Miro hacia el banco de los adolescentes, que ahora está vacío. Los busco con la mirada por el sendero. Están a unos metros, la mano de ella en el bolsillo trasero de él, caminando todavía con las lenguas trenzadas. Ciegos pero seguros de que no chocarán a nadie de frente. Escucho el arrullo de una paloma demasiado cerca y me muevo por instinto para espantarla. Miro a Trini subiendo al tobogán, el grupo de niños vivándola desde abajo. Cierro los ojos, respiro despacio. Recorro el interior de mi boca con la lengua. Acaricio el paladar, empujo suavemente el borde de mis labios, recorro la piel caída dentro de las mejillas, el detrás de los dientes, la parte de la raíz que ahora mis encías gastadas dejaron de cubrir y que se siente hueca cuando tomo algo demasiado frío o demasiado caliente. Busco el sabor de mi saliva y la temperatura de mi lengua. Voy hacia atrás, hacia los huecos. Meto y saco la lengua, una y otra vez dentro de mí, en el espacio que han dejado las muelas perdidas, esta vez para siempre.