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Tres gotas de agua

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Por Guillermo Piro 

Esta no es la historia más triste que conozco.

Del mismo modo que ocurre con esas preguntas cuyas respuestas apuntan a que tomemos una decisión –¿qué libro te llevarías a una isla desierta?, ¿qué libro salvarías de una casa en llamas?–, las historias nos obligan a hacer un rápido inventario de las conocidas y preguntarnos: ¿es la historia más triste que conozco? No, esta no es la historia más triste que conozco. Aunque a veces, rememorando, con cierto grado de esa excitación que provoca la revisión de detalles, pienso que lo es, luego, en la tranquilidad que suscita el silencio, con la rememoración de historia concluida, me digo que no, que conozco historias más tristes. Aunque a veces.

Cuando vivía en Milán solía tener trabajos esporádicos. No eran precisamente changas, o mejor dicho no eran changas en absoluto: trabajaba para una cooperativa, y en calidad de empleado tenía destinaciones distintas cada día (si conseguía trabajar todos los días). Dicho de otro modo: yo y muchos más estábamos contratados por esta cooperativa y la mecánica laboral era más o menos como sigue: muy temprano nos reuníamos en una amplia sala de espera. El teléfono sonaba, Michele, que era quien administraba el negocio, atendía, escuchaba, colgaba y designaba, dependiendo del requerimiento que acabaran de hacerle. Si, por ejemplo, quien acababa de llamar necesitaba dos personas para descargar un camión, lo más probable era que designara para esa tarea a los dos más fuertes presentes en la sala. Si lo que hacía falta era un operador de un clark, entonces mandaba al sitio en cuestión al que de los presentes fuera más ducho en la conducción de un clarck. Eso era todo. Yo no era ducho en nada, lo que para un argentino significa ser ducho en todo. Pero para un italiano la cosa es distinta. Ser ducho en nada significa simplemente ser ducho en nada. Sólo en la extrema urgencia, en la carencia absoluta de otras opciones, el ducho en nada pasa mágicamente a ser ducho en todo. Nosotros ni siquiera necesitamos de la magia.

De modo que así fue como acabé trabajando en el desmonte de una vieja central telefónica. No, no la central completa, sino un par de grandes habitaciones que Telecom alguna vez había destinado para que funcionara allí una central, pero que entonces (hablo de 1991) resultaba vetusta. El modo de desmonte de esa central era simple y bastante artesanal. Las dos salas a desmontar estaban en el segundo piso de un gran palazzo que ocupaba Telecom en Milán, un viejo palazzo que ahora albergaba muchas oficinas. En el gran patio habían hecho entrar de culata dos camiones con el receptáculo abierto en la parte superior, de modo que desde sendos balcones del segundo piso teníamos acceso a los dos camiones, tirando, con mucho ruido, partes de bronce en uno y de acero en otro. (Era lo más divertido del trámite: acercarse a un balcón, tomar las piezas, calcular, soltar, escuchar.) Nuestra flota constaba de seis personas, todos con una pequeña batería de herramientas (destornilladores de distinta especie) atada a la cintura. Algunos (pocos) privilegiados disponían de escaleras para el desarme de las piezas altas, pero otros (nosotros, la mayoría) debíamos treparnos a la estructura metálica y, valiéndonos de una sola mano (la otra servía para sostenernos aferrados a la estructura), efectuar el desarme. El difícil describir el objeto que desarmábamos: constaba de dos partes –justamente, una de bronce y otra de acero– bien diferenciadas. Primero se quitaba la pieza entera, y luego se efectuaba el divorcio, la separación de los metales. Las conversaciones disimulan el aburrimiento, y la tarea era particularmente aburrida (salvo cuando llegaba el momento de arrojar las piezas diferenciadas por el balcón correspondiente: eso era el éxtasis).

