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Un cronopio compartido

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Por Josefina Delgado.

El lugar ya no se ve igual. Siempre que pasa cerca del barrio de La Boca, en Buenos Aires, la escritora argentina Josefina Delgado recuerda el día en que tomaron esa foto. Fue durante la última visita de Julio Cortázar a Buenos Aires, ya ellos eran amigos y podían hablar de complicidad compartida.

A veces le digo Julio, a veces Cortázar. No sé por qué lo hago así. Creo que eso nos pasa a todos los que lo conocimos. El hombre, el escritor, el argentino, Julio Cortázar, sigue estando presente en la carta que el adolescente le escribe a su novia. En la imagen de mujer que persigue la adolescente, en esa imagen que la adulta persiguió. En cualquier bandera contra el prejuicio que hoy queramos levantar. Está con nosotros. Y eso es lo que le otorga una dimensión casi mágica.
A Cortázar lo conocí en 1973 tal como lo cuento en mi libro Memorias Imperfectas. Yo era muy tímida y me vi en medio de una entrevista con el ídolo, sí, el ídolo admirado, preguntándome por mi vida, qué hacía, qué quería. Luego caminando por la calle Florida, él, yo, otros amigos, rodeados de gente que lo admiraban y también se preguntaban ¿quién es ella? ¿quién era yo?
Cuando en diciembre de 1983 Cortázar volvió a la Argentina habían pasado 10 años desde nuestro primer encuentro. El había escrito muchos más libros y habíamos mantenido una amistad cordial. Fuimos con él a pasear a Caminito, en la Boca. Hablamos mucho de todo, de la situación del país, de amigos comunes, de infidencias divertidas. Desdichadas intervenciones impidieron que se entrevistara con el presidente Raúl Alfonsín, que asumiría en esos días. No recuerdo si estaba especialmente molesto.
Apenas dos meses después de su visita, el escritor y periodista Alberto Perrone y yo supimos de su muerte. Perrone era mi esposo y también amigo de Julio. Fue una noticia desoladora, de esas que uno no quiere creer. En la Buenos Aires de la naciente democracia, el homenaje de los escritores en el Centro Cultural San Martín reunió a más de setecientas personas. Se oyó música de jazz, su música preferida, y se recordó su literatura.
Pasaron los años, y en el 2000, siendo la Subdirectora de la Biblioteca Nacional, pude comprobar que la obra de Julio Cortázar no estaba en los catálogos. Era algo que no podía creer. Su nombre ya era clave en el Boom de la literatura hispanoamericana, y, a no dudarlo, también era, es, uno de los escritores que integran el canon literario argentino contemporáneo. Arlt, Güiraldes, Marechal, Puig, Piglia, son los narradores que lo preceden y lo continúan, entre los que Cortázar se destaca por haber construido un lenguaje nuevo, un lenguaje que hoy hablamos y escribimos.
La doctora Ana María Barrenechea, eminente filóloga, creadora junto con Amado Alonso del Instituto de Filología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, me ofreció el valioso manuscrito del “Cuaderno de Bitácora de Rayuela”, de Julio Cortázar, que ella ya había publicado con su estudio desde la genética del texto. También había cartas personales y otros apuntes. Barrenechea había sido gran amiga de Julio y él le regaló esos manuscritos.
La oferta me entusiasmó: era la oportunidad de sumar a nuestro patrimonio algo tan importante. Fue necesario respetar las reglas y someter ese valioso bien a la tasación de expertos en libros antiguos para luego realizar la compra.
Después de la muerte de Cortázar, se han publicado muchas de sus cartas y libros de miscelánea donde se puede rastrear épocas, personajes, vínculos. Como dice el mexicano Juan Villoro, “La escritura epistolar es una utopía por entregas: quien manda una carta proviene del pasado; quien la lee se encuentra en el futuro”
Algo similar a lo que siento yo hoy.

