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El descarrilamiento de los Krol

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MENCIÓN

Por Marcos Alberto Martínez

Obra de Polly Nor

“El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo
al fin tan cargante que dejamos de hablar”

El lobisón, Horacio Quiroga

I

La noticia llegó el siete de abril de dos mil veintiuno una noche en que no tenía sueño: A principios de junio comenzaría el juicio oral contra El lobisón por el Homicidio de su amigo. Una prima, de la materna, compartió el enlace en el grupo de la familia. Fue una provocación pero, aun así, ni su mamá se animó a defenderlo. Ojalá Dios se apiade de su alma, escribió Coca.

Para mí, que mi primo, Leonardo Krol, fuera un asesino, me resultó extraño, pero no inverosímil. Estaba por cumplir cuarenta, era cuatro años más grande que yo y me alegraba escribir que desde un buen tiempo no teníamos relación.

Di vueltas en la cama hasta que cedí al impulso de levantarme. Venía postergando la necesidad de escribir sobre el caso, me limitaba a guardar en una carpeta: enlaces de noticias, fotos familiares, etc. Me daba culpa escribir, pero entendí que mientras la publicación podía esperar, la escritura no. Pensé en dos direcciones: mis veranos en la casa de los Krol y el crimen del veinte de julio del año pasado. El presente afectaba mi percepción sobre el pasado y convertía a los hechos recientes en más desagradables, absurdos y terribles.

Pocas épocas en la Argentina despertaban tanta nostalgia como los noventa. El último verano que compartí con mi primo fue entre 1994 y 1996. Las fechas eran inciertas. A esa edad, para mí, el año terminaba con el desarme de la pelopincho, después venían las clases, el animé que intentaba ingresar al país y las tardes desperdiciadas de a veinticinco centavos en los videojuegos del centro. Siempre me quedaba con un paquete de talco del desarme de la pileta e iba guardando dentro el año venidero: entradas de circo, figuritas repetidas, declaraciones de amor escolar.

II

Los veranos, por unas semanas, me mandaban a lo de mi tío, el cuñado de mi papá. Anibal Krol, era un dios vikingo: rubio, alto, robusto, siempre de buen humor y con una fuerza inagotable para trabajar a lo bestia.

El campo quedaba a menos de veinte kilómetros de la ciudad, pero a mi niñez el viaje le parecía un relato de Julio Verne. Íbamos en el Rastrojero blanco. Desde la calle de tierra se distinguía la casa principal, el depósito, rodeado por montañas de guano, y lejos, los chiqueros. (Veinte años más tarde mi primo levantaría su casa a quinientos metros de esos chiqueros). Al bajar del auto la nube de polvo comenzaba a descender. Esa calle estaba condenada a una tierra blanquecina, seca, yerma. Mi tía era flaca y bajita, con los ojos claros, igual que mi abuelo, pelo corto y discreta. Mi primo parecía salido de un western: alto, flaco, de pelo castaño claro, cara angulosa, e incisivo de plata. Ellos esperaban siempre afuera, supongo que, años más tarde, mi primo recibiría a su víctima en una posición similar a la de nuestro último verano: parado con las manos en los bolsillos y una mueca risueña en la cara.

La casa estaba preparada para recibir visitas. Al abrir la puerta de calle se entraba al living, que tenía un televisor con su mueble y una mesa larga para celebrar cumpleaños y reuniones. El piso era de cemento alisado y además de sillas, detrás del mesón, había un aparador con vajilla y fotos familiares. A la derecha de la entrada estaba la cocina, con una mesa diaria redonda. Una abertura en arco conducía al pasillo de los cuartos, a la derecha, la habitación de mis tíos con un rosario gigante de madera, colgado en la pared. A continuación, el baño, pequeño, con olor a humedad y el piso descascarado. El cuarto de mi prima era rosado y tenía dos camas chicas. En el otro extremo del pasillo, separado por una cortina azul, el cuarto de mi primo con dos cuchetas y entre ellas, sobre la pared celeste, una pequeña repisa azul con autitos. Esa casa era el centro de reuniones familiares y vecinales hasta antes del crimen.

