Ya en el parque me suelta la mano y va haciendo brinquitos por delante, zigzagueando como un barrilete de papel de seda. Cada tanto se detiene y arranca del pasto un tallo de pelusas que antes fue una flor amarilla. Le gusta desarmar la maleza con un soplido y me pide que la mire hacerlo. Se ríe, algo exagerada hacia el final. Después, le pica la nariz y estornuda.
Hacemos esto cada jueves por la tarde. La llevo al parque, caminamos juntas por el sendero interno de polvo de ladrillo. Ella va y vuelve con sus brinquitos, manchándose hasta los tobillos de naranja. Me rodea, me señala cosas que le llaman la atención. Mira esta parte de su mundo como si la estuviese viendo por primera vez. Yo, en cambio, miro sin ver. Me doy cuenta por todas las cosas que ella marca con su dedo índice y que, de otra forma, no hubiese advertido. Hoy, por ejemplo, el señor que vende manzanas con caramelo cambió de lugar. Pintaron los tachos de basura de verde. A ese banco le falta la tabla del medio.
Camino un poco más despacio que la semana pasada. Mi respiración se acelera apenas, sin llegar a agitarse. Le pido que no se aleje tanto por el sendero. Que necesito verla, tenerla cerca, casi al alcance de mi mano. Que falta poco para la zona de los juegos. Ella está ansiosa y se ofusca ante mi paso lento. Para entretenerla le señalo un perro sobre el pasto. Acaba de hacer sus necesidades y está tirando tierra hacia atrás con las patas. Se queda quieta un instante mientras el perrito se aleja y sin dejar de mirarlo me pregunta por qué los perros hacen eso cuando van al baño. Alguna vez leí que es para repartir su olor y dejar un mensaje más fuerte a otros perros que se acerquen al excremento. Encambio, le digo que los perritos son muy prolijos y que no les gusta dejar su caca a la vista. Ella responde seria:
– No, tapan la caca para que la pisemos sin darnos cuenta.
Le gusta que me ría de su comentario y ella también ríe. Seguimos caminando un trecho más. De frente vemos a un muchacho que viene trotando. Tiene puestos pantalones cortos y una musculosa deportiva. La transpiración brilla sobre sus brazos y le humedece el abdomen. Tiene auriculares conectados a un celular que cuelga en el frente de su cintura, empujando apenas hacia abajo el elástico del pantalón. Al verlo más de cerca ella se estira, levanta el mentón, pone una mano en la cintura y camina con un ritmo distinto, seseante. El muchacho la mira y le sonríe. Nos atraviesa trotando, huele a desodorante y menta. Cuando pierde de vista al hombre, la niña vuelve a sus brinquitos como si nada. Me doy vuelta y veo que el muchacho también ha dado vuelta su cara, sin dejar de trotar. Descubro su atención sobre la niña, la mirada tensa. Pongo mi cuerpo entre sus ojos y ella. El muchacho vuelve entonces a mirar de frente y se pierde en el sendero.
Nos enamoramos del mismo hombre y al mismo tiempo. Un maestro de música, creo. O tal vez de dibujo. Tiene manos grandes y nos parece alto, muy alto.
Seguimos avanzando. Un minuto después, atravesamos la arboleda y aparecen los juegos. Ella me mira como pidiendo permiso y le indico con un gesto que lo tiene. El acuerdo es que puede alejarse en esa zona, pero siempre dentro de mi campo visual.
Sus amiguitos de la plaza ya están jugando. Corre hacia ellos, los saluda con gritos y agites de brazos. De algunos ni siquiera sabe el nombre, o no lo recuerda cuando se lo pregunto. La reciben alegres. Ella se funde en el clan de supra energía infantil. Trini es tan distinta a mí. En mi infancia apenas si podía tener de a una amiga a la vez. Escapaba de los juegos tribales. Más bien me sentaba a mirar desde un costado, tal como lo estoy haciendo ahora.
Juntas vemos lo mismo. Solo nosotras estamos cerca. Todo lo demás ocurre sobre un escenario lejano. Personajes pequeños, sin piel y sin voz.
