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Abelardo Castillo Poeta

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La fiesta secreta:  La otra puerta, o el íntimo sabor del mundo

Por Nicolás Jozami

Contraseña es la primera palabra que me surgió al leer y luego pensar esta reseña. No dejo de sentir que el ingreso a las palabras del Abelardo Castillo poeta es una furtiva intromisión a otra puerta que el autor decidió mantener -si no cerrada- apenas entreabierta. Pero ese instinto de fisgón se agradece a partir del trabajo que hicieron Gabriela Franco y Eduardo Mileo para Ediciones en Danza: dar a conocer la porción de literatura que el propio Castillo se hizo a sí mismo y a algunos pocos amigos en una escritura que nada tiene que envidiarle a sus volúmenes publicados en vida, incluidos los Diarios. EnLa fiesta secreta no dejamos de asistir a la búsqueda interminable de alguien que lanza una cruzada vital para hallar el sentido (anagrama de “destino” y aquí vale mucho) de una vida a partir de las palabras que decidió como magma de sus desvelos artísticos.

Encuentro cuatro zonas temáticas en la colección de poemas, donde las fechas de cada texto indican claramente qué intereses, motivaciones e ideario acompañaron a Castillo desde sus tempranas creaciones a los 18 años. Ya supe arriesgar en alguna oportunidad -mi devoción por Abelardo no es novedad- que Castillo parecía venir desde el inicio con toda su destreza escrituraria puesta, que la literatura que hizo lo habitó desde sus inicios, y este volumen lo confirma: un cuento a sus 60 años no tiene nada que envidiarle a un poema de los 23. Las técnicas, la elección de las palabras y la homogénea retórica y sintaxis castilleana no admiten un “progreso”, sino que todo siempre está ahí, en cada texto, en cada elucubración ensayística, en cada drama, en cada entrada de los Diarios.

Pero decía, encontramos en La fiesta secreta cuatro zonas desde las que es posible atravesar los poemas: una de ellas concentra lo que llamo poemas ontológicos, donde las interrogaciones sobre el ser y el sentido de la vida es enmascarado por luminosos versos rimados, decires cuya sensibilidad ha persistido en sus prácticas literarias. A esta serie pertenecen por citar algunos “El orante”, “Mellonta tauta” y “La locura”.  Otra zona es la que vinculo con la política; más bien los sucesos políticos sobre los que Castillo escribe al calor de su manifestación o por aniversarios, que es el recordatorio de su manifestación. Las fechas, así como los títulos ayudan mucho para enmarcar el tiempo preciso en el que el escritor estampaba versos. Aquí encontramos “Bahía de Cochinos”, “Cuauthemoc” y “Reuter”. Una tercera zona incluye los poemas referidos a la juventud, infancia, al paraíso perdido de San Pedro y de sus alrededores. Algunos están escritos cuando Castillo mismo era un púber, en la cocina de su casa; por caso un viaje de despedida de San Pedro a los 17 años, la experiencia escolar, la de la colimba, entre otras. Aquí pertenecen “Primera palabra”, el esplendoroso “Tiempo de verano”, “De allá, del pueblo donde” y “La paloma”. Por último, encontramos los poemas dedicados a escritores, amigos, lecturas e impresiones sobre el propio quehacer de la escritura. “Fotografía de Malcolm Lowry” condensa la admiración por el autor de Bajo el volcán pero con un guiño al amasado de la propia escritura con verdugos -esa familia espiritual- tan potentes que pesan y velan en igual medida desde arriba hasta el encogimiento; “Verleniana”, “Mario de Lellis”, “Alice in Wonderland”, “Unamuno” y “Estatua de Florencio Sánchez” pertenecen a esta clasificación. 