A mi prima, La polaca, no le gustaba el campo, el resto del año cursaba la secundaria en el centro. Mi tía siempre había dicho que Leonardo era su séptimo hijo; desde su casamiento y hasta el cinco de mayo de mil novecientos ochenta y uno, parió seis hijos muertos. Leonardo nació con el estigma del séptimo, a la sombra de la leyenda del lobisón. Seis años después de su nacimiento nació mi prima. Fue un diario sensacionalista del pueblo el primero en llamarlo El lobisón y por un mes pudo salvar su edición en papel.

Nos despertaban antes del amanecer. El desayuno era con la radio de fondo. No había beso de Buenos días, pero sí la mesa dispuesta con pan casero, dulce, manteca, leche y agua caliente. Después de desayunar recogíamos los huevos y dábamos de comer a los animales. Antes de las ocho mi tío nos subía al rastrojero para llevarnos a trabajar: cosechar, clavar cajones, descarozar o pelar frutas en el secadero, desmalezar, buscar leña, arar con azadón. A la una mi tía nos esperaba con la comida lista. Una hora más tarde ellos dormían la siesta y nosotros debíamos pasarla en silencio.

En ese tiempo pasaba un carguero liviano anaranjado. Sobre los rieles dejábamos piedras, monedas, chapitas. Cuando íbamos a recogerlas nunca las encontrábamos. Yo fantaseaba con la idea de provocar un descarrilamiento. Era incapaz de pensar que la proporción del daño –moneda, chapita– era demasiado pequeña, además, nunca imaginé provocar una muerte y quiero pensar que mi primo, en esos años, tampoco.

 El último verano que fui tenía entre nueve y once años. Mi primo siempre fue muy conocido en ese pueblito dentro de otro pueblo en el que vivió toda su vida. Estaba rodeado de niños a los que lideraba: él decidía qué y cómo se hacía.

Uno de esos veranos lo conocí a Ale, era unos meses más chico que yo, pero el campo lo había endurecido. Había algo en él que intimidaba, quizás, el color grisáceo de sus ojos, en contraste con su tono pardo de piel. No me sorprendí cuando supe que era uno de los cómplices.

Por las noches se miraba tele hasta las once; la hora de dormir. No recuerdo nunca haber escuchado historias de aparecidos y, si es que, alguna vez, se hablaba del lobisón, en referencia a mi primo, era en tono de burla.

Algunas siestas me quedaba solo: mi primo, Ale y los otros, salían a cazar pájaros con aire comprimido y gomeras. A esa edad no me gustaban los asesinatos, me quedaba leyendo, saltaba de Para Ti, a Lobsang Rampa y a una novela sobre Buffalo Bill.

III

El veinte de julio del 2020, ingresarían los siete por la tranquera de los Krol. Seguirían, por la huella principal, hasta la casa que mi primo estaba levantado en el fondo. Siete amigos llegarían, pero solo seis saldrían vivos. Esa noche hubo luna llena y las estrellas, que en la ciudad eran devoradas por la luz artificial, resplandecían cercanas.

Carlos y Juan llegaron en la moto del último. Carlos era morocho, de rulos, y hacía muecas raras con la boca. Juan era morocho, petizo y el más inteligente de ellos. Ale, de piel parda y ojos grises, vino caminando. Roberto, Farías, y Marcelo llegaron en auto. Roberto, típico metalero: morocho, de pelo largo y ex patovica, lo más llamativo en él era su nariz desviada. Farías, el más atractivo, con ojos grandes, celestes, de contextura media y rapado. Mi primo en ese momento tenía el Reno 12 en el taller, así que el único auto del que disponían era el 504 de Marcelo.

