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El “Método Sophia” en el verano del ghetto calabrés

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Por Esteban De Gori

Para mis primas Marisa y Silvia.

Este era un método para mirar todo aquello que pudiese brindar un escote (cerrado, abierto, semiabierto). Esas charlas “informativas” eran acerca de cómo ver con sutileza, sin llamar la atención, sin demostrar curiosidad, las tetas. Vivir de mirar aquello que se esconde era un gran deporte veraniego. El verano era una gran oportunidad de escotes e íbamos tras ellos. Tan rápido como las Vespas. Una moto que solo veíamos en las pocas revistas que llegaban de Italia.

No sé si fueron mis primos quienes me comentaron sobre el “Método Sophia” o fue tan solo mi imaginación. Tengo presente otras cosas como saltar en la cama de la habitación donde se juntaban mis primos Mario, Josecito y Eduardo para escuchar música y hablar de chicas. Había fotos de Josecito de un viaje a Córdoba saltando en unas rocas. Para mí eso era como un viaje a la Luna. Además era el dueño total de una habitación donde los afiches de músicos cubrían todas las paredes. Ahora no recuerdo quienes eran. Pero eran muchos. Había, también, una foto pequeña de Sophia Loren. Tenía una luz especial como si fuese parte de un altar imaginario.

La música al palo y saltando en la cama. Para mí era la felicidad perfecta. Absoluta. Y si además podía escuchar las conversaciones de “adultos” era como participar del laboratorio de una vida que yo todavía no tenía. Ni imaginaba. Quedaba lejos (como Italia). A Josecito le gustaba Phil Collins y creo que eso sonaba en ese duro verano. Incandescente. Todavía no nos íbamos mucho de vacaciones. La austeridad calabresa era fría y monacal. Nos “chupábamos” el verano en Virreyes (o Little Calabria). El sudor era africano. Vivíamos en nuestra propia Calabria Saudita. En ese ghetto vivían zu´Ciccio, Stanzo, zia Armistina y todos sus hijos e hijas y de quienes aprovechábamos, como personas con estómago de posguerra, sus berenjenas, tomates y fideos.

Algunos años. No siempre. Partíamos en caravana y alternadamente a la gran Meca de la arena: Mar del Plata. Mi tía Angelita (Michelangela Angelina) tenía un chalet en calle Dellepiane. Sabíamos que teníamos una especie de “tiempo compartido”. Éramos seis familias (más los paisanos y la familia de mi tío Pierino) y las vacaciones eran un tetris. Solo conocíamos los restaurantes italianos de esa ciudad por boca de mi abuelo. Solo una vez en todas sus vacaciones se tomaba su sopa en “Montecatini”. De alguna manera lo conectaba con los sabores de Italia. Mi abuela no. Su conexión era, en vacaciones, el ahora mismo. Tenía otro registro del mundo. Ella era Jefa donde iba. Pocas historias y muchas órdenes. Era el tótem adorable que todos respetábamos. Mi tirana más amada. Siempre se vestía igual. Debería tener muchas prendas del mismo corte y del mismo color. La presencia física era más importante que la estética. Siempre pensé que para ella el mando no necesitaba “revestimientos”, ni mediaciones. Poder puro. Lograba hacer de las “debilidades” fortalezas. Nunca supo escribir ni leer pero dictaba con precisión y un tipo (mi abuelo) escribía de manera dedicada y hacía de lector cuando las cartas llegaban. Que bella y dramática imagen del poder.

Mientras esperábamos nuestro “turno” para ir a Mar del Plata (si es que llegaba) nos quedaban las plazas, las calles y las casas de tíos y tías reales o potenciales del “ghetto”. Tenía tantos y tantas que éramos dignos de nuestra vieja condición gitana (muchos de esos calabreses y calabresas provenían de pueblitos albaneses o “zíngaros”). El listado mental de la familia extendida era nuestro “padrón” existencial. Una gran red que servía para dejarnos en alguna casa cuando tu mamá o tu papá, o ambos, debían hacer algo. En el ghetto todos y todas teníamos muchas “horas casa” de familiares. Era nuestro gran deporte, como escuchar las cartas que venían de Catanzaro y que ayudaban a socializarnos en un territorio que no conocíamos. 88040 era el código postal de Catanzaro. Lo sabíamos de memoria. Después de años aprendimos el código de San Fernando 1646 (Provincia de Buenos Aires). En invierno nos cagábamos de frío y en verano sudábamos sin respiro mientras escuchábamos cada palabra de las cartas de Parisi, Giovanni, Fioresta, Alessandro y Tomasso. Frío y calor: las temporadas continuas de las letras italianas. Entraban, siempre entraban esas letras, más allá de las condiciones climáticas. Mi abuela, en su cocina, se mantenía inamovible. Pese a todo. Su poder no se conmovía ante ninguna temperatura. Nosotros sí. Mano en la cintura caminando como una leona sobre esas presas escritas y nosotros casi volviéndonos unos sommeliers de estas.

El verano era perfecto para participar de reuniones y seguir a mis primos y primas. Marisa y Silvia eran geniales. Sabían bailar tarantelas y rock y eso las ponía en el estrellato de todas las fiestas (mucho encuentro en clubes y asociaciones calabresas e italianas). Eran unas mini Raffaellas Carras. Ellas se mofaban de esa torpe masculinidad de los chicos italoargentinos (como lo hacían mi abuela y sus amigas que en un dialecto perfecto se burlaban de las vergas y capacidades amatorias de los tipos de su pueblo). Les parecían unos ridículos y presuntuosos. Por ello organizaban sus propias reuniones de chicas a la cual cada vez me invitaban menos. Creo que ya estaba entrando en esa categoría de “ridículo”. Ya estaba jugado.

En algunos de esos encuentros estivales escuché sobre el “Método Sophia” (creo) y su referencia a la gran Sophia Loren. Este era un método para mirar todo aquello que pudiese brindar un escote (cerrado, abierto, semiabierto). Esas charlas “informativas” eran acerca de cómo ver con sutileza, sin llamar la atención, sin demostrar curiosidad, las tetas.

Roma no nació de Rómulo y Remo sino de dos tetas”, repetía uno de mis primos con el gesto de un profesor de derecho romano. Llegar a observar la aureola de un pezón o el pezón mismo era el gran premio que podía obtenerse. Había que redisponer los ojos. Resituarlos en los contornos del corpiño o en alguno de sus pliegues. Así formábamos parte de un movimiento social ocular. Secreto. Una secta de la teta. Cada uno podía presentar su hazaña en reunión o tan solo se podía guardar esa visión maravillosa y enigmática para sus propias fantasías. Nadie estaba obligado a contar. Mis primos eran los tipos más agudos para ajustar las miradas. Torneros del ojo. Veían mientras se hacían los boludos. El arte de ver sin ver en reuniones, vehículos y colectivos. Este era el arte de contar lo que estaba allí escondido con una pericia, que ante un niño como yo, me parecía espectacular. ¿Oscuro? ¿Rosado? ¿Grande? ¿Chico? ¿Puntiagudo? ¿Retraído? ¿Abultado? Una narrativa estival erotizada in extremis. Vivir de mirar aquello que se esconde era un gran deporte veraniego. El verano era una gran oportunidad de escotes e íbamos tras ellos. Tan rápido como las “Vespas”. Una moto que solo veíamos en las pocas revistas que llegaban de Italia.