CARGANDO

Buscar

Espigas de verano

Compartir

Por Salvatore Giuseppe Di Spena

Foto: Gianluca Meduri 

– Vivíamos segregados en aquella época –.

El canto de las cigarras nos arrullaba en las sofocantes tardes de julio. Mientras dábamos nuestros primeros pasos, el sonido de las olas era como el ding dong de las campanas que destrozaban los castillos de arena que con tanto esfuerzo habíamos construido poco antes. Sin embargo, no temíamos el desafío con los dioses del mar en una guerra de desgaste, ni al legendario Kraken que habitaba el centro de nuestra pequeña piscina en los días en que estaba prohibido correr entre la sombrilla y la orilla. Después del atardecer, bordeando un pequeño río, seguimos las trayectorias de las luciérnagas que nos llevarían a la entrada de reinos de hadas nunca antes descubiertos. El estanque del bosque de pinos estaba repleto de renacuajos, y mientras todo a su alrededor explotaba de vida, las historias de los adultos tenían sabor a jugosas sandías y paletas de limón.

– Vendrá otra tormenta, volverá a ser verano –

Entonces los dioses del mar se apartaron de un par de chanclas atrapadas en la arena caliente, a solo unos pies de distancia, y los tentáculos del Kraken se envolvieron alrededor de engranajes de metal, convirtiéndose en cadenas de bicicleta.

A principios de la década del 2000, llegaron dos hermanos de otra provincia, casi pares nuestros, con los mismos sueños y las mismas ganas de investigar los misterios de la vida. A base de zambullidas y patadas de revés (chilenas) nos convertimos en un cuarteto muy unido e imbatible: estoy seguro de que ganamos el Mundial de 2006 también gracias a la reproducción en la playa de los partidos que se veían por televisión. En los veranos siguientes, al núcleo original se sumaron otros niños y no era raro que hubiera diez o doce mini futbolistas persiguiendo un balón. Pasamos unos diez veranos juntos (los mejores de nuestras vidas) sin encontrarnos ni hablar nunca durante los inviernos intermedios, salvo algunas cartas esporádicas en cumpleaños y aniversarios.

– Las ganas de viajar y conocer nuevos amores –.

Soplaban vientos cálidos de verano cuando nos conocimos; Un evento muy peculiar para charlar sobre libros, teatro, arte y cine en la puerta de una biblioteca mientras el resto de la ciudad desprendía su entusiasmo veraniego en las playas de provincia. Por primera vez hablé con los demás como si fueran una extensión mía: De Chirico, Kerouac, Inio Asano, Murakami aparecieron en los diálogos, pero también el barrio Bella y los personajes divertidos de nuestros lugares sin tener que explicar contextos ni añadir otras introducciones. Las sombras fugaces que vivían en las esquinas desaparecieron y las pequeñas calles por las que pasábamos se tiñeron del mismo naranja que subyace al sol poniente de junio cuando el cielo guiña un ojo hacia el oeste. Una puerta corrediza acababa de pasar por mi vida, dejando atrás, del otro lado, la fealdad y las inseguridades adolescentes.

– Toma lo que quieras de tus jardines suspendidos en tu alma –.

Cantamos con el grupo en un balneario, de esos tan mencionados en verano pero olvidados en invierno. Había comenzado recientemente a tocar de nuevo música con grandes expectativas y durante ese período las estrellas se alinearon para que todo caminase sobre ruedas. Después del concierto comimos una pizza en el último local que quedaba libre y la comimos en el jardín de Non-so-chi con un puñado de viejos amigos que vinieron a escucharnos. Desde viejas sillas de plástico que encontramos aquí y allá, señalábamos las estrellas de la Osa Mayor, tanteando pero fingiendo ser expertos en astronomía delante de nuestras niñas. No me di cuenta en ese momento, pero aquella noche fue en mí una fuente de ríos de versos que guardé en mi corazón por años hasta que mi pluma decidió darle un lecho a esos cauces.

– Vendrá una nueva tormenta y el verano terminará –.