Marcelo era medio estúpido, pero no desentonaba por eso, sino por su bondad. A sus casi cuarenta aparentaba cincuenta, ya no tenía pelo, siempre mantenía su barba un poco crecida, por lo que parecía la continuación de su cabeza. Sus ojos eran pequeños, las cejas peludas y negras, su nariz, ancha.

Mi primo, hospitalario como sus padres, ya tenía listo el fuego. A medida que los amigos llegaron fue apilando la carne en lo que sería una mesada, lejos del borde, para protegerla de los perros. Una vez que estuvieron los siete, mi primo saló la carne, extendió las brazas y puso los cortes sobre la parrilla.

Una hora más tarde, Marcelo le dio las llaves de su auto a mi primo para comprar escabio porque no tenía ganas de manejar. Al auto le costó subir el terraplén. El bolichito quedaba pasando las vías, enfrente de Tita, una amiga de mi tía que no soportaba el polvo de la calle y tenía la costumbre de regar mañana, siesta y noche. Los atendió un señor de campera de jean con corderito y les dio vuelto de más, ellos lo tomaron como señal de buena suerte. Volvieron con otra damajuana, una Manaos de cola de tres litros y un Master veinte. Cuando mi primo y Ale bajaron del auto los demás escuchaban Hermética y discutían.

Un oficial se lleva al pibe 
como implicado en el embrollo que se armó
y en su natal país de origen
el trompa gringo aterriza con el montón.

–…toda la canción es absurda. Yo no me daba cuenta porque era pendejo pero, ¿qué mierda es mate de origen? No tiene sentido –preguntaba Juan mientras Leo llenaba los vasos, y todos sacaban puchos del atado.

–Mate de origen… mate de indio –contestó Marcelo.

–Esta cuarentena de mierda no tiene sentido –dijo Carlos.

Una vez libre volvió
sin ser el mismo ya no

–Mirá, ahí sale. –continuó Juan.

le dieron sin asco hasta que cayó
para ser pateado hasta que murió

–Es demasiado: lo vuelven a meter en cana… ¿por qué? ¿el pibe termina en cana dos veces, lo matan y lo velan a cajón cerrado?

–No le toqués Iorio a Leo porque se pone loco –dijo Farías.

Fue a cajón cerrado que se lo veló
pues fue desmembrado como donador
el pibe tigre aquel
del barrio Carlos Gardel

–No, no es eso. –dijo Juan– A mí me sigue gustando pero si lo pensás es el pibe pobre bueno y todos los demás malos, el patrón, la policía, el juez. ¿Por qué lo matan?

–Porque pueden. –contestó mi primo.

–Es que ahí está el problema, el Pibe tigre era un gil que quería obra social y laburo en blanco.

–Y el IFE… –agregó Farías.

–Un pobre gil que trabajaba y lo mataron por nada. No tiene sentido, y no digo que la yuta sea buena, digo que nada que ver, no tiene sentido.

–Mi viejo tiene cáncer de pulmón –dijo mi primo– ¿sabés cuanto fumó? –Juan niega con la cabeza – Nada, ni un pucho. Tampoco tiene sentido.

–No sabía nada Leo… –se disculpó Juan,

El abogado defensor intentó justificar las acciones posteriores de mi primo bajo la emoción de la noticia del cáncer de su padre, pero fue en vano: el diagnóstico se lo habían dado dos meses antes y además, esas noticias, per se, no convierten a alguien en asesino.

IV

A las veintitrés cuarenta mi tía estaba escribiendo en el grupo. Escribía por intervalos. A las veintitrés cuarenta y siete salió. Ella, que siempre había sido la columna invisible sobre la que estaba sostenida su familia, salió del grupo en silencio.

