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Diario de cuarentena

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Por Luciana Olmedo-Wehitt.

Foto:  IG Alicia Savage.

Lunes 23 de marzo de 2020- Tachame la doble

Empezó el otoño. No se lo siente. Hace 33ºC en esta ciudad blanca y gris al sur de la provincia de Buenos Aires. Cambio climático; cambio interno; cambio mundial.
Hasta hace pocos meses me sentía desubicada en esta Bahía; alienada en esta nueva casa y con esta nueva tarea. Teta, pañal, juego. Teta, pañal, baño. Teta, teta, teta. Daba lo mismo estar en París, Buenos Aires o acá. El encierro no cambia de paisaje. Las cosas empezaron a acomodarse, poco a poco, hará cosa de dos meses. Yo salía de una cuarentena y el mundo entraba en otra.
Cuando Río nació lloré a mis muertos y lloré por mí. Porque ellos ya no estaban para ayudarme y aconsejarme; porque había regresado a la ciudad de mi infancia sin desearlo; porque mis afectos por elección estaban lejos; porque los lugares que conformaban mi ecosistema de salidas diurnas y nocturnas, habían quedado allá; porque nunca había convivido con el padre de mi hijo y temí haberme enamorado de la larga distancia: no encontrar en la cotidianeidad el deseo de estar juntos que reconstruíamos cada 15 días, cada vez, cuando nos veíamos. Lloré porque estaba cansada, triste, asustada, agotada. Porque el cuerpo ya no respondía como antes y no tenía brazos de refuerzo; por mi identidad centrifugada, por temor a no reconocerme en esta persona en la que me convertí; esta que sin manual aprende cómo compartir el centro de su mundo.
Porque Río nació, hoy ya no lloro. Los mayores que amé ya no están. Estoy encerrada con un bebé al que puedo besar y apretujar, alguien que todos los días descubre algo nuevo, en una casa que tiene un patio muy pequeño pero patio al fin. Me entristece, claro, no ver a la gente que quiero; que el mundo esté patas para arriba, que mucha gente se vaya a morir, que haya familias esparcidas por el mundo con sentimientos igualmente desmenuzados; personas solas que no pueden valerse por sí mismas; personas acompañadas que preferirían estar solas. Sin embargo, miro el móvil preferido de mi hijo, el almendro del fondo que se ha torcido en busca del sol, y pienso que, quizás, lo mejor en este momento sea escribir sobre el lenguaje sin voz de todos esos árboles que descubríamos cuando salíamos a pasear. Escribir sobre los aguaribayes del Parque de Mayo; las casuarinas que alivian este sol tremendo al franquear el empedrado que conduce al antiguo zoológico; sobre los coloridos ceibos de la Plaza Rivadavia, sus añosos ombúes, sus altísimas palmeras y sus exóticas cicas; sobre el rojo furioso del chañar en la vereda de la casa paterna, los celestes y violetas de los jacarandás del barrio propio. Así es. Quizás lo mejor, ahora, sea imaginarlos y hacerlos volver; escribir su olor.

