Existen diversas prácticas discursivas o acciones políticas desde corporaciones, espacios partidarios, gubernamentales o empresariales que intentan clausurar el debate ante la aparición de controversias. Ello es dañar severamente la promesa democrática del diálogo controversial. Es un ejercicio arbitrario cuando, inclusive en nombre del consenso, se expulsa o desea regularse la controversia. La pregunta que nos inquieta es qué ha sucedido en las últimas décadas que se han erosionado los espacios controversiales. Arriesgo una posición: un mundo cada vez más incierto, volátil y frágil propone una mirada que se apropia de una —vieja— memoria disponible: poner cierto orden para contener la incertidumbre, y así no ampliar la fragilidad. Una mirada ordenancista desconfiada de la controversia atraviesa a derechas e izquierdas. Desconfiar de la política, también, es desconfiar del debate y de ese espacio donde se pueden promover distintas perspectivas sobre un tema. Arriesgo otra: el malestar democrático y la desconfianza en la política desgasta compromisos para sostener un espacio de deliberación controversial. Si yo todo el tiempo digo: no se peleen, lo único que hago es banalizar la contrariedad como una dimensión de legitimidad democrática. No están separados el malestar democrático ni las sospechas sobre la política de la adhesión a la contrariedad discursiva. La fragilidad contemporánea le otorga a la palabra un poder significativo tal que genera temor. Como si ella por sí sola pudiese desbaratar un proyecto económico, político o empresarial. Como si un grupo de intelectuales, expertos, periodistas o legos arrojados al debate público pudiesen con sus diversas posiciones desestabilizar un régimen. […] El ejercicio controversial del debate alivia el malestar democrático. Otorga promesas y trayectorias a futuro. Reales o imaginarias. No importa. Para ello, el compromiso político de que ese debate se produzca es importante, como también, el compromiso de los actores sociales y políticos por no clausurarlo.