Salimos de la iglesia, atravesamos las murallas, y en el viaje de vuelta aparecen otra vez las colinas, suaves como las olas de un mar en calma, los sembrados vigorosamente verdes y los parches de tierra negra acabada de arar. En el horizonte, el sol busca nuevos ángulos para calentar las pacas donde antes hubo trigo y en un caserío de techos grises un perro dormita en medio de la calle y no se inmuta con nada. Es un regreso largo, pues estamos a más de una hora de Gura Homorului, un viaje silencioso, como si el sosiego del paisaje se nos hubiera pegado al cuerpo, pero el taciturno Florín parece reanimarse ante la proximidad del fin del recorrido, y hasta sonríe para sí mismo. Al llegar al hotel, el manager viene a nuestro encuentro y lanza una retahíla de acusaciones, en rumano, contra Florín, quien no dice nada, y mira al suelo, algo avergonzado. Hay otro hombre allí, con expresión de gran contrariedad y nos dice «Mucho gusto, mi nombre es Florín, y yo era vuestro chófer para hoy. Este otro es Petrus, él tenía que ocuparse de una familia ucraniana, no de ustedes. ¿A qué hora los recojo mañana para llevarlos al resto de los monasterios?».