En aquellos diez días que pasé trabajando en Telecom ocurrieron dos cosas (dos cosas trascendentes, digamos, importantes). Una de ellas fue que en el momento del almuerzo, a la semana de haber comenzado a trabajar allí, mientras devoraba la vianda (pocas palabras italianas más bellas que schiscetta: esos tres niveles de aluminio rellenos de comida, aplastando uno a otro), un empleado de Telecom, a quien sólo conocía de vista, me preguntó cómo me llamaba, qué hacía allí, de dónde venía, etc. Respondí a todo, pero de pronto pareció detenerse en una cuestión que yo había insinuado: mi esposa estaba en Buenos Aires entonces, de visita, y desde allí me había comunicado (¡por telegrama!) que estaba embarazada. No sé por qué se lo conté a este sujeto, del que ni siquiera recuerdo el nombre, y él pareció detenerse en algo que yo no había mencionado: ¿cómo hacía para comunicarme con Buenos Aires? ¿Cada cuánto tiempo hablaba por teléfono con los míos? Debo de haberle respondido simplemente que lo que hacía era comprar una tarjeta magnética de cinco o diez mil liras y, valiéndome de ella, hablaba con mis padres y mis amigos (y ahora con mi esposa). No hacía falta aclararle que la comunicación duraba muy poco: el tipo trabajaba en Telecom, debía saberlo. Lo cierto es que cuando acabó su almuerzo me señaló la oficina vidriada donde él trabajaba y me dio una corta serie de instrucciones: tenía que comprar una tarjeta magnética de diez mil liras y llevársela al día siguiente a su oficina. Sólo eso. Sé cuándo es el momento propicio para hacer preguntas y ese no me pareció uno, así que no dije nada. Al día siguiente compré la tarjeta camino al trabajo, se la llevé a su oficina, y cuando me aprestaba a irme me dijo no, no te vayas, esperá. Sacó de un cajón un rollo de cinta aisladora, tomó unas tijeras, cortó un fragmento mínimo de cinta, de medio centímetro por cinco milímetros, y lo pegó sobre la cinta magnética, en un punto que parecía muy preciso, porque apuntaba, con el trocito de cinta aisladora suspendida sobre la banda magnética de la tarjeta, pero sin soltarla, sin adherirla. Hasta que sus cálculos parecieron certeros y la soltó, la adhirió, controló, me la estiró y me dijo: esta es una tarjeta de diez mil liras, y si seguís mis instrucciones vas a tener siempre una tarjeta de diez mil liras. Cuando la uses debés estar atento al contador del saldo: nunca debe superar las mil liras; si supera las mil liras te quedás sin nada; si retirás la tarjeta antes de que el saldo restante supere las mil liras, al volver a ponerla vas a volver a tener diez mil liras. Hizo hincapié en que no divulgara o compartiera lo que me estaba regalando: si la trampa se expandía, la empresa se percataría y haría algo para solucionar la intervención eficaz que acababa de hacer. Que la disfrutara y usufructuara en silencio. Le agradecí y esa misma tarde la probé. Con éxito, naturalmente. Siempre le estuve agradecido por eso. (Cuando me fui de Milán le cedí la tarjeta magnética a un amigo argentino que vivía allá, pero la cinta magnética ya había sido usada demasiado y empezaba a fallar. No creo que le haya servido mucho tiempo más.)