Pensar en mi tía me remitía al menú de las vacaciones y eso era triste. Pasaba toda la mañana en la cocina, amasando algo para el mate, el desayuno, y el pan de cada día. Siempre había sopa: de polenta, con zapallo y zanahoria. Recuerdo algo verde en el centro, pero quizás ese condimento haya sido agregado por mi imaginación y no por mi tía. Cocinaba estofados, guisos, milanesas y el fin de semana, empanadas. Tomar sopa era condición para recibir postre: fruta, flan casero o algo con dulce de leche. Dos veces preparó dulce de leche, aguachento y blanco, de textura más arenosa que el comercial. Por las tardes me gustaba tomar té con pan casero, la manteca dejaba lunares blancos que flotaban en el té y me divertía pescarlos con la cuchara.

El único día que mi tía se permitía no estar tanto en la cocina era el domingo; con Tita y otras mujeres, ayudaban a limpiar la Capilla Santa Clara. El edificio era un rectángulo de techo a dos aguas, paredes blancas y piso de ladrillos que dejaba las rodillas rojas cuando venía la parte de arrodillarse en misa.

V

Juan, que acababa de ser padre, se retiró llevándose a Farías pasada la una. Mas tarde, los cinco amigos que quedaban, terminaron la damajuana. Carlos sacó la bolsa y comenzaron a tomar sobre uno de los cerámicos negros que Leo nunca alcanzaría a colocar. La sobras del asado se enfriaban en el mesón, sobre el caballete, y eran acechadas por los perros. Ale, meaba de espaldas al grupo, cerca del viejo rastrojero de los Krol, cubierto por lo que había sido una pileta.

–Mi hermana se juntaba con las amigas ¿y si les caemos? –propuso Ale, todavía de espaldas.

–¿Y están buenas o son como tu hermana? –preguntó Carlos.

–Traé vos pibas la próxima… si te hacés el exquisito. –contestó Ale subiéndose el cierre del pantalón.

–Muchachos, estamos pasando un lindo momento –dijo Marcelo– Vinimos a estar entre nosotros, no con minas.

–Vos porque sos alto virgo –dijo Ale.

Si esa frase hubiera estado dirigida a mi primo o a sus amigos hubiera sido motivo de pelea, pero tratándose de Marcelo, no. Según el expediente solo agachó la cabeza.

–No le hablés así. –dijo Roberto– ¿Y si le decimos a alguna de tus amiguitas? ¿Vendrán hasta acá, cuanto nos puede salir?

–No creo que quieran –contestó Marcelo, ofendido, con ganas de irse.

La violencia y la tensión eran constantes. Esa violencia parecía estar dirigida tanto a los que pertenecían como a los de afuera. Roberto, Ale, Carlos, y mi primo la noche del veinte de julio obraron como pandilla.

En el juicio se habló de la conformación del grupo, los roles y el papel de los ritos de iniciación. La primera vez que leí sobre esto fue en la revista Kilómetro cero y sentí escalofríos. Supongo que había cosas que era mejor no recordar de mis vacaciones de verano. La nota tomaba extractos de declaraciones: Cuando ingresaron al grupo a Farías lo dejaron desnudo en la rotonda, Roberto tuvo que pagar un asado para todo el grupo y Carlos traer merca. La nota también hablaba sobre penalizaciones: Juan, la noche de cierre del Sandra, no quiso estar con una prostituta y tuvo que pagar la cuenta de todos, por puto y gobernado.

VI

Para las tres de la mañana habían tomado un poco más de un gramo de merca. Cualquier otro veinte de julio hubieran ido al cabaret o a bailar, pero las dos cosas estaban prohibidas.

–Tengo una canción para vos –dijo Carlos a mi primo y puso play. Un punteo de guitarra con unos acordes de órgano de fondo. En una pausa entró la segunda guitarra, el bajo y el doble bombo de la batería.