El centro histórico era una isla abandonada en medio del mar y yo era un náufrago esperando su muerte. Afuera llovía a cántaros, aunque era finales de agosto, y dentro de mí también llovía a cántaros. Se acercaba mi último curso universitario y estaba a punto de graduarme. Italia estaba fracasando estrepitosamente en la Eurocopa en lo que debería haber sido el único consuelo de esa hermosa temporada, mi grupo musical estaba perdiendo miembros para nunca más encontrarlos y mi novia se estaba mudando a Roma para estudiar arte. De fondo sonaba Morricone, que me recordaba aquello de «Hagas lo que hagas, ámalo, como amabas la casita del Paraíso cuando eras niño» y me consolaba pensando que lo que había que amar era, en definitiva, la suma de todos los acontecimientos que ocurren en el natural transcurrir del tiempo; que quizás había un gran “Une los Puntos” por completar y que una vez terminado daría vida a un dibujo loco solo aparentemente compuesto de garabatos dispersos.

– Como el dulce malestar luego de una despedida –.

El borrador del diseño probablemente esté muy avanzado hoy en día. Seguramente algún garabato se ha convertido en una hermosa pintura, pero otros aún luchan por tomar una forma reconocible. Todavía tengo granos de arena entre las suelas de mis zapatos y tengo que tener cuidado de no rayar el parquet que mi padre instaló, con tanto cuidado, en la nueva casa. Compré un tocadiscos con mi primer dinero después de graduarme, de vez en cuando pongo algún vinilo en él cuando intento capturar un recuerdo para mis poemas o para matar el tiempo mientras ella pinta. Entre los trastos de un antiguo almacén encontré “Ferro Battuto” de Franco Battiato; ahora que lo pienso, “La quiete dopo un addio”, incluida en ese álbum, era una de las canciones que mi familia y yo escuchábamos más a menudo en la casa rodante durante las vacaciones de verano.

– Son pocas las cosas que quedan al final del verano –.

Las últimas notas del instrumental se desvanecen dejando un sabor agridulce. Dejo mis zapatillas gastadas, mi paraguas remendado y mis toallas de playa descoloridas mientras la ciudad se repuebla con el color de las granadas y el aroma de las naranjas. No veo la hora de abandonarme a la tan despreciada pero necesaria rutina de un octubre sombrío y mordaz, que pueda enseñarme cómo la estabilidad es esencial para apreciar mejor el cambio. Y mientras espero una nueva tormenta, dejo en los bolsillos de mi cazadora los granos de arena que guardan los mejores recuerdos.

Spigolature estive


– Vivevamo segregati a quel tempo –.

Il canto delle cicale ci cullava negli afosi pomeriggi di luglio. Tra i nostri primi passi lo sciabordio delle onde era un din don di campane che disfaceva i castelli di sabbia tirati su da noi con tanta operosità poco prima. Non temevamo però la sfida con gli dèi del mare in una guerra di logoramento, né il leggendario Kraken che abitava il centro della nostra piccola piscinetta nei giorni in cui era proibito correre su e giù tra ombrellone e battigia. Dopo il tramonto, rasentando il bordo di un fiumiciattolo, inseguivamo le traiettorie delle lucciole che ci avrebbero portato all’ingresso di regni fatati mai scovati. Lo stagno della pineta brulicava di girini e, mentre tutto intorno esplodeva di vita, i racconti degli adulti sapevano di cocomeri succosi e ghiaccioli al limone.

– Verrà un altro temporale, sarà di nuovo estate –.

Poi gli dèi del mare si fecero indietro davanti ad un paio di ciabatte conficcate nella sabbia rovente, a pochi passi l’una dall’altra, e i tentacoli del Kraken avvolsero degli ingranaggi di metallo trasformandosi in catene della bici.
Arrivarono, nei primi anni Duemila, due fratelli da un’altra provincia, quasi nostri coetanei, con gli stessi sogni e la stessa voglia di indagare i misteri della vita. A suon di tuffi e rovesciate diventammo un quartetto affiatato e imbattibile: sono certo che il mondiale del 2006 lo vincemmo anche grazie alla riproduzione su spiaggia delle partite viste in Tv. Si aggiunsero nelle estati successive altri bambini al nucleo originario e non di rado si arrivava a 10-12 mini-calciatori appresso ad un pallone. Passammo così insieme una decina di estati (le più belle della nostra vita) senza mai incontrarci o sentirci negli inverni che vi si inframezzavano, salvo qualche lettera sporadica in occasioni di compleanni e ricorrenze.

– La voglia di viaggiare ed incontrare nuovi amori –.