En aquellos diez días que pasé trabajando en Telecom ocurrieron dos cosas (dos cosas trascendentes, digamos, importantes). Una de ellas fue que en el momento del almuerzo, a la semana de haber comenzado a trabajar allí, mientras devoraba la vianda (pocas palabras italianas más bellas que schiscetta: esos tres niveles de aluminio rellenos de comida, aplastando uno a otro), un empleado de Telecom, a quien sólo conocía de vista, me preguntó cómo me llamaba, qué hacía allí, de dónde venía, etc. Respondí a todo, pero de pronto pareció detenerse en una cuestión que yo había insinuado: mi esposa estaba en Buenos Aires entonces, de visita, y desde allí me había comunicado (¡por telegrama!) que estaba embarazada. No sé por qué se lo conté a este sujeto, del que ni siquiera recuerdo el nombre, y él pareció detenerse en algo que yo no había mencionado: ¿cómo hacía para comunicarme con Buenos Aires? ¿Cada cuánto tiempo hablaba por teléfono con los míos? Debo de haberle respondido simplemente que lo que hacía era comprar una tarjeta magnética de cinco o diez mil liras y, valiéndome de ella, hablaba con mis padres y mis amigos (y ahora con mi esposa). No hacía falta aclararle que la comunicación duraba muy poco: el tipo trabajaba en Telecom, debía saberlo. Lo cierto es que cuando acabó su almuerzo me señaló la oficina vidriada donde él trabajaba y me dio una corta serie de instrucciones: tenía que comprar una tarjeta magnética de diez mil liras y llevársela al día siguiente a su oficina. Sólo eso. Sé cuándo es el momento propicio para hacer preguntas y ese no me pareció uno, así que no dije nada. Al día siguiente compré la tarjeta camino al trabajo, se la llevé a su oficina, y cuando me aprestaba a irme me dijo no, no te vayas, esperá. Sacó de un cajón un rollo de cinta aisladora, tomó unas tijeras, cortó un fragmento mínimo de cinta, de medio centímetro por cinco milímetros, y lo pegó sobre la cinta magnética, en un punto que parecía muy preciso, porque apuntaba, con el trocito de cinta aisladora suspendida sobre la banda magnética de la tarjeta, pero sin soltarla, sin adherirla. Hasta que sus cálculos parecieron certeros y la soltó, la adhirió, controló, me la estiró y me dijo: esta es una tarjeta de diez mil liras, y si seguís mis instrucciones vas a tener siempre una tarjeta de diez mil liras. Cuando la uses debés estar atento al contador del saldo: nunca debe superar las mil liras; si supera las mil liras te quedás sin nada; si retirás la tarjeta antes de que el saldo restante supere las mil liras, al volver a ponerla vas a volver a tener diez mil liras. Hizo hincapié en que no divulgara o compartiera lo que me estaba regalando: si la trampa se expandía, la empresa se percataría y haría algo para solucionar la intervención eficaz que acababa de hacer. Que la disfrutara y usufructuara en silencio. Le agradecí y esa misma tarde la probé. Con éxito, naturalmente. Siempre le estuve agradecido por eso. (Cuando me fui de Milán le cedí la tarjeta magnética a un amigo argentino que vivía allá, pero la cinta magnética ya había sido usada demasiado y empezaba a fallar. No creo que le haya servido mucho tiempo más.)

La otra es la que sigue. Uno de los que desmontaba esa pequeña central conmigo era un muchacho brasileño, Edson. Los diálogos comunes eran de todo menos privados. Quiero decir que hablábamos de muchas cosas, pero de nada que implicara la más superficial privacidad. Sabía que Edson se llamaba así porque era el modo en que los demás lo llamaban, sabía que era de Brasil, pero no sabía mucho más. En determinado momento nos encontramos desmontando partes metálicas uno al lado del otro, entonces pude tener con él una charla en voz baja, digamos íntima, aunque no fue exactamente eso. Mi pregunta inicial fue si le gustaban Os Paralamas do Sucesso. Fue sorprendente que con su mirada me estuviera dando a entender que no sabía de qué le estaba hablando. Tan descarada fue su ignorancia que a modo de respuesta le dije: vos no sos brasileño, a lo que, de modo más bien inocente y vergonzoso, admitió ipso facto que era tunecino, pero que en Milán, ya se sabe… un brasileño goza de un prestigio del que no goza en absoluto un tunecino. Un tunecino no sólo no goza en Milán de prestigio: no goza de nada. No hizo falta que me explicara todo eso: yo ya lo sabía. Lo único que hizo fue admitir que no era brasileño, confirmó que era de Túnez y la conversación se detuvo en otra cosa.

Eso ocurría al segundo o tercer día de nuestra llegada a Telecom. Yo entonces vivía muy cerca de allí, a unas diez cuadras, en el límite este de Milán, cerca del aeropuerto de Linate. Seguía almorzando con mi vianda, pero bien podía ir a casa, comer y volver al trabajo. Lo había hecho alguna vez, pero caminar diez cuadras de ida y diez de vuelta no era algo que me agradara, así que prefería llevar mi schiscetta y comer con los otros en el restaurante común, en la mensa.

Días después volvimos a encontrarnos circunstancialmente en el desmonte de los artefactos viejos, y dado que Alí (tan natural como ser brasileño y llamarse Edson es llamarse Alí y ser tunecino) estaba allí le pregunté cómo estaba, a lo que me respondió que no comía desde hacía dos días.