Cuentan los viejos del pueblo
que una bestia ronda por todo el lugar
por las noches ya sale
en busca de algo que pueda su hambre saciar

Los cinco intuían de qué se trataba la canción. Carlos, Ale, Roberto y Marcelo contenían la risa

No aparece cualquier noche
sino aquella que la luna llena está
sus rasgos de hombre desaparecieron,
se ha transformado en algo bestial, bestial.

–Sacá el tema de mierda ese –dijo mi primo.

–¿Qué, no te gusta? –preguntó irónico Carlos.

–No te hagás el gil –amenazó Leonardo, Roberto soltó una carcajada y mi primo lo agarró de la remera

–Eh, no te calentés. –dijo Roberto.

–Encima uruguayos, ¿qué se meten con lo nuestro?

–Pará, Martin Fierro. –acotó Ale. Leonardo le dirigió una mirada de odio.

Marcelo no había dicho una sola palabra pero seguía divertido la charla, miraba con ojos brillosos a sus amigos y una mueca risueña se dibujaba en su cara.

–¿Y vos, de qué mierda te reís? –preguntó mi primo a Marcelo.

–No me estoy riendo –contestó.

–Vos, sos el peor –, y le dio una trompada. Marcelo, que estaba sentado en un balde de veinte litros, se cubrió con el antebrazo, la fuerza del golpe disminuyó, pero no pudo evitar perder el equilibrio y caer. Con las manos apoyadas en el contrapiso miró a su amigo, perplejo– Parate.

–Eh, Leito, somos amigos. –suplicó Marcelo.

Ale tenía la cara iluminada por el teléfono, recibía y escribía mensajes. Roberto seguía de cerca la pelea. Carlos, divertido, armaba un porro sobre la mesa.

–¿Leito? ¿Me estás jodiendo? Parate, así te cago bien a trompadas.

–Cortenlá. Ahí me avisan de una juntada. –dijo Ale.

–No te metás.

–A este deberías pegarle. –dijo Roberto señalando a Carlos– No te la agarrés con él, no te hizo nada.

–Ustedes por lo menos van de frente, este no, es un traidor.

–Vení. Fumate uno –dijo Carlos extendiendo el porro hacia mi primo, que lo miró y caminó hacia él. Las aguas parecían calmarse, Marcelo se incorporó ayudado de sus manos, con la mirada en el piso fue incapaz de anticipar la patada de mi primo.

Se paró, con la nariz reventada, suplicando. Roberto intentó acercarse pero una mirada de Leo lo detuvo. Marcelo estaba de pie, shockeado, y mi primo cumplió su promesa: lo golpeó con tal rabia que su cuerpo era una bolsa de carne sanguinolenta que se mantenía en pie por la inercia de los golpes. El olor dulzón del porro se mezclaba con el de las brazas y el asado. Los perros avivaban la pelea a los ladridos. Roberto se acercó e intentó hacerle una traba desde atrás sujetándolo por las axilas, pero recibió un codazo en el pecho que lo hizo retroceder, la herida que le dejó el golpe consta en el expediente. Roberto, ex patovica, había aprendido a usar la fuerza del contrincante en su contra y a hacer llaves capaces de inmovilizar a boxeadores profesionales, pero esa noche no pudo un golpe de mi primo.

La distracción de Roberto le dio tiempo a lo que quedaba de Marcelo a desplomarse contra el cemento. Mi primo se detuvo a recuperar aire, los otros dos amigos comenzaron a acercarse, Leo los miraba pero estaba pendiente de Marcelo que se desangraba enfrente suyo. El cemento, sediento, se bebía el charco de sangre alrededor del cuerpo.

Esta pausa fue una clave del fiscal para sugerir el cambio de caratula de doloso a culposo. Leonardo Krol le dio una segunda patada en la cabeza. Se pensó que este golpe era el que se había llevado su vida, más tarde se descubriría que no. El tribunal comprendió que patear en el piso a una persona que está desangrándose era intención manifiesta de matar.

