Ángel Berlanga (Buenos Aires, 1966), es docente de Periodismo (UBA, ANCCOM), escribe en Radar de Página/12 y coordina Verano/12 para el mismo diario, trabajó junto a Juan Forn en la reedición de la obra completa de Soriano —un éxito de ventas— y acaba de publicar una exhaustiva biografía más que necesaria: Soriano, una historia (Sudamericana).
¿Cómo fue el proceso de documentación y escritura?
Hacia fines de los 80 empecé a leer las primeras cosas de Soriano, escritos suyos en Página/12 o El Porteño, algunas entrevistas. Eran materiales que conservaba y progresivamente fui acumulando: eso, con el tiempo, derivó en que pudiera escribir, yo, en La Maga o en Página mismo. Luego, ya en 2003, Juan Forn encaró la reedición de la obra completa en Seix Barral y me convocó para incorporar en cada novela, al final, una serie de declaraciones de Soriano sobre sus libros, los personajes, las historias, la escritura. Ya en solitario, para esa colección compilé un par de volúmenes de artículos: Arqueros, ilusionistas y goleadores, que son sus relatos futboleros, y Cómicos, tiranos y leyendas, una antología de escritos periodísticos muy variados que permanecían inéditos en libro. Con esos antecedentes, a esa altura, unos diez años atrás, pensé que tenía una suerte de mapa inicial para encarar la biografía. Para documentarme más a fondo me propuse seis vertientes iniciales: rastrear toda su obra periodística; cotejarla y releer su obra literaria; entrevistar a personas que lo conocieron (hice más de cien entrevistas); acceder a correspondencia; acceder a documentación y diversos papeles personales; reunir reportajes a Soriano en prensa, radio y televisión. Tengo una cantidad descomunal de materiales. Fundamental: ordenar, organizar, clasificar esos materiales.
En cuanto a la escritura, el libro tiene varias versiones. La estructura es la que pensé inicialmente: un primer capítulo con escenas variadas a modo de señales de Soriano, sus fenomenales rasgos de persona y personaje, y una recorrida cronológica que cada tanto se suspende para abordar en detalle dos facetas que lo apasionaban: San Lorenzo y los gatos. La primera versión tuvo un millón y medio de caracteres, la definitiva ronda el millón. En el proceso se resignaron detalles de discusiones y temas, pero creo que ganó mucho en fluidez, y esa era una búsqueda, también: que el libro se leyera ágilmente.
¿Qué podés destacar del período tandilense de Soriano?
Tandil fue muy importante en su acercamiento a “la cultura”: está esa historia iniciática que contaba con Juan Campagnolle, a quien definía como “un intelectual de provincias”, novio de su prima Nilda, que un día le preguntó qué libro estaba leyendo: nada, le contestó Soriano, no leía literatura. Así que el otro le llevó al día siguiente Soy leyenda, de Richard Matheson: se deslumbró, y desde entonces no paró de leer, un libro tras otro. En Tandil dio sus primeros pasos como periodista, en El Eco y en Actividades; y también escribió sus primeros cuentos (que enseguida dejaron de gustarle). Con Campagnolle hizo, además, unos cortos cómicos, y formó parte del grupo Pequeño Teatro Experimental, dirigido por Juan Carlos Gargiulo, donde actuó. Y estaba al frente del Grupo Cine, que tuvo su revista y sus ciclos como cineclub, y terminó censurado por el gobierno de Onganía. Formaba parte de la famosa “mesa de intelectuales” de la confitería Rex, junto a Jorge Di Paola, Víctor Laplace, y otros. Para foguearse y nutrirse en diversas áreas, la etapa en Tandil fue vital.
Existe una generación de escritores argentinos “populares”, por así llamarlos, a quienes la crítica y la academia parece haber desdeñado. Pienso en Enrique Medina, Dalmiro Sáenz, Jorge Asís, y el mismo Soriano. Todos con libros muy vendidos y que han tenido adaptaciones cinematográficas. ¿Cuál es tu opinión sobre esta ausencia?
A veces desdeñar lo popular es una forma de intentar llamar la atención, de procurar una “distinción”; a veces me impresiona que se pone en funcionamiento una suerte de reflejo, “si es muy popular lo rechazo”, sin relojear un poco más a fondo. También caen acusaciones del tipo “esto es parte de una maquinaria destinada exclusivamente a vender, al mercado”. Por supuesto que los escritores que nombrás tienen obras que ameritan el abordaje académico, que, de hecho, existen. Luego, claro, hay variadas miradas ahí mismo sobre esos autores y esas obras. En el caso de Soriano le molestó enterarse de que en algunas cátedras de Letras de la UBA aludieran a sus novelas como “lo que no había que hacer”, en literatura. Y reaccionó, salió a decirlo. A la vez, hay otras cátedras y universidades que estudian sus libros y su figura.
Existe otra categoría, cuyas filas han sido tradicionalmente numerosas, a la que Soriano perteneció: la del escritor periodista. ¿Qué podés comentar sobre esta conexión en él? ¿Qué le aportó a su ficción la escritura periodística?
