En las reuniones de primos y primas usamos pocos y vagos conceptos psicoanalíticos. Nos sobreexcitamos cuando asumen algún grado de efectividad explicativa. El Freud y el Lacan de “Little Calabria” son dos pobres tipos contorsionados al uso nostro. Los usamos para explicarnos o justificarnos. Pero la verdad, ya no lo sabemos. Las narraciones ayudan a recolocarnos en el espacio presente, en nuestras luchas metafísicas, colaboran para ligarnos a un pasado inmediato y para dotar de historicidad a nuestra existencia. Necesitamos alguna épica, una identidad o inscripción para sobrevivir a esta velocidad incierta de la globalización. ¡No bombardeen Little Calabria! Además, ¿a quién no le gusta sumergirse en la elaboración de una narrativa sobre su biografía? ¿A quién no le gusta localizarse en el pantano de las identidades? Todos y todas somos camorreros con el lenguaje. El yo esta detonado en palabras para autonarrarse, autopercibirse o presentarse. Las redes sociales y los vínculos lo imponen. Contamos, de muchas maneras, nuestras vidas. Tenemos una lengua larga y, por momentos, incontenible. Algunas veces somos buenos y buenas intérpretes de nuestros actos y otras una fake news de nosotros mismos. Lo único que sé es que funciona, que camina. Y esto sucede porque al otro o a la otra no le interesa toda nuestra vida sino recortes, flashes, unas pocas libras de fluido e historia personal. Quien nos escucha pretende retener o guardar algo que lo linkee a su vida. Algo que conecte con sus palabras internas. Nuestra narrativa biográfica, en estos tiempos, está atravesada por la posverdad, una lengua posible para contarnos a nosotros mismos y un precioso material para interactuar con otros y otras. El otro o la otra es un escucha arriesgado, no sabemos ante quien está o ante quienes estamos. Una posibilidad: asumir la voluntad de conocer. Otra: lascialo perdere!