero recordar y no logro, cuánto azul puso Miguel Ángel cuando garabateaba las paredes de la Capilla Sixtina, en el Palacio Apostólico del Vaticano, porque a este enorme fresco exterior en la pared sur del convento de Voronet, con imágenes del jardín del Edén y la resurrección, le llaman la Capilla Sixtina del Este.

Una hora después escapamos de los pocos turistas que llegan hasta esta parte del mundo y vamos del azul Voronet hacia otros azules, esta vez mezclados con amarillos, en el monasterio de Moldovita. A media hora de camino por los montes de casas solitarias, el monasterio está pintado con nuevos y repetidos pasajes bíblicos, las paredes están cubiertas del fuego del infierno, de vírgenes coronadas, de hombres luchando y muriendo en batallas.

En una de las paredes exteriores de la iglesia de Moldovita hay un mural de La caída de Constantinopla, casi intacto. Dentro de las murallas de la ciudad los bizantinos resisten el largo acecho turco, defendiendo con flechas y cañones los últimos vestigios de un imperio a punto de caer. Los vestidos de clérigos y nobles están dibujados al detalle, mientras los jinetes turcos se pierden en el humo de la batalla y el mar revuelto. También este monasterio está rodeado de jardines que la nieve sepulta buena parte del año. Dentro de la iglesia, un grupo de alemanes mira los murales de efigies ortodoxas siguiendo la detallada explicación de la madre superiora que a veces hace chistes, si uno se guía por las risas. Cuando el recorrido termina, agradecen en coro con un sonado Amén.

Salimos de Moldovita al mediodía y vamos por una empinada y zigzagueante carretera hacia Sucevita, mucho más aislado y distante que el resto de los monasterios. Florín nos lleva por una ruta desierta que a veces se vuelve bosque cerrado y en otros tramos las montañas desaparecen en los valles y caen repentinamente en mudos desfiladeros. A lo lejos, el sonido de un cuerno guía las ovejas a un refugio, pero no vemos al pastor, solo las blancas figuras moviéndose monótona y libremente.

Solo entonces es que logro sacar alguna que otra palabra a nuestro joven y tímido chofer. Dice que volvió a la aldea dos años antes, cuando el trabajo de construcción que tenía en Grecia se acabó. «Yo nací aquí, pero ahora a veces extraño el Mediterráneo. Gracias a Dios, las paredes de los monasterios son azules como el mar», dice con una sonrisa resignada.

Florín nos deja frente a la muralla y los cuatro bastiones que protegen a Sucevita contra la vastedad del campo, como hace siglos lo protegían de ataques enemigos. Un castillo construido para que nadie pudiera acercarse. Apenas pasar el portón de entrada, en la pared exterior de la iglesia, está el más intrigante de los frescos, una Escalera de la Virtud. En el dibujo que cubre la altísima pared de la iglesia, más grande que las anteriores, una fila de ángeles de alas rojas asisten a los justos que tratan de subir la escalera de treinta peldaños, cada uno representativo de una virtud monástica. Para llegar a los pies de Jesús, en el cielo, hay que subirlos todos. Los pecadores caen, inevitablemente, uno tras otro; algunos superan varios peldaños, pero la mayoría sucumben y caen en las manos de demonios sonrientes que los llevarán al Infierno. En el resto de la iglesia hay figuras rojas y azules que se imponen sobre un fondo verdoso.

Como en los otros monasterios, las paredes están repletas de coronaciones de la virgen en detalles, y decenas de pasajes, unos amables y otros sangrientos, como la biblia misma. En el techo del pórtico, los ángeles hieren a los paganos con espadas, los turcos y judíos se lamentan, mientras el diablo se regodea en una esquina. Y en la pared exterior opuesta a la de la Escalera de la Virtud, hay una bicéfala bestia del Apocalipsis y muchos ángeles regando ríos de fuego.

Sucevita fue uno de los últimos monasterios moldavos construidos, ya en el siglo XVII, y sirvió una vez como imprenta y taller de reproducción de manuscritos, algunos de los cuales pueden verse en un pequeño museo.

Justo antes de las cuatro de la tarde, una docena de monjas salen de sus celdas, caminan hacia la iglesia, sin prestar atención a los pocos visitantes que seguimos mirando los frescos. Dentro, frente a los dorados íconos del iconostasio, bajo el candelabro gigante que cuelga del techo, y apoyadas en los altos reposabrazos de las stacidia de las paredes laterales, pues no hay bancos para sentarse, las monjas de Sucevita asisten a misa vespertina. Unos minutos después oímos las primeras voces de un canto que, nos dicen, durará las próximas tres horas.

Salimos de la iglesia, atravesamos las murallas, y en el viaje de vuelta aparecen otra vez las colinas, suaves como las olas de un mar en calma, los sembrados vigorosamente verdes y los parches de tierra negra acabada de arar. En el horizonte, el sol busca nuevos ángulos para calentar las pacas donde antes hubo trigo y en un caserío de techos grises un perro dormita en medio de la calle y no se inmuta con nada. Es un regreso largo, pues estamos a más de una hora de Gura Homorului, un viaje silencioso, como si el sosiego del paisaje se nos hubiera pegado al cuerpo, pero el taciturno Florín parece reanimarse ante la proximidad del fin del recorrido, y hasta sonríe para sí mismo. Al llegar al hotel, el manager viene a nuestro encuentro y lanza una retahíla de acusaciones, en rumano, contra Florín, quien no dice nada, y mira al suelo, algo avergonzado. Hay otro hombre allí, con expresión de gran contrariedad y nos dice «Mucho gusto, mi nombre es Florín, y yo era vuestro chófer para hoy. Este otro es Petrus, él tenía que ocuparse de una familia ucraniana, no de ustedes. ¿A qué hora los recojo mañana para llevarlos al resto de los monasterios?».

(Del libro Viajes de una guajira)

Iris Cepero (Camagüey, Cuba, 1970).

Periodista, editora, traductora y exdiplomática cubana. Ha trabajado para los departamentos de comunicación de las editoriales Alfaguara, Santillana, Siglo XXI de España Editores y Hurón Azul y desde el 2019 traduce libros, del inglés al español, para la editorial Anaya. En el año 2008 comenzó a escribir para la sección de viajes de El Nuevo Herald en Estados Unidos y en el 2014 lanzó su blog Viajes de una guajira, en el que pueden leerse relatos de viaje no incluidos en este libro. Sus artículos culturales, académicos, sociales y políticos han aparecido en publicaciones de Europa, América Latina y Estados Unidos. Desde el año 2007 vive en Londres, con largas y continuas estancias en Madrid

https://iriscepero.webs.com/   Iris Cepero | LinkedIn
iriscepero@yahoo.com