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Adrián Socorro Suárez: SERUNOMISMO

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Un pintor cubano llama la atención – desde la epicéntrica provincia de Matanza – en el panorama plástico cubano con su galería de demonios difuminados que recuerdan casi siempre su rostro. Su reciente muestra de autorretratos, refiere a la pandemia, a las secuelas del COVID, a la abulia y a la muerte, en una isla-aislada y en crisis permanente. 

Por Juan Carlos Rivera Quintana

Tengo enfrente su autorretrato grotesco, impregnado de colores negros y grises, bajo fondo rojo sucio, casi una figura fantasmática y espectral que implora no sabemos qué, pero todos imaginamos… Sus lentes oscuros, que ocupan casi todo el cuadro, parecieran no querer ver nada a su alrededor, y una mueca de tedio se le pinta en el rostro… de abulia, de tristeza infernal… de muerte.

En otro se repite la misma cara, pero de la boca sale un vomito verdoso que se derrama indiferente por la boca y cae al suelo. En otra pieza, intitulada: “Libre”, el pintor se aprieta el cuello para evitar proferir palabras, que puedan comprometerle y un chorro de sangre comienza a brotar. Unas ojeras rojas difuminan sus ojos, como si quisiera quedar ciego para evitar ser un conciente ciudadano (por aquello de ojos que no ven corazón que no siente) y quedar a salvo de la confrontación policial y la cárcel, que – por estas horas – embosca a muchos cubanos.

En una esquina de la galería “Pedro Esquerret”, en su provincia natal, bajo la curaduría del especialista de artes visuales, Alexander Lobaina y del propio pintor, se destaca, como una pieza central de la muestra, el autor de cuerpo entero, vestido con levita y moñito negro, como para una recepción oficial (¿o una condecoración?) solo que la cabeza la lleva en la mano y sobre sus hombros yacen pájaros de colores estridentes, cotorras que graznan sin parar. La bragueta del pantalón está abierta y deja ver un falo exagerado por donde gotea semen. ¿Su título? “Cómo ser seductor en tiempo de crisis” (óleo, acrílico, carboncillo sobre lienzo/90 x 70 cms.), una verdadera humorada, en tiempos de pandemia, una burla corrosiva.

Esa narrativa discursiva, también, se interna por el campo de la libido, del placer sexual de los menáge à trois, de los toqueteos, de las festicholas húmedas sin límites donde abunda el ron casero y otras hierbas, de las fiestas clandestinas como si se quisiera liberar los instintos más mundanos y primarios… más animales, después de tantos días de encierro por esta peste medieval que nos azota, como si tratara de dar riendas sueltas al desgaste de una rutina que nos inmovilizó, aisló, paralizó y nos hizo olvidar la existencia misma, conduciéndonos al aniquilamiento en vida… a la muerte civil.

El morbo y la muerte como recurso

No por gusto, sus texturas intentan dejar de lado lo limpio, craquelan el espacio, el telón para dar la imagen de pinturas antiguas, como sepiadas y fuera de época o de todas, ¿quizás? Así sus fondos simulan borrones difusos, casi siempre color mierda, tirando por la borda – a propósito – el oficio, sus herramientas expresivas, su técnica y hasta la belleza con el interés de crear algún encanto regodeándose en la fealdad de la existencia. Son una especie de bad painting más elaborados, más pulcros, pero sucios y sórdidos como propuesta pictórica. Decía, hace poco – y coincido totalmente con él – el crítico cubano, Antonio Correa Iglesias, en la Revista El Estornudo, que frente a una pieza espectral de Socorro, uno tiene la sensación de que importa más lo performático, lo gestual para causar perturbación y hasta pesadillas, donde se “tiene la percepción de un boceto más que de una obra terminada”. (https://revistaelestornudo.com/lo-grotesco-el-deterioro-y-la-belleza-en-la-obra-de-adrian-socorro/)

Y así vemos desfilar por esa galería de monstruos, gozadores y suicidas isleños, por esos grupos casi asexuados y en poses amatorias, que recuerdan mucho – en lo discursivo, no en la realización – a un grande de la plástica cubana como Servando Cabrera Moreno (1923-1981), en esas caras parecidas y diferentes por lo postural y narrativo, que – por momentos – remedan las máscaras venecianas del Dottore della peste, pero que cohabitan en la isla de Adrián, en ese intento por detener la mirada sobre uno mismo y su entorno, agazapada la posibilidad de la finitud, de la muerte, del contagio, de la terapia intensiva y los respiradores, de la violencia como escenario, en ese marco político de la isla de Cuba, representando en el estudio-taller del artista (vuelvo a la ritualidad de retablo de cada pieza), donde pareciera que todo ocurre, en ese microcosmo, convertido en “ experiencia colectiva, (…) donde acecha obsesivamente el yo, el impudor de una paleta rica en abusos y digresiones que – al decir del crítico y curador de arte cubano Andrés Isaac Santana – colocan muy en alto el listón para los que consideran que para  hablar de la pandemia y la gran epopeya de lo vivido, basta con citar/reproducir la famosa mascarilla (nasobuco). Esta muestra sin exagerar nada, es una auténtica infracción en el paisaje de una intimidad escandalosa”.

Sin dudas, y confieso que tuve la misma sensación ante sus obras, hay mucho de ángel y de demonio, de doctor muerte, en la narrativa pictórica de Socorro Suárez, aunque él intente disimularlo, pero alguna pezuña diabólica asoma siempre para alertarnos que entramos en zona peligrosa, en un campo minado, en ese “cuerpo como campo de batalla”.

Y al decir esta última frase me viene a la mente Susan Sontag, una ensayista e intelectual norteamericana, de grueso calibre, una de las mentes más lucidas del siglo XX, quien hace unos 40 años, publicó un ensayo brillante: “La enfermedad y sus metáforas”, que se percibió, entonces, en el ambiente médico como un tsunami, pero que aún hoy sentimos sus olas altísimas pues hablaba de la estigmatización, en la sociedad occidental, a los pacientes con cáncer, SIDA, sífilis, lepra y con tuberculosis… donde intentaba echar luz sobre el contagio. Ella dijo: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía: la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”. Y es que, como suelo decir, la finitud entre la salud y la enfermedad es un hilo estambre, que – en algún momento – se rompe y comienza el cuesta abajo, esa “ciudadanía más cara” de la que Adrián Socorro Suárez nos intenta advertir, haya o no pandemia, porque vamos en fila india y tarde o temprano nos llega la salida definitiva. En fin, el mar, diría el poeta nacional, Nicolás Guillén; en fin… auxilio, ¡Socorro!, terminaremos diciendo todos.

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