Examinemos cada una de esas zonas con palabras del autor, donde el lector puede vislumbrar diáfanos rasgos en el inexorable destino de escritura de Castillo. En la primera, dedica diatribas con la finura digna de un filósofo. Aquí encontramos poemas como “Homenaje”, donde un Castillo de 20 años le saca la lengua a la muerte, escribiendo: “Un día nos convenceremos de que eres/una abstracción metafísica/un sueño que asesina/y dejaremos de pensar en ti//porque olvidarte es lo mismo que la vida.” En “Noúmenos”evidenciamos la búsqueda del Castillo explorador del espíritu, el religioso, que cree que “…todas las cosas guardan celosamente su misterio” y que “Yo he oído ese llamado y he probado a veces el íntimo sabor del mundo”. El poema -escrito como una prosa poética- cierra con algo que conducirá al título de su último libro de cuentos El espejo que tiembla, en 2005. Los versos finales rezan: “Quién no ha oído latir de pronto un mueble en medio de la noche.//Quién no se ha mirado repentinamente en un espejo sin reconocerse”. En “Sermón de estas montañas” hay un juego paródico con los textos religiosos, humanizando la pretendida y angelada propuesta para nuestras vivencias terrenas. Aquí vemos al serio humorista Castillo que predica “Bienaventurados los que lloran porque a cada nuevo puntapié que les den en el culo tendrán otro buen motivo para ser consolados”, y al cierre un giro tan wildeano como revelador: “Bienaventurados los misericordiosos pero, por las dudas, conviene recordar que los mansos hemos venido al mundo con sólo dos mejillas”. En “La rosa y Einstein” tenemos al gran físico en el cotidiano gesto de abrir un postigo y ver una rosa en su jardín. Dejemos a Castillo: “Está mirando el cielo./Ve, lejana,/ la más lejana de las nebulosas/y algo le habla: el espacio. Una campana/de alguna hora. (Dios hace estas cosas.)//Y él oye el Universo como un llanto. Espacio y tiempo son el mismo abismo./No está en ningún lugar ninguna cosa”; he aquí algo que funciona como el reverso del poema arriba citado sobre el misterio que esconden todas las cosas y que el Yo lírico dice haber sentido.

En el segundo grupo de poemas hay -como indiqué antes- señales precisas. El inicio del poema “Reuter” nos coloca en un estado de furiosa estupefacción genealógica cuando escribe que “Por la mañana a veces abro el diario y me digo/a éstos/nunca los parió nadie/no han de tener ombligo, la dulce/cicatriz milenaria/que vientre a vientre nos anuda, desde/la remota muchacha que comía manzanas”; la referencia se va armando a medida que avanzamos y al final el poeta (se) aclara que lo escribió teniendo presente la invasión a Santo Domingo, en 1965. Esos individuos, que parecieran no formar parte de la especie humana, “no son como la gente de mi pueblo que de noche en verano saca/sillas de paja a las veredas y conversa de lluvias y naranjas”, expresa. En “Huelo el odio…”, datado en los años ’90, nos enteramos que Dios “se murió simplemente de tristeza” pero además (con una metáfora liliputiense, con gusto a derrota) que “Cuba es un diminuto velero boyando hacia el recuerdo” donde se inscribe la desesperanza pero asimismo el irrenunciable ejercicio de la memoria.

En mi opinión la tercera zona no sólo es la más rica, sino la que más define las inquietudes de la poética castilleana. En otras palabras, son los poemas que irradian virtuosamente con más fuerza la cosmovisión y los propósitos literarios del autor. Aquí encontramos por ejemplo “Tiempo de Gramática y de tiza”, “Elegía para la casa demolida”, “Tiempo de verano”, “Marzo” y “Arcana Caelestia”. Notemos primero las alusiones temporales que hay en varios de estos títulos; el tiempo y su transcurrir, lo inasible del verdadero “decir” y la expresión justa para lograr un atisbo de belleza es un tema recurrente y contaminante en la obra de Abelardo Castillo. En el primer poema, la remembranza juvenil -la del mal alumno- le permite rumiar cuestiones universales y entender que los “aprobado” desaprobado” en la escuela son una excusa para encontrar el verdadero destino (o sentido) a la propia vida. Allí leemos “Porque uno estaba antes en el justo/lugar del mundo que correspondía./Uno estaba en lo exacto y tan a gusto/como un círculo azul de geografía.” La comprensión de ese muchacho de 23 años que escribe el poema ya estaba ahí. Tres estrofas más abajo plasma nuevamente ese miedo a la muerte que lo recorrerá durante toda su vida sin equívocos: “La vida sí era grande. Me parece/que no había ni muerte. A lo mejor/es que uno a medida que envejece/hace crecer la muerte alrededor”. Pensemos un segundo que esto lo escribe un joven de 23 años; traigo nuevamente aquel verso de “Homenaje” donde imprecaba contra la muerte diciéndole “porque olvidarte es lo mismo que la vida”. En “Elegía para la casa demolida” dimensionamos la empresa del escritor de querer asir (la imagen que me permito y que creo más exacta es embutir) todo en palabras: “Hay que soñarlo todo, los hastiales,/el aljibe que amó la enredadera,/decir la luna de oro en los vitrales”. El infierno cual Paolo y Francesca es que una vez derrumbada la casa “Ni la muchacha fue ni él vino nunca”, ya que “Cada cual/nació para una casa y unos sueños”.

