Era peluquera. La peluquería era un rincón minúsculo y tan suyo como los bigudíes, una de esas palabras, que claramente no es modismo ni localismo, pero para mí es casi personalismo porque nunca más volví a escucharla en boca de nadie; ni en las novelas de la tele. Bigudíes, tintura, permanente, ruleros, claritos, reflejos. Palabras que seguro envejecieron, fueron reemplazadas por otras en el mundo de la estética capilar y yo no me enteré. Ella decía bigudíes. Venía el viajante una vez por mes, un hombre canoso con pinta de galán que llegaba desde Santa Fe y mi madre le compraba champú, savia vegetal, tinturas castaño claro y rubio ceniza, spray y bigudíes. A los bigudíes después de usarlos los ponía a secar al sol, sobre la tapa de un tacho de doscientos litros en el que juntaba agua de lluvia para lavar el pelo de sus “clientas”. Arriba de un papel de diario ponía a secar los bigudíes, que venían con una bandita elástica y un papel absorbente, y era lo que había que secar porque se reutilizaba. Yo a veces me sentaba frente al espejo y le pedía que me pusiera uno para ver cómo era, y era horrible, tiraba el pelo. Pero me gustaba sentarme en ese sillón mullido, mirarme al espejo y hacer caras, oler los productos, hojear las revistas y peinarme con todos los peines. Todo se podía tocar excepto las tijeras, esas eran sagradas.