La enfermedad de un ser querido (una enfermedad grave, terminal) nos duele y nos desestabiliza, nos traslada sin escalas a un estado de incertidumbre constante, pero sobre todo nos pone frente a una barrera ética. Nos obliga a pensar y tomar decisiones. Desde que mi padre se enfermó (o, mejor dicho, desde que recibió el diagnóstico y la enfermedad se manifestó con toda su ferocidad) en marzo de este año, su salud experimentó un sostenido y cruel declive. Mi hermana lo llevó a vivir con ella y su familia, y se dedicó a cuidarlo día y noche, se puso al hombro el tratamiento y la relación no siempre sencilla con los médicos clínicos y especialistas, enfermeros, farmacéuticos, la burocracia de PAMI, cientos de papeleos y un largo y extenuante etcétera.
De un día para el otro nos transformamos en padres de nuestro padre. Tuvimos que tomar decisiones. Lo consultamos, tomamos en cuenta su palabra porque él nunca perdió la lucidez, pero muchas veces lo desobedecimos, aunque tratamos de convencerlo de que lo que íbamos a hacer era lo mejor, que ese sacrificio de un traslado más, un estudio más, un pinchazo más era necesario. Los beneficios serían mayores que el esfuerzo, le prometíamos. No sabíamos si sería así, no teníamos ninguna certeza, pero si se hacía era porque nosotros, mi hermana y yo, lo habíamos decidido. Aunque él se opusiera, aunque no tuviera ganas, lo hacíamos igual. No fue agradable: era un deber. Había que hacerlo.
Fue así durante cinco meses, de abril a fines de agosto. Luego de eso supimos que no había nada por hacer, al contrario, las opciones que antes eran difíciles se transformaron en modalidades de la tortura: internaciones, transfusiones (que devinieron en infecciones), propuestas de nuevas sesiones de rayos, cambios de medicación, de dosis, análisis varios, intervenciones siempre invasivas y dolorosas.
Llegó un momento en que él empezó a decir que ya no quería sufrir más, que se quería ir con sus seres queridos, que no quería estar más en este mundo, que ya era suficiente, basta de herejías, hizo lo que pudo, dio hasta donde pudo. No es fácil escuchar a un padre decir esas palabras. No es posible saber, aunque uno haga el esfuerzo por imaginarlo, cuánto estaría sufriendo, cuál era la dimensión del dolor y la angustia que venía soportando sin respiro todos esos largos meses.
No tengo muchas respuestas, pero desde que la vida me puso en ese lugar desconocido tengo algunas preguntas nuevas.
La tortura es una de las más graves expresiones de la violencia. Consiste en infligir dolor o causar daño físico o psicológico, a una persona. Y se abolió por razones humanitarias. Aunque en este mundo oscurantista de hoy nos cueste creer, hace doscientos años hubo un movimiento cultural y filosófico conocido como Ilustración que propiciaba la primacía de la razón humana y la necesidad de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía para construir un mundo mejor. En nuestro país, la tortura fue abolida por la Asamblea del Año XIII. La abolición fue ratificada cuarenta años después, al sancionarse la Constitución Nacional, que en su artículo 18 dice: “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes”. Es decir, hubo un momento en nuestra evolución como especie en que acordamos mayoritariamente que el castigo para los que están fuera de la ley –incluso para los casos más aberrantes, perpetrados por individuos que no dudamos en calificar de monstruos– no incluye la tortura. El castigo más grave es el encierro, un largo encierro sujeto a reglas estrictas, pero no torturas físicas. Ya no. Eso ni siquiera al más cruel de los hombres se le hace. No solo no está permitido, nos produce un profundo espanto enterarnos de noticias donde eso ocurrió o se sigue practicando.