Marzo de 2020 – Un día, todos los días 

02.30: segundo despertar. Teta derecha vacía.
05.40: tercer despertar. Retorcijones, pedos, llanto. Teta izquierda vacía.
08.00: “Buenos días Señorrrío”. Mimos en la cama.
08.10: descubro el primer lunar de Río en la intersección de su tobillo y su pie izquierdos.
08.30: le saco el pañal y limpio la caca marrón y semi líquida con un algodón empapado en óleo calcáreo. Aprieto despacio el dispenser de alcohol en gel. Estaba stockeada antes de que todo esto empezara, una privilegiada. Coloco otro pañal. Juegos con manos y pies en la cama un rato más.
09.00: vamos al living y le muestro que es de día, otra vez.
09.30: sigue un poco dormido. 0,60 cl de hierro por gotero. 10 minutos de espera. 0,30 cl de vitamina.
10.15: Río juega en el piso, sobre una manta, con el envoltorio de un paquete de galletitas. Lo apretuja con las manos, lo agarra con los pies. Lo pierde, no se anima a girar del todo. Da media vuelta y atrae para sí la manta para acercar el envoltorio. Causa y efecto, checked. Mientras tanto, leo las noticias, tomo mate, trabajo en la computadora y como cereales con la primera leche de almendras casera que hizo mi novio ayer.
10.40: se pone incordioso. Hago algunas posturas de yoga y muecas con la cara. El descubrimiento de su cuerpo a través del mío, con sus posibilidades y limitaciones, es su atracción favorita.
11.15: él llora de hambre y yo de dolor. Mis lumbares se desmoronan a la misma velocidad con la que crecen sus rollos mullidos.
11.20: vamos al cuarto.
11.21: pañal
11.30: teta.
11.50: mimos.
12.00: lo dejo con el padre y aprovecho para comer una manzana a toda velocidad. Me atraganto con el primer mordisco.
12.10: me lo devuelve, llorando otra vez.
12:15: teta.
12.20: hace caca en cuotas. Espero.
12.27: lo cambio y le sigo dando la teta.
12.45: invento una canción.
12.51: me pellizca el pezón. “Nooo”, lo reto. Llora.
12.52: vamos de nuevo. Teta.
12.53: levanta la cabeza y hace fuerza. Se apoya con las manos sobre mi panza y mira alrededor. Me mira. Me refriego los ojos señalándole que es hora de dormir. Se ríe. Baja por mi pelvis hasta la cama. Intenta girar. No logra sacar el brazo derecho de debajo de su pecho. Llora.
13.00: de nuevo otra vez. Teta.
13.05: agarra y suelta el pezón con la boca intercalando sollozos. Se refriega los ojos. Le palmeo la cola y le canto: “arrorró mi Riri, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón. Ririto tiene sueño, yo lo abrigaré, le pondré una flor y otra flor celeste del jacarandá”. Mezclo las letras de las canciones, como siempre.
13.35: cae rendido de sueño.
13.40: lloro.
13.50: armo el primer cigarrillo del día y lo fumo mientras mando y leo mensajes.
14.00-15.30: voy al baño. Chateo con mis compañeros de trabajo sobre cómo vamos a dividirnos las tareas en estos días. Armo un proyecto piloto con un amigo que, como yo, confía. Escribo. Leo y navego sin rumbo por internet. Hablo con mi amiga Paola. Hace una semana se enteró que está embarazada y se quedó haciendo la cuarentena con su gato para evitarle, así, la convivencia forzada con el perro de su novio. Quizás no quería forzar la suya.
15.31: almorzamos los tres juntos. Sigo pensando en Paola. El menú es limitado y las ganas de cocinar, más. Milanesas con arroz para nosotros; pera para él. Su primera pera. Pone cara de asco una, dos veces, hasta que se entrega. ¿Cómo sabrán una pera, una manzana o un zapallo por primera vez cuando carecemos de referencias de otros sabores?
15.50: fumo otro cigarrillo mientras respondo mensajes.
16.00: canto y bailo “La cumbia del monstruo”. Río ríe a carcajadas.
16.05: vamos de expedición al patio. Abandono la verticalidad. Nos quedamos un rato tirados en la lona roja, bajo el almendro, repartiendo el espacio de un modo desconocido. Pienso en este canje obligado de profundidades, la del horizonte por el cielo; en la doblegación de la especie humana, ahora tendida, entregada como un neonato frente a la naturaleza que al fin alza su corona.
16.50: función privada en la casa de atrás. Manuel toca la guitarra y Río escucha atento. Parece querer entender cómo se produce el sonido. Quizás no. No lo sé.
17.40: llora de hambre. Damos por terminado el concierto.
17.45: volvemos a casa, al cuarto.
17.46: pañal.
17.57: teta.
18.00: lo vence el sueño.
18.05: refriego una mancha de caca con hierro en la sábana, en el lavadero.
18.08: pongo un lavarropas.
18.10: lloro.
18.20: enciendo el tercer cigarrillo del día.
18.30: barro la cocina.
18.45: hago pis. Me lavo las manos y me enjuago la cara. Alzo la vista y ahí estoy, seca y gris. Me pongo crema, me miro las canas y sonrío. Estás hecha mierda, me digo. Qué importa -me respondo-; estás.
19.00: meto dos pedazos de pan en el horno eléctrico. Saco el queso crema y el dulce de la heladera.
19.03: escucho avanzar el llanto desconsolado desde el fondo del pasillo.
19.12: “No dormiste nada Riverito”, le digo. Ya no entiendo qué debería hacer y qué no. Cuándo debería comer y cuándo no. Toda la rutina descompaginada. Tengo que empezar a encontrar pequeñas acciones que me permitan fijar una nueva, me digo todos los días desde hace una semana, pero siempre algo pasa: se despierta con cólicos y duerme más siesta, no quiere comer papa, se copa con el yogurt, el padre está deprimido y él lo siente. Le hago mimos. Es todo lo que puedo hacer.
19.20: cambio de pañal.
19.30: aprovecho su buen humor y le corto las uñas mientras le canto para que se distraiga y se quede quieto.
19.40: como las tostadas heladas mientras Río juega en su sillita con Tocaya, una jirafa de tela, y con Chihuana, una perrita tejida al crochet.
20.00: se escucha pasar el tren. El sonido de la bocina, una fiesta. Duele el silencio. Estamos tan llenos de él.
20.05: saco la ropa del lavarropas. La cuelgo.
20.15: lloro.
20.20: armo el cuarto cigarrillo del día.
20.30: mi novio me pasa a Río recién bañado, envuelto en su toalla. Huele rico. Lo seco mientras le canto: “A de ananá, A de amistad, A de Alemania, A de hamaca. E de elefante, E de emoción, E de España, E de esperanza”. Se queja. Agrego muecas con la cara. “E de enfermero, E de esmero”. Le pongo el pañal. “E de bebé. I de iguana, I de Inés, I de imagen”. Lo visto con un body rayado azul y blanco. “I de ilusión. O de oso, O de oloroso, O de otorrino”. Le pongo perfume en el pelo “O de omelette. U de urraca”. Y lo peino “U de uva, U de universo, U de unión”. Primera etapa del ritual nocturno, checked: el único que, por suerte, no sufrió modificaciones.
21.05: vamos de la cama al living a donde está sonando su canción. Lo mezo un rato y volvemos al cuarto.
21.15: teta
21.40: mira la luz de la lámpara de sal y me sonríe. Quiere jugar. Llora. Baja entre quejidos hasta mi pelvis. Queda arrodillado con la cabeza sobre mi panza. Llora. Gira la cabeza para un lado y para el otro. Lo pongo en la teta otra vez. Ríe con los ojos. Llora. Succiona. Suelta el pezón y me mira. Ríe mostrándome sus tres dientes. Llora. Vuelve a succionar. Me golpea la teta con la mano. Desiste. Hace lo mismo en su propio muslo. Le palmeo la cola. Se vuelve a prender. Abre la boca y suelta el pezón. Fin del ritual. Tengo cuatro horas para mí.
22.05: lloro.
22.10: enciendo un cigarrillo.
22.20: “te invito a comer afuera”, le digo a mi novio. Sacamos la mesa al patio y comemos las sobras, en silencio. Un silencio violento. Quisiera hablarle, pero no. Trago. Ya lo conozco; no sirve de nada forzar una conversación. Al contrario. Tengo bronca. Deprimirse me parece un lujo en este momento, en esta casa donde hay un bebé que no entiende que el mundo tal y como era está colapsando; él quiere que le jueguen, que lo besen, que lo mimen. Su mundo es mi teta, sus afectos y sus chiches. Nada más. Mi novio se da ése lujo, se deprime. Quizás si trabajara, o si las tetas fueran suyas, pensaría de otro modo. No lo sé. No se puede vivir de contrafácticos. Yo no me lo permito.
22.45: lavo los platos.
23.00: me baño.
23.10: me cambio.
23.30: saco los pelos que quedaron atrapados en la rejilla de la bañadera, me cepillo el pelo y se me cae otro mechón. Me paso hilo dental, me lavo los dientes y me pongo crema en el contorno de ojos.
23.47: mando un mail a mi grupo del mundial de escritura y le aviso a una de mis compañeras que subió su texto en un lugar incorrecto del Drive.
23.48: veo su cursor titilando sobre el archivo. Chateamos por ahí. Le digo que me gustan mucho sus textos; me dice que le gustó uno de los míos. Me siento acompañada. Hay un otro más allá que se siente acá. Gracias por estar, Lupita.
00.00: enciendo otro cigarrillo. Ya no sé cuántos van. ¿Cinco o seis?
00.05: tomo el té de manzanilla de cada noche. Invierno y verano, con corona o sin corona: té de manzanilla.
00.10: me siento a escribir esto que estoy tipeando en este momento, esta A de árbol, hasta que el sueño me venza, ahora sí, a mí. 

