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Natalia Zito: Es imposible escribir en asepsia de uno mismo

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Por Valeria Sol Groisman

Foto: Marian Melinc

Escribir para encontrar un hueco por donde mirar hacia fuera. Escribir para volver a respirar. Escribir para sentir. La escritura como necesidad, impulso, placer. Poner en palabras para no poner en el cuerpo. Poner en palabras para que otros puedan seguir escribiendo. Recurrir a la palabra para ir a fondo.

Natalia Zito es escritora y psicoanalista. Aunque sus oficios no se asentaron en ese orden: primero fue el diván; después el procesador de textos. Pero siempre, antes y ahora, la palabra. “La distinción entre la psicoanalista y la escritora es cada vez más pequeña, (…) en mi caso no sé si son dos maneras, quizá sea una, una manera de ir hondo todo lo que pueda, con todo lo que tengo”, admite respecto de su trabajo.

Autora de un libro de cuentos, dos novelas y un ensayo, que acaba de publicarse, Zito siente que su lugar es la novela, pero entendida como un género capaz de contener múltiples y disímiles capas. Una de ellas es lo autobiográfico. Por eso, leerla es también conocerla. “Es imposible escribir en asepsia de uno mismo”, dice cuando surge el asunto de la autoficción y todo ese conjunto de prejuicios y críticas que se presentan como novedad respecto de lo que en realidad es un antiquísimo y válido punto de partida en la literatura: escribir a partir de lo que uno ha vivido. Justamente de ese debate se nutre Zito en Traidores, su nuevo libro. Una invitación a volver a poner al debate de moda (“como los lentos”, bromea Zito). Después de todo, quizás sea una buena alternativa frente a la tan contemporánea polarización.

Quiero empezar preguntándote cómo fue el pasaje -si es que lo hubo- de psicóloga a escritora de ficción. ¿Son la escritura y la escucha terapéutica dos maneras distintas de acceder al lado profundo de las palabras?

Hubo una transición, una transformación que llevó muchos años y comenzó con la pérdida de mi primer hijo cuando estaba embarazada de 22 semanas, hace quince años. La edad gestacional implicó el parto de un bebé muerto. Esa experiencia me cambió la vida. Yo ya venía pensando en prestar más atención a esa parte de mí a la que le gustaba escribir, pero siempre pensando en la escritura psicoanalítica, ni se me cruzaba por la cabeza ser escritora. Pero esa experiencia, la de mi primer hijo, me puso en estado de necesidad: ya no era escribir como algo accesorio, sino que la escritura se reveló como ese barco que me iba a rescatar. Ahí apareció la literatura de la mano de alguien que hoy es mi amiga y principal lectora de mucho de lo que escribo, que se me acercó con un poema de Poe y me dijo: “Yo creo que esto es para vos.

Después de todos estos años, la distinción entre la psicoanalista y la escritora es cada vez más pequeña, te diría que en mi caso no sé si son dos maneras, quizá sea una, una manera de ir hondo todo lo que pueda, con todo lo que tengo.

Tu primer libro fue de cuentos, el segundo una novela con tintes autobiográficos, el tercero una especie de crónica (hibridación entre ficción y periodismo) y ahora se viene un ensayo. ¿Hay algún género en el que te sientas más cómoda?

Mi lugar es la novela, pero te digo esto y siento que de alguna manera falto un poco a la verdad. Es decir, mi lugar es la novela, pero lo que yo concibo como novela, que no necesariamente coincide con la definición académica. La novela para mí es una casa grande donde puedo quedarme durante largo tiempo, que al principio está vacía, pero es justamente esa amplitud la que me permite pensar la forma cada vez. Es una casa en la que necesito estar para que llegue el momento de irme en busca de otra, y así.

Me gusta esa definición. ¿Cómo, cuándo y por qué empezaste a escribir?

Yo diría que hay tres momentos en la cronología de mi escritura. El primero son los poemas malísimos de la adolescencia y un intento de novela sobre un noviazgo tormentoso. El segundo fue el descubrimiento del placer de escribir durante los años de facultad cada vez que tenía que hacer un trabajo práctico, monografía y esas cosas. El tercero, la aparición de la escritura como una necesidad, la manera de sobrevivir a la muerte de mi primer hijo, una forma, un recurso que después adopté como mi manera de soportar las cosas que me toca vivir.

¿Podrías reconocer o recordar algún/a autor/a que te haya detonado las ganas de escribir (además de ese poema de Poe) o que al leer sus libros hayas sentido «tengo que escribir algo así! o «me gustaría dedicarme a esto»?