Y eso precisamente es lo que uno ve que la enfermedad le hace a un ser querido, a una madre, un padre, un hermano, un hijo. No es fácil de aceptar desde ninguna posición filosófica. No es fácil, si uno es creyente, pensar en un Dios que permita ese tipo de dolor a sus hijos; no es fácil pensar hoy, en pleno siglo XXI (al menos a mí se me hace muy difícil), que ese dolor sirva o sea útil para expiar pecados; no es fácil aceptar la idea de alguna razón vinculada a una deuda de vidas anteriores, a leyes de karma, a procesos evolutivos del ser. No le encuentro ningún sentido; es, pero no hay razón para que debaser.
La esperanza no es racional. Aun cuando nada indica que vaya a haber mejoría, aun cuando los médicos traten de decirnos (o nos digan abiertamente) que nuestro padre se va a ir apagando, aun así pensamos que quizás, que tal vez, que nunca se sabe. Seguimos esperando un milagro. Pero esa esperanza nada tiene que ver con la ciencia y suele ser frágil, de pronto nos encontramos otra vez en la vereda cartesiana y comprendemos, aunque sin aceptar, que las posibilidades de cura son prácticamente nulas. La magia ya no nos sirve de nada, la esperanza se derrumba y estamos solos y desarmados frente a la cruda verdad: nuestro padre se va a morir. Y entonces, cuando por fin aceptamos que esa es la única verdad, nos preguntamos por qué si ya no hay chances de cura, si la ciencia no nos da ninguna esperanza, tenemos que verlo sufrir de esa manera, quién sabe por cuánto tiempo más.
Yo creo que así como nuestra sociedad (hablo de la sociedad argentina) alcanzó la madurez para discutir una ley como la Ley de aborto en el Congreso de la Nación y acordar que por razones de extensión de derechos para las mujeres y de salud pública para todos, lo mejor era aprobar dicha ley, lo mismo llegará en algún momento –que espero no sea demasiado lejano– en relación con el fin de la vida. Debemos preguntarnos en serio si es un acto de amor sostener indefinidamente la agonía de una persona. Más allá de la injerencia que la Iglesia tenga en nuestras leyes, porque no terminamos de ser un estado laico, es una pregunta que vale la pena hacérsela incluso desde el cristianismo: ¿quién es el verdadero cristiano, el que desea o pide que la agonía termine, y que incluso estaría dispuesto a firmar lo que haga falta para que eso se concrete, o aquel que amparado en posibilidades remotas o en intervenciones divinas retiene y sujeta a cualquier costo a una persona que ya ha pedido incluso que lo dejen partir?
Una pequeña digresión: mientras redactaba la pregunta anterior, recordé la película de Michael Haneke, Amor. En especial el momento en que Anne, la mujer de la pareja de ancianos, vuelve en silla de ruedas y con medio cuerpo paralizado del hospital y le hace prometer a Georges, su marido, que no la llevará de nuevo a ese lugar. La salud de ella empeora aún más, y él se dedica a cuidarla día y noche, lo que se dice fácil pero podemos ver que es una carga enorme y extenuante. Eva, la hija, insiste en que trasladen a la madre a un lugar donde la puedan cuidar, pero su padre le dice que ha hecho una promesa. No pienso contar el final, sí decir que es una película que nos pone frente a esa frontera y nos obliga a pensar en el verdadero significado de la palabra compasión.
No escribí estas palabras desde un lugar de superado, en absoluto, las escribí desde el dolor y con mi padre aún con vida, atado a una cama. Pero si tengo que ser sincero, con todo la tristeza del mundo, y aun sabiendo que no podría sentarme nunca más con él a tener una charla ni a tomar un mate o una cerveza, o mirar juntos un partido de Racing, o verlo jugar con mi hija, su nieta adorada, hubiera hecho todo lo que estaba a mi alcance y de mí dependiera para no verlo sufrir más. Ninguna persona merece esa tortura. Ningún tipo de tortura. La vida puede ser muy cruel, las leyes de la naturaleza y de nuestra biología pueden ser atroces (hay que aceptarlo, son atroces), pero nosotros, que tantas cosas hemos modificado de ambas, podríamos tener en cuenta esto y tomar medidas. Pensar y crear leyes que contemplen estos momentos y que permitan ponerle fin al padecimiento. Por dignidad. Por respeto. Y por amor.