No lo he dicho hasta ahora, pero así como cada poema tiene su germen o nacimiento y despliegue en entradas de los dos tomos de los Diarios, también podemos relacionar y emparentar muchos con alguno de sus cuentos, donde la temática adquiere otro tenor pero el punto nodal es el mismo: textos como “Ondina”, “La que espera”, “El tiempo y el río” y “Also Sprach el señor Núñez” tienen su evidente eco y correlación con un poema.  Pero es “Tiempo de verano” donde creo hallar de cuerpo y alma completa al Castillo escritor. Está fechado en 1972; aquí aparece “lo que no siempre dejó de suceder” que es un sello castilleano; en sus palabras: “pensar que hace veinte años en San Pedro una noche de verano igual que ésta en la cocina de mi casa y escuchando muy bajo la radio para no despertar a mi padre yo era lo que se dice un verdadero poeta que tenía a lo sumo cinco o seis años más de vida//pensar que el Secreto del Mundo lo conozco porque reside en salir casi desnudo a la noche del patio y tirarse de espaldas en la tierra y dejar que las constelaciones caigan sobre los ojos hasta que el júbilo y la fiesta y las lágrimas te hagan pensar en Dios”.  Me atrevo a decir que Crónica de un iniciado, La casa de ceniza, El que tiene sed, el drama Sobre las piedras de Jericó y muchos cuentos y ensayos dan vueltas y están al acecho de esta cita del poema: se conoce el (bello) secreto del mundo, de la vida, pero no se sabe cuáles son las palabras exactas para expresarlo; la literatura castilleana (con la formidable arquitectura de sus textos) es el intento de esa empresa, de esa comprensión.

En la cuarta zona temática incluyo los poemas que son guiños (o contraseñas) internas a la literatura, a autores y al ejercicio lector. En “Estatua de Florencio Sánchez” hay la tristeza nostálgica de una intemperie (o posibilidad de olvido) del dramaturgo uruguayo -que adoptamos como propio- convertido en piedra fría de nuestro país. En “Alice in Wonderland” está el ensueño de lectura del libro de Carroll, pero está el sueño del dormitar sobre el cabello enmaravillado de Alicia. Hay, si repasamos los poemas, una fijación de Abelardo por el cabello y por el amarillo; en poemas dedicados a sus mujeres amadas es una imagen que se reitera. En los dedicados “Mario de Lellis”, “Canto blanco en la bachata grande a Nicolás Guillén”, “Dos dibujos para Van Gogh” o “Para Aníbal de Antón” está el agradecimiento, la sorpresa y la amistad del autor para con su familia espiritual. En el último, escribe una mano con esa tentación jovial por el arrasamiento compartido del mundo: “Borracho amigo triste; yo te declaro hermano./Mi mano de hombre busca tu masculina mano/para darte, hecha verso, colmada de lirismo/mi alma, ¡que es poeta a pesar de mí mismo!” La separación de esa parte del cuerpo con la que escribe el Castillo joven y desde donde esparce el alma, proporciona a la amistad ese poder ser hacedora de versos; no es una cualidad intrínseca o personal la literatura, sino mancomunada, colectiva, nacida en el paciente y alborotado afecto de noches y lecturas. He aquí el eco de las tres revistas fundadas por el escritor con tanta gente alrededor, revistas literarias ya clásicas en nuestro país, como son El grillo de papel, El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. En “Mario de Lellis” sigue esa fiesta nada secreta de las reuniones de escritores. Ve en ese amigo, en sus bigotes, una sinécdoque de dos personajes importantísimos: Chaplin y Poe (rescatados en el ensayo “El otro Poe” de Las palabras y los días): “tu parecido a dos, ricos en tumbo/y en bigote, vecinos tarambanas/de la risa y la muerte, tus bigotes/donde Chaplin y Poe tropezaban”.  Y más arriba: “Una vez festejamos una fecha./Otra vez te morías a mansalva./Pero antes quién nos quita el vino, el truco; los actemines de abolir el alba”. La premura por vivir, por gastar la vida; eso trasunta el poema. En “Unamuno” advertimos la confesa admiración por el pensamiento del existencialista español que marcó a generaciones y a quien Castillo no deja de colocar como un quijote con su religiosa empresa de agonizarlo todo: “Agónico Miguel del mucho Gólgota/con tanto infierno y rajos por el alma,/qué soledad más sola fue la tuya/tan sin el Sancho Panza”.

