El campo quedaba a menos de veinte kilómetros de la ciudad, pero a mi niñez el viaje le parecía un relato de Julio Verne. Íbamos en el Rastrojero blanco. Desde la calle de tierra se distinguía la casa principal, el depósito, rodeado por montañas de guano, y lejos, los chiqueros. (Veinte años más tarde mi primo levantaría su casa a quinientos metros de esos chiqueros). Al bajar del auto la nube de polvo comenzaba a descender. Esa calle estaba condenada a una tierra blanquecina, seca, yerma. Mi tía era flaca y bajita, con los ojos claros, igual que mi abuelo, pelo corto y discreta. Mi primo parecía salido de un western: alto, flaco, de pelo castaño claro, cara angulosa, e incisivo de plata. Ellos esperaban siempre afuera, supongo que, años más tarde, mi primo recibiría a su víctima en una posición similar a la de nuestro último verano: parado con las manos en los bolsillos y una mueca risueña en la cara.