A la figura del escritor-periodista, justamente, le tenían cierta tirria en algunos sectores de la academia. En Soriano esa conexión es muy importante: uno puede rastrear en su producción periodística diversos textos que abordan temas o figuras que luego, más o menos directamente, reaparecen en sus novelas. Por supuesto, la cadencia narrativa, los tempos de las historias, la composición de los personajes y las figuras literarias que ofrecen sus libros son otra cosa. Creo que, además, el oficio periodístico está en relación con una búsqueda de “llegar” al lector, en el sentido de no ser híper críptico. Y también le permitió, al comienzo, acercarse a entrevistar a muchos escritores, hablar directamente con ellos en torno a sus obras y experiencias. Bueno, el periodismo es también un campo muy amplio; pero me parece que ciertas cuerdas de la curiosidad y el asombro que lo motorizan nutren también su escritura literaria.
Uno de los grandes temas de la literatura argentina (pienso también en el cine: Últimos días de la víctima, entre Mendizábal y el Gato, o Pizza, birra, faso, entre los muchachos de la bandita) ha sido la amistad. ¿Cómo se ha traducido esta camaradería en la obra de Soriano?
En sus novelas suele darse esto de personajes que se cruzan por el camino con otros y encaran juntos una aventura, y en ese tren tallan la camaradería y la amistad. En general van tras alguna causa estrambótica, o perdida, y ahí aparecen las peripecias, los peligros, algún rasgo delirado: aunque se puteen, aunque ponga en tensión el entusiasmo y el escepticismo, sus protagonistas no se traicionan. En su primer libro, Triste, solitario y final, esa dupla protagónica está armada con un periodista llamado Soriano y Philip Marlowe, el detective de Raymond Chandler, y la quimera es averiguar por qué la industria de Hollywood marginó a Stan Laurel y Oliver Hardy, los actores de El Gordo y el Flaco; en Cuarteles el cantante de tangos Andrés Galván y el boxeador crepuscular Tony Rocha llegan a Colonia Vela en plena dictadura para ser parte de una fiesta patria, y aunque enseguida saben que van a ser carne de cañón, procuran salir airosos de eso. La camaradería es un rasgo que subsiste, aunque con variantes: el compañero del espía Julio Carré en El ojo de la patria es la momia de un prócer restaurado con los últimos avances de la informática, que tiene que repatriar. En la última novela, La hora sin sombra, el dúo es fantasmal: un escritor que anda por las rutas, escribiendo una novela (un alter ego, claramente) en busca de su padre, que agoniza en un hospital y sin embargo se escapa para ir a su encuentro. Soriano decía que uno de los temas centrales de su obra era la soledad, y estas aventuras con compañeros circunstanciales pintan como una forma de paliar eso.
La comicidad es un rasgo en él y en su literatura que suele destacarse. ¿Qué podés comentar al respecto?
Solía comentar, él, que a la literatura argentina le faltaban épica y sentido del humor. Son rasgos muy salientes en su escritura: hay tramos cómicos en sus novelas, me recuerdo riéndome a carcajadas. Está dosificado eso, por supuesto: manejaba muy bien las tensiones, las tramas, los climas. Le huía bastante a la figura del escritor envarado, serio, solemne; por supuesto que se tomaba en serio su trabajo, y era un lector apasionado, que amaba la literatura, pero también podía reírse de sí mismo, tomarse el pelo. Era un tema que le interesaba, el humor: tiene notas escritas, por ejemplo, sobre Olmedo, Tato Bores, Fidel Pintos, La Noticia Rebelde, el Gordo y el Flaco, Enrique Pinti, Quino. Era divertido él, también, contando historias, o respondiendo entrevistas. Me impresiona que ese rasgo, el humor, contribuyó mucho en su popularidad y en el cariño que le tienen sus lectores.
¿Cuál es tu mejor Soriano?
Me copa mucho su trabajo en general, en el que se integran el periodista, el escritor, el futbolero, el humorista, el observador político, el que mira la cultura y no pierde de vista la economía, el que coteja sentimientos e intereses. Es un tipo que habilita muchas perspectivas, que contagia a indagar, a curiosear, a poner en relación. Si enfoco ya en su narrativa literaria, los libros que más me gustan de él son Cuarteles de invierno, La hora sin sombra y sus relatos de infancia y adolescencia en distintas ciudades del país, que aparecen en las compilaciones Cuentos de los años felices y Piratas, fantasmas y dinosaurios.
Osvaldo falleció a los 54, una edad en la que varios todavía tienen mucho para dar. ¿Qué libros hubiera escrito de haber vivido hasta nuestros días?
Muy joven era, claro que sí; y por supuesto, creo que hubiéramos seguido disfrutando de su escritura. Muchas veces sale al cruce la pregunta, “¿qué diría Soriano de esto?”, y es algo que no solo me pasa a mí. No podemos saberlo, más vale, pero proyectamos sobre los sucesos o los personajes su ironía y, como sus criaturas, su entusiasmo y su escepticismo. Le encantaba la tecnología: fue uno de los primeros escritores en el país en adoptar la computadora, se compraba los modelos nuevos que salían y lo fascinaba navegar en la primera internet, que hoy parece de las cavernas. Seguiría auscultando a fondo el día a día en sus múltiples vertientes, apostaría. En cuanto a su literatura, no lo sé: aunque hay hilos invisibles entre sus libros, novela a novela iba cambiando, y en particular la última, La hora sin sombra, parecía abrir una nueva etapa en su narrativa. Dejó varios proyectos inconclusos, pero quién sabe. Sí sabemos, en cambio, que subsistirían algunas de sus pasiones, que seguiría orientándose con los gatos y que estaría entusiasmado con la campaña del gallego Insúa en su adorado San Lorenzo.