Una carta de Julio

Como muchos otros, durante la dictadura, queríamos salir del país. Fue así que Perrone, le escribió a Cortázar pidiéndole una recomendación para la editorial Seix-Barral. En ese momento uno de los directores era el poeta Pere Gimferrer.
Cortázar nos manda la copia de su carta con un añadido de su propia mano:
“Querido Gimferrer: Yo, que no le he escrito nunca por cuestiones mías, lo hago ahora por razones de otra índole; lo hago ahora con la seguridad de que usted se acuerda de mí y con el recuerdo de aquel viejo primer encuentro en las Naciones Unidas, en Ginebra, vaya a saber en qué año”.
 “Acabo de saber que usted forma parte del equipo de Seix Barral. La carta adjunta, que recibí hace unas semanas de Buenos Aires, le explicará el resto (…)”
“Inútil agregar que le agradezco desde ya lo que alcance a hacer por Alberto Perrone, y que alguna vez me gustaría encontrarme con usted para charlar largo y tendido de muchas cosas que nos son comunes. Si voy a Barcelona dentro de unas semanas, como espero, lo llamaré a la editorial, y si usted anda con tiempo nos veremos.”
“Hasta siempre, con un abrazo de su amigo”
Y agrega a mano:
“(…) Esta es copia de la carta que envío a Pedro Gimferrer. Averigüé en la Feria de Frankfurt que es uno de los directores de Seix Barral, y creo que me estima como escritor. Esperemos, entonces (…).”
“Abrazos a los dos, Julio”

La Maga

La primera vez que vi a Julio quise hacerle muchas de las preguntas que todos nos seguimos haciendo. La Maga, ¿existió? ¿Fue alguna de las mujeres que él amó? ¿Cuánto de su vida real había detrás de la trama de sus novelas o de sus personajes? ¿Quién era él? ¿Oliveira o Traveler?
Nunca llegué a preguntarle por pudor. A veces quise hacerlo, pero siempre algo ocurría que impedía la pregunta. Después entendí que no era necesario. Amor y locura, de algún modo son los contornos de este personaje ya convertido en un clásico, como la Alejandra de Sobre héroes y tumbas de Sábato o la Beatriz Viterbo de “El Aleph” de Borges.
“¡Oh, Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra.”
Ya en el comienzo de Rayuela nos encontramos con este nombre, que luego irá desplegando el misterio y el desconcierto que la construyen como personaje, pero también como persona. Se han deslizado hipótesis que, ni el autor, ni las mismas mujeres que podrían haber estado detrás de la Maga, aunque fuera a ráfagas, aceptaron.
La poeta Alejandra Pizarnik, que viaja a Paris en 1960 y algunos dicen que se conocieron en el Pont des Arts, es quizás la más cercana a esa figura femenina donde asoma una visión poética del mundo, pero que le impide ser feliz. Luego, Edith Aron, una muchacha judía, traductora, periodista, que regresaba a reunirse con su familia en Europa. Se conocieron en el barco en el que ambos viajaban, el Comte Biancamano, en enero de 1950. Pero ella se quedó en Cannes y Julio viajó a Paris, allí se encontraron en una librería y pudieron reconocerse. Hubo dos encuentros casuales más: en una función de cine, en los jardines de Luxemburgo, y así es el comienzo de Rayuela, “¿Encontraría a la Maga? La Maga sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”. Edith Aron cuenta que Cortázar le dijo en algún momento que La Maga era ella.