Hoy el grupo que evito es el de madres del parque. Algunas de ellas son muy jóvenes, varias usan ropa deportiva apretada, el pelo atado bien alto y un poco movido al costado. Sostienen botellas de colores estridentes. Mientras conversan, estiran los músculos del cuerpo. Se agrupan en los bancos que están más cerca de los juegos. Las veo, a varios metros de mí, conversando unas sobre otras mientras le sacan tensión a los cuádriceps. A esta distancia no alcanzo a entender palabras, solo escucho gorjeos que se confunden con las voces de los niños, también superpuestas unas sobre otras.
Mi hija, además de darme a Trini cada jueves, me da una canasta para llevar al parque. Dentro hay un termo con agua fresca para ambas y un paquete de galletas dulces. Además, un sobre con algunas bandas adhesivas, un pequeño antiséptico, un pedazo de algodón y un anestésico tópico, por las dudas las hormigas rojas hayan vuelto a armar su casa en el arenero. Yo sumo a la canasta un libro. Me gusta abrir las páginas y leer por encima. Sirve para disuadir intentos de conversación y puedo levantar la mirada oculta para no perder de vista a la niña.
A nosotras ¿alguien nos miraba?
En el banco frente a mí y de espaldas a los juegos, acaban de sentarse dos adolescentes. Sin hablar, ella sube las piernas sobre él y se besan. En sus bocas urgentes suenan chasquidos metálicos y húmedos. Revivo esa sensación de desagrado placentero. Un nudo de gusanos con sabor a frutilla, moviéndose unos sobre otros en la puerta de la garganta.
Vuelvo la mirada hacia los niños. Ahora el juego parece ser la mancha, pero cada vez que alguien es “manchado”, se debe sumar al tren de niños tomados de las manos detrás del que persigue. Entonces, los pocos que quedan sin atrapar son acechados por una fila torpe de infantes. Trini todavía logra escapar de la serpiente que sigue sus pasos.
Corre una brisa fresca y puedo oler la saliva que se esparce de boca a boca en el banco frente a mí. Vuelvo a cubrir parte de mi cara con el libro y me acomodo los lentes oscuros. La lengua de él recorre los dientes de la chica, que deja la boca abierta. Ahora es la lengua de ella la que asoma como un bicho radiante en la entrada de una cueva. Él abre su boca y engulle la de ella, como si quisiera morderle la nuca desde adentro. Ella se aleja apenas y toma aire. La piel alrededor de sus labios está hinchada y roja. Ahora la veo morder la pera del chico. Sus dientes son parejos y muy blancos.
Dientes blancos, algo separados. La punta de la lengua en el espacio entre sus dientes superiores. El ruido siseante al empujar el aire. Una culebra amistosa queriendo silbar. Sabor a frutillas, a veces un poco amargas.
Trini corre hacia mí y se sienta en el banco. Está agitada y su cuerpo transpira.
– ¿Me viste, abu me viste? ¿Viste que no me podían atrapar?
Le digo que claro que sí, que la estaba mirando. Seco la transpiración de su frente con un pañuelo y le ofrezco agua. Ella bebe con la garganta amplia y al final se seca los labios con el brazo. Ya recuperada presta atención a la batalla de lenguas. Sin sacar los ojos de los adolescentes dice en un tono demasiado alto:
– Los varones tienen pito y las mujeres tenemos cueeerpo – exagera la e mientras se contonea cercando su silueta con las manos.
Los adolescentes no se inmutan y ella da vuelta su cara hacia mí, como retándome, con la mirada, a que la contradiga. He aprendido a no responder este tipo de comentarios. Cualquier cosa que diga, Trini se la contará luego a su madre y recibiré un reto por la manera en que explico las cosas.
Ante mi aparente desinterés, Trini aprieta los ojos y saca su propia lengua fuera de la boca, señalándose el interior.
– Mirá lo que aprendí abu.