La nula defensa de Marcelo sirvió como prueba contundente, se trató de un homicidio, no de muerte en riña, o cualquiera de las figuras que intentó el primer abogado defensor de Leonardo Krol.

–¡Ey, Leo, Leo! –dijo Ale mirándolo a los ojos y mi primo, pareció volver en sí.

VII

Metieron el cuerpo de Marcelo en el baúl del 504 y salieron a la ruta 144 hacia el oeste. En vez de tomar la curva donde está la escuela Buttini siguieron por Gomensoro. Las paredes del galpón de la ex fábrica Inca y la escuela le dieron nostalgia a mi primo, pero no había tiempo de pensar en la infancia o en la adolescencia con un muerto en el baúl.

–Acá está bien –dijo Ale con frialdad. Mi primo estacionó.

Chocaron contra un árbol, al costado de la ruta, pero debido a la poca velocidad y por la dureza de la chapa, en el Peugeot quedó apenas una abolladura.

–Pensá que es un animal, un chancho. –le dijo Leo a Roberto que miraba petrificado el cuerpo de Marcelo. Roberto y Ale pusieron el cuerpo, pesado, pero blando, en el asiento del conductor.

–Acomodalo –ordenó Ale, quería que los cuatro lo toquen. Roberto declaró que: Todo lo hizo por el miedo a terminar como Marcelo. También declaró: Lo solté de golpe porque al acomodar las manos en el volante sentí pulso.

–¡La concha de Dios, está vivo! –dijo Roberto.

–¡No digás pelotudeces! –contestó Ale.

–Tiene pulso.

–Yo me voy, no quiero estar… –dijo Carlos.

–Vos no te vas a ningún lado, no te hagás el gil. ¡Tomá! –ordenó Ale pesándole un encendedor.

–¿Qué querés que haga?

–Prendelo.

Carlos dudó.

El fuego no prendía.

Discutieron, lo rociaron con alcohol.

El fuego consumía la ropa y el tapizado gris de la butaca.

Un destello de plata brillaba en la noche: el incisivo de mi primo, que sonreía.

Roberto vomitaba más allá mientras los otros miraban arder lo que quedaba de Marcelo. El frío ayudó a que el fuego no se propagara, cuando creyeron que era suficiente, lo apagaron con un bidón de agua destilada. Según confirmó la pericia forense cuando se inició el fuego todavía tenía signos vitales.

Volvieron caminando. Ale pensó que hubiera sido mejor tirar el auto al río Diamante, encontrarían el cuerpo mucho después, pero no tenía el caudal suficiente para llevarse el auto. En el proceso quedó comprobado que a Leo y Ale los impulsaba el deseo de seguir libres, no el remordimiento. Esa noche Roberto estaba en shock y Carlos, tranquilo. Caminaron cuatro kilómetros por la ruta hasta la casa de los Krol, la mayoría del tiempo en silencio.

–¿Qué les pasa? Ni si quiera lo conocíamos, no era nuestro amigo. Nos juntábamos con él por lástima. –comenzó a decir mi primo.

–Roberto, no seas maricón –dijo Ale– No llorés, caradura.

–Ya está, se murió. Me la mandé, –aceptó Leo– pero no me vengan a decir que lo vamos a extrañar y todo eso.

–No lo conocíamos, ¿está claro? no lo conocíamos. –dijo Ale, planteando la que sería su primera estrategia colectiva.

A las ocho desayunaron, mi tía preparó café y tostadas. Cerca de las nueve, se despidieron en la parada de colectivo. Acordaron mantenerse en contacto pero no verse por un tiempo. A partir de ahí se referirían a Marcelo como el chancho.

Unas horas después encontraron el cuerpo quemado en el 504. Los amigos no se equivocaron: la policía no quiso investigar y el hecho fue caratulado como Accidente. La poca familia de Marcelo no hizo preguntas, nadie lo extrañó demasiado. No había ninguna razón para sospechar de sus amigos. Mientras el cabo Ramírez inspeccionaba el auto, Ale pensaba que bastarían unas lágrimas en el velorio para parecer inocentes.

