CARGANDO

Buscar

Volver a la lengua que nos cobija

Compartir

Por Mauricio Koch

Leía hace un tiempo un ensayo de Cynthia Ozick que parte de una discusión entre los escritores Jonathan Franzen y Ben Marcus para indagar en las razones por las cuales “los lectores se están yendo”, y en medio de ese análisis –en el que Ozick llega a la conclusión de que el problema reside en la ausencia de una buena crítica literaria– me topé con la palabra “chacota”. Fue como un chispazo en medio de la página: leí “Toda esta chacota recónditamente matemática…” (la traducción es de Ariel Dilon) y me olvidé de Franzen, de Marcus y de los lectores que se fueron a vacacionar a YouTube y a TikTok. Me desvié, me quedé pensando cuánto hacía que no escuchaba esa expresión, antes tan cotidiana. Debe ser que ya no chacoteo como antes, pensé, quizá me estoy tomando la vida demasiado en serio. O que ya no soy objeto de la chacota de otros –o tal vez sí pero no me entero–. La usábamos cuando nos retaba una vecina, o la maestra: “No se enoje, señora, estamos chacoteando”. Y por simple asociación sonora, chacoteo me llevó a hurgueteo, palabra que mi madre usaba mucho. “Otra vez estuviste hurgueteando en los cajones”, me decía. Yo hurgueteaba el tercer cajón de la mesada porque sabía que ahí ella guardaba el queso rallado. También la soltaba para definirme: “sos un hurguete”.

Además de un torbellino, mi madre era un puñado de palabras. Además, digo, de dar esa impresión de no estar nunca en un lugar sino siempre en constante movimiento. Hay gente así, que parece no poder quedarse quieta, aún más, que padece el hecho de tener que quedarse un rato en reposo. Ella era así, de las que tienen hormigas y no pueden concebir que el resto del mundo no las tenga. Imposible, por ejemplo, ver una película con ella. A la media hora ya se levantaba a preparar un bizcochuelo, o café o pastelitos. Y mientras revolvía o batía algo, o controlaba un fuego, miraba de reojo la tele. Solo tenía dos marchas: a mil por hora y dormida. Y llevaba consigo esas palabras y dichos que había traído del Chaco y que no hubo mudanzas ni años ni debacles espirituales o económicas que pudieran quitarle. Esto último no deja de asombrarme porque a mí no me ha pasado igual.

Era peluquera. La peluquería era un rincón minúsculo y tan suyo como los bigudíes, una de esas palabras, que claramente no es modismo ni localismo, pero para mí es casi personalismo porque nunca más volví a escucharla en boca de nadie; ni en las novelas de la tele. Bigudíes, tintura, permanente, ruleros, claritos, reflejos. Palabras que seguro envejecieron, fueron reemplazadas por otras en el mundo de la estética capilar y yo no me enteré. Ella decía bigudíes. Venía el viajante una vez por mes, un hombre canoso con pinta de galán que llegaba desde Santa Fe y mi madre le compraba champú, savia vegetal, tinturas castaño claro y rubio ceniza, spray y bigudíes. A los bigudíes después de usarlos los ponía a secar al sol, sobre la tapa de un tacho de doscientos litros en el que juntaba agua de lluvia para lavar el pelo de sus “clientas”. Arriba de un papel de diario ponía a secar los bigudíes, que venían con una bandita elástica y un papel absorbente, y era lo que había que secar porque se reutilizaba. Yo a veces me sentaba frente al espejo y le pedía que me pusiera uno para ver cómo era, y era horrible, tiraba el pelo. Pero me gustaba sentarme en ese sillón mullido, mirarme al espejo y hacer caras, oler los productos, hojear las revistas y peinarme con todos los peines. Todo se podía tocar excepto las tijeras, esas eran sagradas.

Quizá en esa pequeña covacha mi madre estaba en un lugar, en su lugar, aunque jamás quieta.