Abre su boca orgullosa, mostrando los dientes. Veo su lengua rosada, la carne interna de sus mejillas, su garganta clara, el hueco que han dejado en su boca los dientes de leche hace poco perdidos. Entonces coloca su antebrazo sobre la boca abierta y sopla. Me doy cuenta a qué sonido quiere llegar, pero no lo logra. En cambio, la fuerza que hace empuja una mancha verde y acuosa fuera de su nariz y hasta el borde de los labios. En vez de frustrarse, se ríe a carcajadas y antes de que yo intente limpiarla se va corriendo con sus amigos a mostrarles el nuevo resultado del experimento.
Me hundo tras el libro y los lentes oscuros. La niña ya está con sus amigos. Vuelvo la vista: quiero descubrir en qué parte de la adolescente están las manos del chico que la acompaña.
Empieza como un juego mordernos las lenguas. Adivinar qué ha almorzado la otra. Su lengua rosada, dulce. Primero las puntas rozándose apenas. Mejores amigas.
Ella gime. La escucho porque he aguzado mi oído en su dirección. Un gemido ahogado y pequeño, aire contenido sin inocencia. Ahora se mueve hacia atrás, apenas, jugando a ponerle un límite al atropello de manos incisivas.
Después, la lengua de la otra entre los labios, como un helado de agua, de esos con forma de torpedo que se derriten en la boca.
El chico arremete y abre apenas los ojos sin dejar de chupar los labios de ella, que se mueve hacia adelante, las piernas más abiertas, ya casi a horcajadas de él.
Más adelante, las dos al mismo tiempo. Abrimos juntas el espacio. Nuestras lenguas empujando entre los huecos de la boca de la otra. Aliento cálido. Su cuerpito flaco pegado al mío. Frotamos nuestro centro, apretadas. Una explosión caliente y húmeda. Ya en casa me lavo los dientes, me sangran las encías. Dolor, como un pinchazo. Una piedra dentro de la boca. Escupo mi primer diente caído. Saliva y sangre, un centro oscuro, unido todavía a mi boca por un hilo de baba.
– ¡Mirá abu, mirame!
Trini está a mi lado, me sacude el brazo mientras abre la boca y saca la lengua, teñida ahora de azul. Levanta un chupetín de ese color entre los dedos sucios. Le pregunto quién le ha dado eso y señala a una de las madres jóvenes, del otro lado de los juegos:
– Todos están comiendo.
Veo a los niños exhibiendo sus lenguas pigmentadas y los imagino chupándose unos a otros, dejándose manchas de colores brillantes en la piel, como serpientes de coral. Le recuerdo a Trini con algo de enojo que no debe aceptar comida de nadie sin preguntarme. Ella chasquea la lengua restándole importancia a mis palabras y se va dando brincos para volver con su grupo.
Miro hacia el banco de los adolescentes, que ahora está vacío. Los busco con la mirada por el sendero. Están a unos metros, la mano de ella en el bolsillo trasero de él, caminando todavía con las lenguas trenzadas. Ciegos pero seguros de que no chocarán a nadie de frente. Escucho el arrullo de una paloma demasiado cerca y me muevo por instinto para espantarla. Miro a Trini subiendo al tobogán, el grupo de niños vivándola desde abajo. Cierro los ojos, respiro despacio. Recorro el interior de mi boca con la lengua. Acaricio el paladar, empujo suavemente el borde de mis labios, recorro la piel caída dentro de las mejillas, el detrás de los dientes, la parte de la raíz que ahora mis encías gastadas dejaron de cubrir y que se siente hueca cuando tomo algo demasiado fríoo demasiado caliente. Busco el sabor de mi saliva y la temperatura de mi lengua. Voy hacia atrás, hacia los huecos. Meto y saco la lengua, una y otra vez dentro de mí, en el espacio que han dejado las muelas perdidas, esta vez para siempre.
Gisela Olmedo
Gisela Olmedo nació en Mendoza en 1981 y actualmente vive en Luján, provincia de Buenos Aires. Es Licenciada en Comunicación Social y Magister en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional de Cuyo. Se ha formado en Perspectiva de Género y Movimientos Feministas. Se está formando como escritora y ha participado en talleres con Tamara Tenembaum, Belén López Peiró, Gabriela Luzzi, entre otras. Está trabajando una novela en clínica de escritura con Ana Montes y un libro de cuentos en clínica de escritura con Virginia Cosin.
• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.