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Alejandra Kamiya: Escribir como rezar

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Por Valeria S. Groisman

Quería entrevistar a Alejandra Kamiya (Buenos Aires, 1966), autora de Los árboles caídos también son el bosque y El sol mueve la sombra de las cosas quietas, por la publicación de su nuevo libro: La paciencia del agua sobre cada piedra. Por una serie de circunstancias y complicidades la entrevista la hago en vivo en una sala llena de lectores.

El día del encuentro Kamiya me pregunta si puede ir con un acompañante. Antes de que llegue a contestarle, aclara: “Es mi padre”. Pienso en lo especial que va a ser entrevistar a una autora que escribe sobre su padre y que su padre esté presente. Lo que no imagino es todo lo que pasa luego.

Kamiya y Mamoru llegan a la hora justa. Ella, de negro, con un rodete esmerado. Él, con un tapado tirando a gris oscuro y una especie de boina haciendo juego. Sobrios, elegantes, los dos. La sala estaba repleta: solo dos hombres (tres con Mamoru).

Le propongo a Kamiya que empecemos con un fragmento de uno de sus cuentos. Elige el comienzo de “La pregunta de Rawson”. Y así, con su voz en alto, nos sumergimos en el universo ficcional  que propone:

Hay un ritmo en todo lo que ocurre. Una ese larga de la brisa entre las ramas acompaña las voces de los niños y al silbido intermitente de una hamaca. Y ahora pasa una bicicleta sobre el camino rojo de grava. Y no es solo un ritmo, es una especie de acuerdo entre cada parte con el todo de la plaza. Y en ese manso acuerdo, Oso, el perro viejo, duerme. Le tiemblan apenas las mejillas y luego se le hunden. Se hunden y tiemblan. Se hunden de nuevo y de nuevo tiemblan, y el viento en las ramas y los niños y la hamaca.

¿Cómo llegaste a la literatura?

Mis padres son muy lectores. Cuando yo llegué ya había una biblioteca esperándome. No me acuerdo no haber estado en contacto con libros, porque cuando no sabía leer ya me leían, y apenas aprendí, entré de cabeza, enseguida empecé a escribir un diario. Estoy hablando de los cinco o los seis años. Siempre me fascinaron los libros y la escritura, las dos cosas de la mano.

¿Cuáles fueron tus primeras lecturas? ¿Por dónde arrancaste?

Empecé como todos los niños, por los cuentos. El primer libro que recuerdo haber leído sola es un libro ruso que se llamaba Basilisa la hermosa, eran unos cuentos tradicionales rusos que hoy todavía conservo, un libro muy viejito con tapas duras, enteladas, y con unas ilustraciones muy lindas. Lo estuve hojeando hace poco y no podía creer el nivel del lenguaje. Creo que antes no se trataba a los niños como ahora, no existía el temor de ponerles una dificultad en el lenguaje. Ese es el primer libro que recuerdo mío.

Conservás tu primer libro. ¿Y ese primer diario?

No sé dónde estará, pero tengo un hijo, que ahora tiene 17 años, que también me pidió a los cinco o seis años tener un diario. Él se iba a ir de campamento por primera vez y se frustró el campamento porque llovía. Entonces ahí pidió un diario. Me encantó el gesto: frente a la frustración lo que pidió fue expresarse. Le compré un cuaderno y escribió una sola frase en toda su vida. Dice: “Campamento, lo carcelaron”. Supongo que yo escribiría cosas por el estilo.

Hasta que empezaste a escribir en serio. Leí que venís del mundo del comercio, pero estudiaste psicología. También colaboraste con la revista National Geographic, o sea que hiciste un poco de todo. ¿Cómo llegaste a la ficción?

Yo tuve un hijo de grande, este que “carcelaron”, y en la época en que él era bebé yo solamente iba a trabajar y al supermercado. En el supermercado había un concurso literario: la consigna consistía en completar un cuento de una página, nada más. A mí se me ocurrió un cuento, ahí se me ocurrió. Le pregunté a la cajera, que por supuesto no tenía idea, me alcanzaron las bases, me explicaron, me presenté y lo gané. Yo quería ganar el premio, por eso me presenté. Era un fin de semana en un spa y yo estaba muy cansada. Pensé: me darán un voucher y ya, era del Sheraton. Cuando fui me encontré con una recepción muy linda, mucha gente, cosas ricas, bebidas ricas, todo, y me impactó un poco. Los que habían ganado el segundo y el tercer premio escribían, había mucha gente que escribía, y todos me preguntaban hacía cuánto tiempo que yo lo hacía. A mí me daba vergüenza decir: yo no escribo, yo escribí para el supermercado.

