A veces le digo Julio, a veces Cortázar. No sé por qué lo hago así. Creo que eso nos pasa a todos los que lo conocimos. El hombre, el escritor, el argentino, Julio Cortázar, sigue estando presente en la carta que el adolescente le escribe a su novia. En la imagen de mujer que persigue la adolescente, en esa imagen que la adulta persiguió. En cualquier bandera contra el prejuicio que hoy queramos levantar. Está con nosotros. Y eso es lo que le otorga una dimensión casi mágica.
A Cortázar lo conocí en 1973 tal como lo cuento en mi libro Memorias Imperfectas. Yo era muy tímida y me vi en medio de una entrevista con el ídolo, sí, el ídolo admirado, preguntándome por mi vida, qué hacía, qué quería. Luego caminando por la calle Florida, él, yo, otros amigos, rodeados de gente que lo admiraban y también se preguntaban ¿quién es ella? ¿quién era yo?
Cuando en diciembre de 1983 Cortázar volvió a la Argentina habían pasado 10 años desde nuestro primer encuentro. El había escrito muchos más libros y habíamos mantenido una amistad cordial. Fuimos con él a pasear a Caminito, en la Boca. Hablamos mucho de todo, de la situación del país, de amigos comunes, de infidencias divertidas. Desdichadas intervenciones impidieron que se entrevistara con el presidente Raúl Alfonsín, que asumiría en esos días. No recuerdo si estaba especialmente molesto.
Apenas dos meses después de su visita, el escritor y periodista Alberto Perrone y yo supimos de su muerte. Perrone era mi esposo y también amigo de Julio. Fue una noticia desoladora, de esas que uno no quiere creer. En la Buenos Aires de la naciente democracia, el homenaje de los escritores en el Centro Cultural San Martín reunió a más de setecientas personas. Se oyó música de jazz, su música preferida, y se recordó su literatura.
Pasaron los años, y en el 2000, siendo la Subdirectora de la Biblioteca Nacional, pude comprobar que la obra de Julio Cortázar no estaba en los catálogos. Era algo que no podía creer. Su nombre ya era clave en el Boom de la literatura hispanoamericana, y, a no dudarlo, también era, es, uno de los escritores que integran el canon literario argentino contemporáneo. Arlt, Güiraldes, Marechal, Puig, Piglia, son los narradores que lo preceden y lo continúan, entre los que Cortázar se destaca por haber construido un lenguaje nuevo, un lenguaje que hoy hablamos y escribimos.
La doctora Ana María Barrenechea, eminente filóloga, creadora junto con Amado Alonso del Instituto de Filología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, me ofreció el valioso manuscrito del “Cuaderno de Bitácora de Rayuela”, de Julio Cortázar, que ella ya había publicado con su estudio desde la genética del texto. También había cartas personales y otros apuntes. Barrenechea había sido gran amiga de Julio y él le regaló esos manuscritos.
La oferta me entusiasmó: era la oportunidad de sumar a nuestro patrimonio algo tan importante. Fue necesario respetar las reglas y someter ese valioso bien a la tasación de expertos en libros antiguos para luego realizar la compra.
Después de la muerte de Cortázar, se han publicado muchas de sus cartas y libros de miscelánea donde se puede rastrear épocas, personajes, vínculos. Como dice el mexicano Juan Villoro, “La escritura epistolar es una utopía por entregas: quien manda una carta proviene del pasado; quien la lee se encuentra en el futuro”
Algo similar a lo que siento yo hoy.