No todas las cosas comienzan bien, pero un inicio tan ilustre parece digno de una honrosa descendencia: singular, notoria y tragicómica ha sido la manera de abandonar este mundo de una buena parte de los escritores de teatro a lo largo de la historia, sin que esto menoscabe sus glorias anteriores a tan funesto momento. Todo hombre tiene la mujer que merece, se oye decir, pero este aforismo no parece ajustar bien a los grandes dramaturgos, al menos en lo que a la obligación de morir se refiere. Ironía del destino, broma sarcástica, desdeño indecoroso o mutis de bufón que nos deja desarmados después de una pirueta o un giro coloquial en el que les iba la vida; la ley del cielo o de la gravedad juegan de nuevo una mala pasada cuando hacen estopa en una oscura calle parisina a Cyrano de Bergerac, muy conocido en su época tanto como escritor de comedias como duelista, aplastado por la presión de un silbante madero que vino a estrellarse -también- sobre su cabeza en 1655, a los 36 años de edad. Pero ninguna de estas cualidades -o ruedas de fortuna- lograron trascenderlo tanto como su amistad con Juan Bautista Poquelín, quien lo utiliza como referencia principal en el diseño de uno de sus más famosos personajes y, de paso, continúa la tradición: la muerte, como el amor, es una fábula incesante, y la casualidad, la sospechosa coincidencia, algo más que un simple golpe de dados. El 17 de febrero de 1673, una semana después de estrenar El enfermo imaginario, muere Molière sobre el escenario de un teatro de provincias, justo cuando su personaje Argón -¿o él mismo?- respira tras la intranquilidad de un malentendido, y alguien del público grita entusiasmado: “!Ánimo, Molière, esta es la gran comedia!”