Ahí fue cuando empecé a pensar que tal vez podía escribir más seriamente. Mi mamá estaba leyendo a Inés Fernández Moreno, estaba leyendo La profesora de español, que es una lindísima novela, y me dijo: si vas a buscar a alguien, esta es una gran escritora contemporánea. En fin, la busqué y justo vivía muy cerca de mi casa, entonces empecé a ir a la casa de ella, y enseguida, o sea, los primeros meses, me dijo que tenía que pasar al taller del que había sido su maestro, que era Abelardo Castillo. Pero yo la pasaba muy bien en la casa de Inés, que es una persona muy amorosa, muy cálida y al mismo tiempo con un gran sentido de humor, un humor muy negro. Y era muy… No sé, era toda mi vida social ir al taller de Inés. Entonces no quería ir al taller de Castillo, que tenía fama de ser todo lo contrario: muy duro, muy gruñón. Además, su taller era a altísimas horas de la noche, terminaba de madrugada, en Balvanera. No me gustaba nada de la propuesta, pero, bueno… Finalmente se complementaron de algún modo estos dos estilos para mí.

A Inés Fernández Moreno le dedicás “Los ensayos”, un relato de tu último libro.

Como maestra mía la relación fue relativamente corta, pero muy amable y muy importante para mí. Después seguimos siendo amigas, hasta el día de hoy creo que es mi amiga. Y ella también escribió mucho sobre su mamá, tiene una novela que se llama La última vez que maté a mi madre. La última. Y está entre uno de nuestros temas recurrentes.

Me interesa lo de los temas recurrentes. En casi todos tus libros aparecen la naturaleza, los animales como personajes, incluso como personajes que hablan, que hablan con los humanos. Y otra cosa que me llamó la atención y que incluso marqué en tu último libro, pero también en los otros, es la repetición de la palabra Dios.

Qué buena la pregunta. Uno también escribe para ver qué temas se repiten. Está bueno. Y siempre me preguntan por la muerte y la soledad y la naturaleza, pero me encanta que incluyas a Dios.

Es que aparece… Bueno, de hecho yo soy un poco obsesiva, entonces fui marcando todas las veces que aparecía la palabra Dios y son muchas.

Es que los temas recurrentes creo que son recurrentes justamente por las preguntas que tenemos adentro y no se responden, y por no responderse vuelven y vuelven. Y creo que no sé si no es la gran pregunta Dios. Y preguntarse por Dios es preguntarse por la naturaleza, la soledad y la muerte.

Muchos de tus cuentos arrancan con frases fuertes, potentes. Voy a leer algunas: “La distancia es el hilo que se tensa o se distiende”, “Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña”, “El mar se confiesa en la forma de las olas”. Te quería preguntar si esas ideas llegan durante la escritura de un cuento o si a veces aparecen antes y entonces detonan una historia.

No, la frase aparece en el momento de la escritura física, en general. A veces escribo mentalmente, ya con palabras, pero en general no. Las historias aparecen… yo siento que es como una fricción entre algo externo, un estímulo externo, y algo interno. Algo externo, que puede ser desde una escena cotidiana o de una película, una palabra o un perfume o un vínculo entre cosas, personas, cualquier cosa puede hacer eso, resuena y sí, detona una historia.

Y respecto de la primera frase, a mí me gusta ser cuidadosa con los comienzos. Borges decía que en la lectura hay una especie de pacto entre el autor y el que lee y explica cómo cuando se rompe ese pacto el lector se aleja. Entonces yo siento que se puede romper por un error en la escritura o por falta de tensión. La primera frase puede invitar al lector a participar de ese pacto. Si la invitación es tibia o desganada, no es lo mismo que si es abrir las puertas de par en par y decirle: por favor, venga a leerme.

Como una especie de gancho, ¿no? Escribís un cuento, terminás un cuento, ¿se lo das a alguien para leer, lo dejás reposar y lo volvés a leer vos, tenés a ciertas personas que te gusta consultar? ¿Cómo es ese proceso?