Las ganas de escribir son una especie de calentura, una intensidad que exige ser atendida; los libros que me generan eso se convierten en mis dioses, me los quedo cerca, como si me danzaran alrededor. Entre ellos podría mencionar casi cualquier libro de Barthes, de Imre Kertész, Proleterka de Fleur Jaeggy, muchos de Kafka (sobre todo sus diarios), El espacio literario de Blanchot y también otros de él, las novelas de Clarice Lispector, La trompetilla acústica de Leonora Carrington, La llegada a la escritura de Hélène Cixous, La peste, El extranjero y El mito de Sísifo, de Camus. Bueno, y podría seguir.

Supongo que para los lectores, siempre que se trate de libros la lista es literalmente interminable. ¿Tenés rutinas o rituales al momento de escribir?

La verdad que no, puedo escribir en diferentes circunstancias, menos cuando mis hijos me dan vueltas alrededor pidiéndome cosas. Ahí me resulta imposible. A veces, cuando me cuesta salir de otros temas y meterme en la escritura, pongo música bien movida y bailo uno o dos temas con energía, como si estuviera en un escenario. Después, vuelvo al texto renovada.  

¿Y cómo sos como lectora? ¿Qué te gusta leer?

Soy una lectora difícil de conquistar, para nada paciente. Si algo no me atrapa en las primeras páginas o no me ofrece elementos que me convenzan de que debo quedarme, me voy; pero me voy sin darme cuenta, sin decidirlo, se me aparecen otros libros que me hacen olvidar ese que no me atrapaba. Me gusta encontrar libros que me den ganas de escribir. Leo ensayos, novelas, cada vez más poesía.

¿Mirás series?

No. Me abruma la idea de las dos o tres temporadas de miles de capítulos. Prefiero mil veces una buena película, y cuando estoy libre, un libro siempre se presenta en mi mente antes que encender la televisión.

Hablemos de tus libros. En Agua del mismo caño, que es un conjunto de relatos, se repiten algunos personajes y también un tema, que sobrevuela el libro entero: el suicidio. ¿Hubo una decisión previa a la escritura de que esto ocurriera?

Ese libro nació con un personaje, Eduardo, un hombre que quiere suicidarse y fracasa en sus intentos. Me divertí mucho con los primeros cuentos que escribí sobre él y casi sin darme cuenta, en un momento, tenía un libro. Fue Claudia Piñeiro quien, en su taller al que fui durante tres años, un día me dijo: podés hacer un libro con esos cuentos. Para mí, ese comentario fue como recibirme de algo. Sí había coqueteado muchas veces con la idea de un ensayo psicoanalítico, pero escribir un libro de literatura era impensado para mí, simplemente ocurrió. Entonces empecé a pensar en otros suicidas; iba a ser eso: un libro de suicidas, pero me resultó aburrido o predecible, y tratando de resolverlo me di cuenta de que lo que estaba haciendo era escribir sobre personajes que querían irse de la vida que tenían, que era lo que estaba haciendo yo en aquel entonces.

En Rara volvés sobre la salud mental. En este caso, narrás la historia de una separación, la pérdida de un hijo, pero también la posibilidad de ser diferente. ¿Te parece que, como dice Rosa Montero, después de la pandemia la salud mental salió del clóset (en la literatura)? 

Más que de la posibilidad de ser diferente, yo creo que Rara muestra lo costoso que es ser diferente, de lo imposible que resulta, te diría. La protagonista no quisiera ser distinta, en realidad preferiría encajar en lo que se espera de ella, pero le resulta absolutamente imposible. Le faltaría un buen psicoanalista, sin duda. Sobre la salud mental me gustaría ser tan optimista como Rosa Montero pero la verdad creo que falta muchísimo todavía. La salud mental sigue siendo lo primero que se posterga, tanto en la agenda política, como en las publicaciones de diarios y revistas, como en la vida de la mayoría de la gente. O ¿cuánta gente conocés que piensa en ir a un psicoanalista con la misma urgencia y determinación con la que acude a un médico, a un nutricionista o a hacerse tratamientos de belleza?

Sí, sin dudas falta, pero quizás de a poco se vuelva más fácil hablar de estos temas. Ojalá que libros como el tuyo puedan ir naturalizando la salud mental como tenemos naturalizada la física. Volviendo al libro, me quiero quedar en el título, que remite de manera literal a una expresión que aparece varias veces a lo largo del libro en boca de la protagonista y narradora: «la mano rara». ¿De qué hablás cuando hablás de la mano rara? 