En el almuerzo, Ramírez, le contó a su mamá del accidente y volvió a trabajar. Todavía no se sabe quién es el muerto, dijo. Su madre, Tita, tenía una hipótesis, pero en ese momento no dijo nada. Cuando su hijo salió en la Motomel 150 dejando un rastro de polvo, pensó en regar la calle, pero desistió para agarrar su teléfono y escribir a mi tía. Antes de enviar el mensaje se dio cuenta de que esas cosas se hablaban en persona. Debe estar destrozada la pobre, pensaba cerrando el taper. El calor de la siesta ese veintiuno de julio era una alivio, Tita lo sentía en la espalda mientras subía el terraplén. Era curioso que de niños imagináramos tragedias en esas vías y que, varios años después, estuvieran a punto de suceder. Una moneda abandonada en un riel de tren en 1994 produciría en 2020 el descarrilamiento de los Krol. La bajada le dio el impulso suficiente para dejar de pedalear y llegar a la tranquera de la casa de mis tíos. Batió las palmas con fuerza.

–Hola Tita ¿Qué andás haciendo por acá a estas horas?

–Buenas tardes. Me pareció que tenía que venir –dijo pensando en que quizás su amiga no supiera, Claro, todavía no lo identifican, pensó– Hice estas vainillitas y me pareció que te tenía que traer.

–Pasá –dijo mi tía.

A Tita le pareció raro no verla preocupada. No sabía si entrar o no cuando mi primo salió del fondo con una pantalón manchado de cemento y sin camisa. Para Tita fue como ver a un fantasma. Leonardo venía de cubrir con baldosas el lugar donde su amigo se había desangrado.

–No, descuide, le dejo esto nomás. Después me devuelve el taper –dijo Tita extendiéndolo.

–No se hubiera molestado, pase y nos tomamos unos mates.

–No vecina, me tengo que ir. –se excusó Tita– Hola Leo.

–¿Cómo le va?

–¿Lo viste al Marcelito últimamente? –preguntó Tita.

–No, hace mucho que no, ¿por?

–Por nada, me acordé que son muy amigos nomás.

Después de la subida, pedaleó lo más rápido posible, al llegar a su casa se encerró con llave y llamó a su hijo.

Una de los últimas cosas que debió probar el fiscal fue el vínculo entre víctima y victimario. Mi primo, y sus cómplices, conservaron algunas llamadas pero borraron lo demás. La tarde del día en que moriría, Marcelo compartió en Facebook un recuerdo: estaba abrazado con mi primo en una foto del 2019, en el epígrafe original decía: Un amigo es uno mismo en otro cuero. Atahualpa Yupanqui; pero fue el epígrafe del 2020 el que resultó revelador: Yendo a la casa de este mostro, las risas no faltarán.

Marcos Alberto Martínez
 

(1985) San Rafael, Mendoza, Argentina. Escritor, director de teatro, docente y performer. Publicó Liniers, el traidor (2012), Geografía de la villa para principiantes y Cuentos prescindibles (2015), Gaslighting (2018), los tres ganadores del Certamen Literario Vendimia. (Ediciones Culturales Mendoza). Becario del Fondo Provincial de la Cultura (Mendoza, 2013,) Becario (creación) del Fondo Nacional de las Artes (2019) En 2015 participa en el FILBA nacional. Seleccionado para la residencia Enciende Bienal y Bienal de Arte joven 2017. Ha dirigido más de una decena de obras con inciertos resultados. Una de sus últimas obras, Invertidas, autor y director, participó del V Festival Internacional de Arte Erótico de Santiago de Chile y la Fiesta Provincial del Teatro 2019. En diciembre del 2021 estrenará Yo contra el mundo, una obra documental y narcisista.

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