Marzo de 2020 – Limpieza profunda.

Varío la rutina con un ejercicio distinto al diario subir y bajar de un bebé. Me calzo los guantes de hule y desde el lavadero observo cómo mi novio y sus dos hijos, el nuestro y el suyo, juegan en el patio. Vierto una medida de lavandina en el balde con agua, meto el trapo de piso y lo dejo reposar. Voy hasta la cocina y paso un paño con detergente por la mesa, la mesada y las alacenas; otro con antigrasa por la bacha y el horno. Refriego las cuatro hornallas con una paciencia que desconozco; quiero que brillen como nunca me importó. Oigo a lo lejos el sonido de un auto que ahoga su marcha. Pienso en el conductor, en cómo lo envidio. ¿Estará llevándole alimentos a alguien? ¿Trabajará en un hospital? Corro las sillas y barro debajo de la mesa, atrás de la heladera, y todo el resto. No sé si lo envidio tanto, pienso mejor. Paso el trapo de piso, lo escurro y vuelvo a trapear. Cierro la puerta. Sacudo el sillón y la manta del living. Vuelan pelos de gata. Estornudo. Paso un paño húmedo por estantes, picaportes y bibliotecas. Desempolvo los libros con un plumero. No pienso detenerme en cada uno. Mi paciencia es extraña pero no extraterrestre. Estornudo otra vez. Se cae El castillo de Kafka, como para que me fije en él. Lo compré barato y usado. Nunca lo leí. Tiene una tipografía diminuta. Lo hojeo. Sigue sin tentarme. Descubro una dedicatoria:

