Mientras esperábamos nuestro “turno” para ir a Mar del Plata (si es que llegaba) nos quedaban las plazas, las calles y las casas de tíos y tías reales o potenciales del “ghetto”. Tenía tantos y tantas que éramos dignos de nuestra vieja condición gitana (muchos de esos calabreses y calabresas provenían de pueblitos albaneses o “zíngaros”). El listado mental de la familia extendida era nuestro “padrón” existencial. Una gran red que servía para dejarnos en alguna casa cuando tu mamá o tu papá, o ambos, debían hacer algo. En el ghetto todos y todas teníamos muchas “horas casa” de familiares. Era nuestro gran deporte, como escuchar las cartas que venían de Catanzaro y que ayudaban a socializarnos en un territorio que no conocíamos. 88040 era el código postal de Catanzaro. Lo sabíamos de memoria. Después de años aprendimos el código de San Fernando 1646 (Provincia de Buenos Aires). En invierno nos cagábamos de frío y en verano sudábamos sin respiro mientras escuchábamos cada palabra de las cartas de Parisi, Giovanni, Fioresta, Alessandro y Tomasso. Frío y calor: las temporadas continuas de las letras italianas. Entraban, siempre entraban esas letras, más allá de las condiciones climáticas. Mi abuela, en su cocina, se mantenía inamovible. Pese a todo. Su poder no se conmovía ante ninguna temperatura. Nosotros sí. Mano en la cintura caminando como una leona sobre esas presas escritas y nosotros casi volviéndonos unos sommeliers de estas.