He llegado a entender que la obra de Castillo susurra algo que queda restallando en el corazón. El arte (no sólo de escribir, sino de leer, y en eso Abelardo también es un maestro)[1] salva, pero con una ineludible condición: hay que hacerse cargo de la propia salvación; el sentido del destino está en las manos de cada mortal, pero únicamente allí. Como escribe en “Las palabras”: “Yo armo estas sombras, libros, eso es todo./Yo no estoy muy seguro de ser cierto./Invento historias como quien dibuja/la cara que tendrá después de muerto”. Para el escritor Castillo, cada frase plasmada busca la conmoción del latido en el lector. Por ello entendía que cada palabra suya podía llegar a ser la última. Con ese lema ha vivido su fiesta secreta, con las letras como invitadas de lujo.

[1] Básteme un botón de muestra para esto: en una entrada del segundo tomo de sus Diarios 1992-2006, precisamente la del 7 de junio de 2000, Castillo recuerda su duda acerca de si el Homero de la Ilíada fue el mismo que escribió la Odisea, debido a que ha leído que Ulises es alto en la Odisea y no así en la Ilíada, a partir de la descripción desde las murallas que hace Helena a Príamo de los héroes griegos.

Tiempo de gramática y de tiza

Fue tiempo de gramática y de tiza
y una raíz podía ser cuadrada.
Hubo circunferencias, la sonrisa
era sonrisa porque sí, por nada.

Porque uno estaba antes en el justo
lugar del mundo que correspondía.
Uno estaba en lo exacto y tan a gusto
como un círculo azul de geografía.

Vivir no fue tan complicado asunto,
era buscar un logaritmo o era
unir el corazón en un solo punto
con una transversal de primavera.

El mundo terminaba en mi mirada,
donde acaba el sauzal y empieza el río.
Más allá del sauzal nunca hubo nada,
del sauzal para acá todo era mío.

La vida sí era grande. Me parece
que no había ni muerte. A lo mejor
es uno que a medida que envejece
hace crecer la muerte alrededor.

Había lunes, me acuerdo, y yo sabía
una calle de greda y tosca y polvo
y un ligustro después donde escondía
mis libros, la tristeza, el guardapolvo.

Fui triste y mal alumno, al recordarme
recuerdo con oprobio mi libreta.
Una vez yo quería suicidarme.
Otra vez yo quería ser poeta.

A veces pienso si existió, si es cierto
que existió de verdad el chico tiste.
Me da un poco de pena que haya muerto
y que sea Castillo en que no existe.

(1958)

La rosa y Einstein

Einstein abrió el postigo esta mañana.
O esta noche. De antiguo ciertas cosas
son como son los sueños…La ventana
da a un rosal y a una rosa entre las rosas.

Está mirando el cielo. Ve, lejana,
la más lejana de las nebulosas
y algo le habla: el espacio. Una campana
de alguna hora (Dios hace estas cosas.)

Y él oye el Universo como un llanto.
Espacio y tiempo son el mismo abismo.
No está en ningún lugar ninguna cosa.

Yo soy Einstein, murmura. Le da espanto
ser Einstein, no ser nunca más ¿el mismo…
Eterna en el rosal, sigue la rosa.

(1970)

La paloma

Hoy vino la paloma.
Yo estaba bebiendo no diré
qué ceniza

Y de pronto llegó con reverencias la paloma.

era un precioso animalito gris
con los ojos redondos y de púrpura.

Llegó hasta mi balcón
se despiojó
y su cuello brillaba con realeza y en el pico
tenía un majestuoso puñadito de nueve.

y yo supe que no la olvidaría, y eso
sencillamente

Es todo.

Nóumenos

Hay algo misterioso, agazapado, en el exacto centro de las
            cosas, inexplicable como el canto de un pájaro en la
            noche, invisible y sin embargo ahí. Como en la estricta
            redondez de la manzana está el gusto a manzana, no
            de otro modo todas las cosas guardan celosamente
            misterio.

Yo he oído ese llamado y he probado a veces el íntimo sabor
            del mundo.

Paso todos los días frente a un tapial. Ayer me detuve perplejo
            y escuché largamente el rojo inesperado de los ladrillos,
            sentí el gusto agridulce de una mancha amarilla. Tuve
            miedo.

Hay árboles que son mucho más que un árbol recortados allá
            contra el crepúsculo gritando en mitad de una llanura
            pensativa, hay nocentes piedritas grises malignamente
            hendidas por una vena blanca, o hay una rosa más oscura
            de lo debido en el rosal.

Quién no ha oído latir de pronto un mueble en medio de la
            noche.

Quién no se ha mirado repentinamente en un espejo sin
            reconocerse.

(1957)