Leer a Cortázar hoy

“Si pudiera explicar lo fantástico nunca hubiera escrito cuentos, creo haberme librado de algunas neurosis escribiendo cuentos fantásticos”, dijo en un diálogo público con Fernando Savater y otros.
Su obra vastísima ofrece a los lectores alternativas de lectura que van, desde el elemento fantástico de la mayoría de sus cuentos, “Casa tomada”, “La señorita Cora”, “La salud de los enfermos”, “La autopista del sur”, “Lejana”, “El otro cielo”, “La isla a mediodía”, con “El perseguidor”, como un puente entre dos maneras de escritura, donde también se puede encontrar un develamiento sarcástico de ciertas conductas sociales: “Conducta en los velorios”, “Queremos tanto a Glenda”, “Botella al mar”, “Deshoras”, sus cuentos de boxeo, “Torito”, “Segundo viaje” y otros. Hasta ese último “Diario para un cuento, donde la autoficción incluye detalles del mundo literario.
Tan desconcertante como atractiva es su propuesta de lectura en las novelas, desde Los premios hasta 62 Modelo para armar, pasando por la cúspide de Rayuela y Libro de Manuel. Casi nos atrevemos a decir que reescribe no solo la trama sino también la estructura, en una especie de hipertexto que de algún modo anuncia ciertas posibilidades que hoy ofrecen los mundos virtuales.
“Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en letras que creen en su título. Es un idioma turbio, caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa «literaria» y fusionar cada vez mejor con ella -pero para irla liquidando secretamente y en buena hora.».
Esto lo dice en 1949 al comentar el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. Julio fue un crítico furioso de todo aquello que significara el establishment literario: se nutrió de las últimas vanguardias de la poesía francesa, pero también creó una literatura fantástica que marca otra línea distinta de la que Borges, de la generación anterior, instala en una tradición literaria más apegada al naturalismo/realismo que al soltarse de la fantasía y romper con los cánones preestablecidos.
Todo lo que un buen cronopio podría hacer.

Del libro Memorias imperfectas.
Un recuerdo.

Es el mes de junio de 1973. La chica, vestida de jeans y camisa escocesa, espera nerviosa en el bar de la esquina de Córdoba y Suipacha. Mira en su reloj la hora que no pasa y se pregunta si el encuentro no va a decepcionarla.
Esta vez no será ella la que pregunte, simplemente hará de acompañante porque no quiere perderse esta oportunidad que no sabe si va a repetirse.
Tiene apenas treinta años y todavía no sabe si disfrutar esta nueva democracia que se inicia. Entonces entran ellos. Uno, su amigo el periodista. Otro, un hombre alto, de barba oscura, una casaca de bolsillos en los que parece posible guardar muchas cosas. Ella se levanta, saluda tímida, y los hombres se sientan. Piden los cafés, pero todavía falta alguien. Es el fotógrafo, Antonio Legarreta. El periodista se levanta y pide un teléfono en el mostrador. Ella no sabe de qué hablar, no sabe si el ídolo recibirá de buen talante sus preguntas ingenuas. ¿Cuáles? Si la Maga existió, si a él le gusta estar en Buenos Aires, qué piensa de este momento que vive la Argentina, si no tiene ganas de volver para siempre… Pero se queda callada y en cambio es él, con su erre arrastrada, el que la sorprende preguntándole qué hace, cuál es su profesión, qué piensa ella de todo esto que está sucediendo. No puede creerlo: él, el escritor que les dio un lenguaje a todos ellos, los jóvenes de hoy, se interesa casi podría decirse con cierta ternura, en una chica a la que no conoce.
El periodista vuelve y les propone que caminen por Florida, Legarreta va a salirles al encuentro. Sí, ella también, en las fotos estará ella con su jean y su camisa escocesa. Obedece, todos miran a esta extraña pareja, reconocen a Julio y seguramente se preguntan por la identidad de su compañera.
Luego suben a un auto y recorren la ciudad hasta llegar a San Telmo, la calle Humberto I°. Allí bajan todos en una vieja casa de patios iluminados por el sol otoñal. Es una casa que debió albergar a una familia hace un siglo y que hoy se ha convertido en un restaurant de moda. Legarreta, un hombre pequeño y nerviosamente delgado, despliega un sin fin de tomas con su cámara evidentemente profesional. Cortázar estira sus largas piernas, se acomoda la cazadora, hurga en sus bolsillos, se ríe, hace comentarios. Se lo nota contento, satisfecho de moverse por este barrio de la ciudad vieja.
Caminan y entran en una casa que a Julio lo inquieta. Parece deshabitada, y sin embargo, de lado a lado en el patio con piso de ladrillo cuelga la ropa recién lavada. Una mujer se asoma apenas, curiosa, y Julio la saluda.
Entonces ya la tarde se termina y la chica se prepara para guardar su recuerdo toda la vida.

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