Soffiavano tiepidi venti estivi quando ci incontrammo per la prima volta; un evento assai peculiare chiacchierare di libri, teatro, arte e cinema sull’uscio di una biblioteca mentre il resto della città sprigionava gli entusiasmi estivi nei lidi di provincia. Per la prima volta parlai al prossimo come se fosse un’estensione di me: nei dialoghi apparivano De Chirico, Kerouac, Inio Asano, Murakami, ma anche il quartiere Bella e i personaggi buffi dei nostri posti senza che dovessi spiegare contesti o aggiungere cappelletti di introduzione. Sparirono le ombre fuggiasche che abitavano agli angoli delle strade e le viuzze che attraversavamo si colorarono dello stesso arancio che sottende il sole calante di giugno quando il cielo strizza l’occhio a ponente. Una porta scorrevole aveva appena attraversato la mia vita lasciando dall’altra parte brutture e insicurezze adolescenziali.

– Prendi ciò che vuoi dai tuoi giardini sospesi nell’anima –.

Cantavamo col gruppo in una località balneare, una di quelle tanto citate d’estate quanto dimenticate d’inverno. Avevo da poco ripreso la musica con molte aspettative e in quel periodo gli astri di allinearono affinché andasse tutto a gonfie vele. Dopo il concerto prendemmo una pizza nell’ultimo locale rimasto aperto e la mangiammo nel giardino di Non-so-chi con una manciata di amici di vecchia data venuti ad ascoltarci. Da vecchie sedie di plastica raccattate qua e là indicavamo le stelle dell’Orsa Maggiore, andando a tentoni ma fingendoci esperti di astronomia davanti alle nostre ragazze. Non me ne resi conto al momento, ma quella notte in me fu sorgente di fiumi di versi che conservai nel cuore per anni fino a quando la penna non decise di dare un letto a questi corsi d’acqua.

– Verrà un nuovo temporale e finirà l’estate –.

Il centro storico era un’isola abbandonata in mezzo al mare e io ero un naufrago in attesa della propria dipartita. Fuori pioveva a dirotto nonostante fosse fine agosto e dentro di me altrettanto, era alle porte l’ultima sessione universitaria della vita e da lì a poco mi sarei dovuto laureare. L’Italia usciva malamente dagli europei in quella che avrebbe dovuto essere l’unica consolazione di quella bella stagione, il mio gruppo musicale perdeva pezzi per non ritrovarli mai più e la mia fidanzata si trasferiva a Roma per studiare arte. In sottofondo passava Morricone ricordandomi quel «Qualunque cosa farai, amala, come amavi la cabina del Paradiso quando eri picciriddu» e mi consolai col pensiero che quella cosa da amare infine era l’insieme di tutti gli avvenimenti incidenti al trascorrere naturale del tempo; che forse c’era un grande “Unisci i Puntini” da completare e che una volta terminato avrebbe dato vita a un disegno pazzesco solo apparentemente composto da scarabocchi sparsi. 

– Come il dolce malessere dopo un addio –.

La bozza del disegno oggi è forse a buon punto. Di certo quale scarabocchio si è trasformato in uno splendido dipinto ma qualche altro sta ancora lottando per assumere una forma ben riconoscibile. Ho i granelli di sabbia ancora tra le suole delle scarpe e devo fare attenzione a non grattare il parquet che ha montato mio padre, con tanta cura, nella nuova casa. Ho comprato un giradischi coi primi soldi dopo la laurea, ci passo su ogni tanto qualche vinile quando cerco di catturare un ricordo per le mie poesie o per ammazzare il tempo mentre lei dipinge. Tra le cianfrusaglie di un vecchio magazzino ho ritrovato “Ferro Battuto” di Franco Battiato; ora che ci penso “La quiete dopo un addio”, contenuta in quell’album, era una delle canzoni che ascoltavamo più spesso con la mia famiglia in camper durante le vacanze estive.

– Poche le cose che restano alla fine di un’estate –.

Le ultime note della strumentale sfumano lasciando un sapore agrodolce. Ho messo via le ciabatte malconce, l’ombrellone rattoppato e i teli da mare scoloriti mentre la città si ripopola del colore dei melograni e del profumo delle arance. Non vedo l’ora di abbandonarmi alla routine tanto disprezzata quanto necessaria di un ottobre ombroso e pungente, che sa insegnarmi come la stabilità sia essenziale affinché si possa apprezzare al meglio il cambiamento. E mentre aspetto un nuovo temporale, lascio nelle tasche della mia giacca a vento i granelli di sabbia che custodiscono i ricordi migliori.

Artículo previo
Próximo artículo