La mano rara fue la manera de exorcizar mi mano izquierda, una mano que apoyé en el fuego de una estufa cuando tenía menos de un año y que desde entonces me quedó distinta, fea, accidentada, una mano que fue origen de mi vergüenza durante mi niñez y adolescencia y que de alguna manera me pesaba. En la ficción, la mano rara se convirtió en la suerte de alter ego de la protagonista, que a diferencia de ella, es capaz de actuar; pero al menos conscientemente no me propuse dotar a la mano rara de nada más que eso, no había segunda intención ahí, tanto que estuve a punto de sacarlo de la novela, pero después resultó un elemento enigmático que a muchos lectores les resultó interesante, una suerte de unidad de sentido que muestra la parte desadaptada, resistente a los mandatos, de la protagonista.

En Veintisiete noches ya no estás vos, o al menos, no de manera central. Contás una historia verídica que llegó a los medios y que tuvo atisbos de escándalo por la notoriedad de los involucrados, aunque luego y hasta en tu libro pareciera que hubo un silencio impuesto. Desde las primeras páginas anunciás -con el marbete «basado en hechos reales»- que partís de lo fáctico pero que te vas a permitir la licencia literaria de disfrazar algunas escenas y personajes con ayuda de la ficción. Quisiera que me cuentes por qué tomaste esta dirección, cómo fue el proceso de investigación-escritura y qué pasó luego de la publicación. También me intriga saber si llegaste a mostrarle el libro a Sarah, que es Natalia, pero que también podría llamarse Marta, Susana o Mónica, parafraseándote. 

El libro fue concebido inicialmente para ser publicado como una crónica, con los nombres reales, pero la propuesta de Caro Di Bella, mi editora en Galerna, fue buscar una forma que tomara partido en sí misma por la historia y no por el chisme, por el morbo de lo que podía leerse como una denuncia, cosa que no solo no tenía sentido puesto que los juicios llevaban años terminados, sino que esa lectura no me interesaba en absoluto. Así surgió el “basado en hechos reales”, que me permitió algunas licencias ficcionales con la intención de transmitir de la manera más acabada posible la complejidad de la historia.

Antes de la publicación yo tenía mucho miedo de cómo se iba a recibir el libro porque venía de publicar Rara, que es un libro totalmente distinto y me preguntaba si los lectores me iban a encontrar en Veintisiete Noches. Por suerte, ese miedo pasó y al libro le fue muy bien, me trajo y me sigue trayendo, al igual que Rara, muchísimas satisfacciones en muchos sentidos.

La verdad que no sé si Natalia Kohen llegó a saber del libro, ya estaba muy mayor cuando se publicó y ya no tenía contacto con ella. Siendo un tema tan sensible en su historia, no me pareció oportuno volver a contactarla para eso, teniendo en cuenta que no debe ser fácil tener 104 años.

Ahora publicás Traidores, un ensayo en el que te proponés explorar de qué manera se escribe ficción a partir de la información autobiográfica. ¿Qué conclusiones o aprendizajes te dejó la preparación del libro? ¿Es posible pensar algún tipo de ficción que no tenga ni un ápice de rasgo autobiográfico?

Bueno, ese es el debate que yo quisiera que propicie el libro. Quisiera que vuelvan los debates, así como los lentos (ja).

Me anoto.

Yo creo que es imposible escribir en asepsia de uno mismo; deliberadamente o no, estamos en lo que escribimos, aunque por supuesto son distintos los procedimientos para la invención que para la narración de un recuerdo. El libro me hizo reflexionar mucho sobre el concepto de autoficción, me preocupa que su legitimidad como género permita que sea mal entendido, que se crea que si es autoficción, la realidad puede operar como garantía, una suerte de: “lo escribo porque me pasó”. Y yo creo que eso no alcanza para un libro. Me preocupa que eso baje la vara de lo que consideramos literatura. 

Y es un poco lo que pasa cuando se critica a la denominada autoficción. En lugar de valorar la forma, el lenguaje, el tono, se piensa en si es verdad o no, y todo queda ahí. Es un debate muy trillado, pero a la vez todavía está muy verde. ¿Ya estás trabajando en algo nuevo?

Estoy trabajando en una novela, la tercera de la trilogía que se inició con Rara, que será una serie sobre duelo (hijo, padre, madre) y que tiene que ver con la muerte de mi madre.


Qué está leyendo Natalia Zito:

-Los vasos comunicantes, de André Breton
-Hipersueño, de Hélène Cixous