Le ofrecí el contenido de mi schiscetta, pero en cuanto la abrió vio flotando unos trozos de carne y me dijo no, gracias. Entonces le propuse ir a casa, dado que allí seguramente íbamos a encontrar algo que podría comer (tampoco yo estaba seguro de que encontraríamos gran cosa, lo que era indudable era que ninguno de los dos teníamos dinero y que en casa podría comer algo).

Llegado el momento fuimos a paso rápido, llegamos a Viale Puglie, subimos a casa y abrí la heladera: el cuadro era desolador. Había unas fetas de jamón debidamente empaquetadas, que Alí también rechazó al sacarlas a la luz. Así que abrí la alacena, y allí encontramos una lata de lentejas. A Alí le pareció una idea magnífica, así que dividimos el botín de la siguiente manera: yo me nutriría adecuadamente con mi schiscetta y él se comería las lentejas. La distribución era desigual, pero era todo lo que Alí se sentía capaz de conceder dadas mis pobres provisiones alimenticias. 

Le abrí la lata y con un tenedor comenzó a devorar el contenido, cosa que hizo en un santiamén, antes de que yo tuviera tiempo de recalentar sobre la hornalla el contenido de mi vianda. Y entonces, con total naturalidad, Alí pidió agua. Le dije que se sirviera agua de la canilla: ahí tenía un vaso. Alí tomó el vaso, abrió la canilla y puso el vaso debajo: lo que hubiese hecho cualquiera. Y sucedió algo más. Cuando estaba a punto de llenar el vaso, cerró la canilla, y en vez de hacer lo que hubiese hecho cualquiera (lo que yo hubiese hecho), en vez de llevarse el vaso a la boca, lo dejó allí. Yo estaba recalentando mi comida en una sartén y desde allí miraba: había dejado el vaso debajo de la canilla, donde ya no salía agua, pero desde donde pendía y se inflaba lentamente una pequeña gota de agua. Se infló, se infló, hasta que cayó, y Alí la recibió en el vaso. Pero siguió dejando el vaso en la misma posición, porque detrás comenzaba a inflarse otra gota. La esperó hasta que cayó, y entonces vi cómo su brazo vibró tenuemente al comenzar a llevarse el vaso a la boca, pero lo dejó ahí porque vio que se inflaba una tercera gota, más lentamente que las otras dos, pero venía, venía. La esperó una vez, la vio caer en el vaso y entonces sí: bebió.

Yo quería saber, pero no me atreví a preguntarle directamente por lo que acababa de ver, así que saqué el tema de Túnez y de su ciudad natal, pero me aclaró que no vivía en una ciudad, sino en un poblado de apenas quinientos habitantes (no recuerdo el nombre), que era el tercero de ocho hermanos, que sus dos hermanos mayores habían migrado a Alemania pero que él había preferido Italia. Entonces sí me atreví y le pedí que me describiera cómo era el suministro de agua en su poblado, y me dijo que día por medio él y sus hermanos caminaban cinco kilómetros hasta un pueblo cercano donde llenaban baldes en una fuente común y los llevaban de vuelta a su casa. Con cuidado de no derramar nada.

Entenderán que no miento si digo que desde entonces recuerdo a Alí cada vez que me sirvo un vaso de agua.

Guillermo Piro

Nació en Avellaneda en 1960. Publicó los siguientes libros: La golosina caníbal, Las nubes, Estudio de manos, Correspondencia, Saint Jean-David, Desde estas hermosas playas (poesía); Versiones del Niágara, Celeste y Blanca, La comedia de una madre, La heterogénesis de los fines (novela); Guillermo Hotel (cuentos); Instrucciones para doblar una esquina y Qué cómico resultaba cuando era un muñeco (ensayo). Este año aparecerá una colección de artículos y ensayos, A causa de un equívoco banal y transparente, y Diego Zappa se encuentra preparando una antología de las columnas que escribe los domingos llamada Setenta posiciones. Integra la antología Monstruos realizada por el poeta Arturo Carrera. Sus artículos, críticas, entrevistas y crónicas de viaje han aparecido en Clarín, La Nación, Perfil, Página/12, First, La Stampa y Los Inrockuptibles. Fue director de la revista de libros Gargantúa. Ha traducido, entre otros, a J.R. Wilcock, Roberto Benigni, Emilio Salgari, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Andrea Zanzotto, Giorgio Manganelli, Carlo M. Cipolla, Massimo Cacciari y Ermanno Cavazzoni. Actualmente es editor de Cultura de diario Perfil.