*

En un viejo cuento que retomé y pretendo sacar adelante, escribí refunfuñar. Es una escena en la que una mujer cansada de trabajar todo el día, les grita a sus hijos para que le hagan caso. Y refunfuña entre dientes. Cuando releí lo que había escrito, me quedé pensando que esa palabra solo se la escuchaba decir a ella, a mi madre. Y desde que ella no está, hace ya diecisiete años, creo que no volví a escucharla. Lo que equivale a decir que, al menos en mi mundo, ya nadie refunfuña. No casualmente, en el cuento es una madre la que lo hace. El idioma materno está siempre ahí, latente, agazapado: listo para dar el zarpazo. “Para poder escribir hay que abdicar de él”, dice Fabio Morábito. Se dice fácil. Y también cabe preguntarse por qué habría que abdicar.

Y no es solo el materno. Cada vez que hablo por teléfono con mi padre, me pregunta cómo está el tiempo en Buenos Aires y me cuenta cómo está el tiempo en Hernández. “Acá amaneció chispeando”. La última vez que hablé con él, después de cortar hice una lista con los modos de nombrar el estado del tiempo que tiene: Está bastante fulero / Se armó para el lado del Sur / Hace un rato se descolgó con todo / En cualquier momento se larga / Estuvo chispeando toda la mañana / Fue una manga que pasó y apenitas mojó la tierra / Hay celaje para el lado del Este / Cayeron dos chaparrones fuertes y después paró / Ahora despejó pero hasta hace un rato estaba cargado / Se levantó viento, en cualquier momento se descuelga / Dio vuelta el viento así que ojo / El tiempo quedó empacado, así que la lluvia va a seguir. Hay incluso un color que a veces menciona y también tiene que ver con estos modos de nombrar el agua que cae: llueve y no llueve. Es algo así como un ni sí ni no, ni blanco ni negro, a medio camino entre el gris, el beige y el cremita, o sea nada, o sea llueve y no llueve, la indefinición total.

*

Ahora que viajé al pueblo para la Navidad, me reencontré con mi hermana y, entre tantas charlas pendientes, salió el tema de cómo con los años vamos perdiendo el acento provinciano, y cómo nuestro lenguaje va mutando, mudando palabras, reemplazando algunas, olvidando otras. “Yo lo perdí mucho”, me decía ella, “hace rato que ni siquiera digo gurises”. El año pasado, en uno de esos breves viajes al pueblo, llevé a mi hija a la plaza y en el tobogán había un chico jugando mientras su papá lo cuidaba. Mi hija se lanzó por el tobogán y quedó a medio camino, entonces el padre le advirtió al chico, que estaba a punto de tirarse: “Esperá que la nenita se ladee porque si no la vas a estropear”. Escucharlo fue como viajar en el tiempo. A un tiempo donde a diario resonaban esas voces.

*

1) En el diccionario de la RAE no aparece la palabra “ramblón”. En otros diccionarios figura como aumentativo de rambla, pero eso es un disparate. El que puso esa descripción no vio nunca un arroyo. 2) De las dieciocho acepciones que tiene la palabra “casero”, no hay una sola que mencione al pájaro, que diga al menos sinónimo de hornero. 3) “Tacuara” tiene una sola acepción, según la RAE: planta gramínea, etc. Pero no dice nada de ningún pájaro. Conclusión: el habla de los entrerrianos no tiene lugar en la academia.

*

Un amigo me contó que cada tanto, cuando puede, vuelve los fines de semana a sombrear a la casita donde vivió de chico. Hoy alguien comentó en un posteo que una de las cosas que extraña de su pueblo es ver a su vecina fresquiando en la vereda. Yo recordé lo que dijo Baudelaire: “Es imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía. No sabemos qué es, pero nos reconocemos en ella”.

*

Con la locura mundialista todavía instalada, celebramos en familia las fiestas de Navidad y fin de año. Me cruzo en las calles de Hernández con viejos vecinos y amigos que me saludan, se paran a conversar. En un momento mi hija me preguntó por qué no hablo como la gente de acá. Le expliqué que me fui hace muchos años y que el acento y las palabras se pierden y uno va adquiriendo palabras y modismos de la ciudad. Ayer, durante el desayuno, solté una expresión cantadita y Gretel lo notó enseguida: “ya estás hablando como los de acá”, me dijo.

Nos reímos.

Entre otras cosas, también de esto se trata volver a casa.

Feliz Año Nuevo para todos.