“Para el aguilucho de la familia Méndez
Cariñosamente,
Papá y Mamá
¡Felices vacaciones!
Navidad del 76

Me emociono. No sé muy bien por qué. ¿Dónde estarás aguilucho Méndez? ¿Hacia a dónde habrás volado? Barro, trapeo y cierro la puerta. Cambio el agua. Meto los juguetes en el canasto y saco la alfombra antideslizante. Abro la ventana, saco las sábanas y tiro citronela. Estamos a fines de marzo, en cuarentena, y en esta ciudad hay una plaga de mosquitos. Dejo que mi mirada se pasee por la bolsa de pañales, por la ropa diminuta que asoma desde el placard, por la pelota de fútbol del hermano de mi hijo. Pienso en ellos. En cómo se llevarán, en los quince años que los separan, en que la cuarentena los acercó, en que están compartiendo mucho más, en que algo bueno tiene que haber en eso, y también en todo esto. Barro, trapeo y cierro la puerta. Rocío con desinfectante el inodoro, el bidet, el lavamanos y la bañadera. Pienso en el aguilucho Méndez, no puedo evitarlo. Me siento vulnerable y ese mensaje lejano así, acá, es casi como descubrir que hay vida en Marte. Repaso el estante con cepillos, frascos y cremas. Barro, trapeo y cierro la puerta. Corro la cama y la mesa de luz de mi habitación-oficina-refugio. Abro la ventana y tiro citronela. Sacudo el polvo con las sábanas sucias y las pongo a lavar. De regreso a la habitación me sorprendo pensando en la dedicatoria, otra vez. En la firma fechada en la navidad del `76; en que el aguilucho debe haber tenido 20 años, años más, años menos. No se le regala un libro de Kafka a un niño, creo. Tampoco mamá y papá firmarían así si se tratara de un adulto, supongo. El aguilucho debe haber sido un adolescente del ’76; debe tener la edad de mi padre, años más, años menos. ¿Dónde estarás papá? Coloco sábanas limpias, barro, trapeo, escurro, trapeo y cierro la puerta. 

Abril de 2020- Lo que puedo.

Estoy triste.
La persona delante mío en la farmacia tarda mucho en elegir un cepillo de dientes.
Me duelen las lumbares.
El puño de mi camiseta está descocido.
No sé si me renovarán el contrato.
Olvidé ponerle sal al agua para los ñoquis.
Siento el frío húmedo en los pies.
La ventana se hinchó con la lluvia y ya no cierra.
Necesito ir al baño pero está ocupado.
Él dice que soy difícil, que lo mata la frecuencia de nuestras peleas.
Hace una semana que no me saco el pijama.
La habitación huele a pañal meado.
No sé sobre qué escribir.
La ducha no tiene presión.
La música suena muy fuerte.
Se me está cayendo el pelo.
Él me pregunta por qué lo quiero si está tan lleno de imperfecciones.
Hace demasiado frío en esta habitación para que yo practique yoga.
Ya no sé qué es mío.
Estoy casi sin plata y compré un agua micelar.
Hay pelos de gato en mis medias.
Me duelen las tetas.
Las margaritas se pasaron de agua.
La caca de mi hijo llegó hasta su pantalón.
La manta recién lavada se cayó en el barro cuando la estaba por colgar.
Las cutículas de mi mano están crecidas.
Este té no tiene gusto.
Esta banana está pasada.
Los vecinos se ríen.
Nos quedamos sin queso.
Él me interrumpe cuando estoy trabajando.
La Vitina no tuvo éxito.
La persiana está despintada.
Mis canas ya no se esconden.
Hace demasiado calor en esta habitación para que yo practique yoga.
El repiqueteo de la pelota de fúbol me da dolor de cabeza.
Él me pide que le dé vacaciones.
La bacha del baño pierde.
Las suculentas se pasaron de sol.
No hay más aceitunas de las que me gustan en la despensa.
La vacuna antigripal está en falta.
El pezón me sangra.
La noticia en la tele es siempre la misma.