Antes tenía el taller de Abelardo. Con este último libro me pasó que sentía que tenía una forma incompleta. Entonces escribí los cuentos que podían completar esa forma. Uno es “Los ensayos”, por ejemplo. Y no tuve oportunidad de corregir con nadie más que con mi editora, lo cual fue también muy interesante.

¿Fue la primera vez que trabajaste con una editora?

Sí, y me ayudó mucho. A veces estábamos de acuerdo y a veces no, pero la discusión en sí misma me resultó muy constructiva.

Uno puede intuir, cuando te lee, que hay aspectos autobiográficos o personajes que vienen, digamos, de tu mundo privado, íntimo, de tu vida familiar. ¿Cómo jugás con eso? ¿Te da pudor? ¿Sentís esa autocensura que a veces los escritores sienten cuando incluyen en su ficción a alguien querido?

Lo autobiográfico de un modo u otro siempre está. Es imposible escribir y no ser de algún modo autobiográfico. Toda escritura es autobiográfica.

Al escribir cuentos que incluyen a gente cercana o de mi familia, fui aprendiendo que una cosa es mi percepción de un cuento y otra es la de los demás. Cada uno hace su lectura y la mía también es una sola, no es más válida. Por ejemplo, en Los árboles…, creo que está ahí un cuento que habla de una nena a la que sacan del campo. Ese cuento, tal vez podría haberme generado alguna duda respecto a lo que dice de la relación con la mamá, y a mi mamá le encanta ese cuento. La percepción de cada lector es muy muy pobre, pobre no, es muy parcial. Después está eso de que soy hija de tal madre, de tal padre, o no sé, cualquiera de mis otras funciones, pero también soy escritora y cuando hago un libro lo que tengo que priorizar es mi función de escritora.

¿Escribís poesía?

Lo más cerca que estuve de la poesía fue cuando hicimos unas traducciones con mi padre y un amigo poeta. Tuvimos tres años para traducir el primer libro de poemas de (Ryūnosuke) Akutagawa. Y nos pasaba algo interesante. La traducción siempre es una forma de escritura y nos pasábamos horas, mi padre nos explicaba ideograma por ideograma, las distintas partes del ideograma, la historia, tomábamos notas, después pasábamos días con este poeta armando, tratando de meter páginas de notas en tres líneas de, no sé, siete silabas… Y con mucho esfuerzo logramos meter todo ahí, condensar todo lo más posible y se lo llevamos a mi papá. Mi papá decía: no está bien. Y teníamos que volver a empezar hasta escribir un poema. Entonces, eso fue lo más cerca que estuve de la poesía.

¿Tu padre escribe o escribía?

(Mamoru está sentado en la última fila, justo en la esquina. A su lado, una señora con la que se la ha pasado conversando. Frente a cada respuesta de Kamiya, la mujer y Mamoru reaccionan conversando en murmullos. Antes de ingresar a la sala, cuando me presenté con Mamoru, le dije: “¡Qué orgullo tener esta hija y escucharla mientras la entrevistan!” A lo que él me respondió: “La vengo a escuchar acá porque en casa está en sus cosas”. Kamiya escuchó y se rio como quien no da importancia, como quien conoce las quejas de siempre, como quien sabe vivir en familia y abraza. Ahora Mamoru responde, pero lo hace en voz tan bajita que adelante no se llega a escuchar bien. Entonces yo le pregunto a Kamiya y ella responde.)
No sé si… Ahí está escuchando, muy atento. No sé. Dice que no. Ahí explica. A ver…

¿Como rezar? Dice que escribe como se reza.

Ay, qué lindo.

¿Por qué?

Porque… Porque hace poco él lee mucho a Stefan Zweig.

Ay, sí, claro.

En Mendel, el de los libros, Stefan Zweig tiene una frase que a él le encanta: “Leías como quien reza”. Entonces él dice: “Escribo como quien reza”.

Una primera frase para un cuento, ¿no?

Sí.

¿Qué estás leyendo ahora?

Justo ayer no podía dormir y terminé de leer algo de John Fante, que me gusta mucho. Un americano de origen italiano, algunos lo asocian a (Charles) Bukowski, pero para mí no tiene mucho que ver con Bukowski porque es luminoso y Bukowski es oscuro.  Hace poco encontré un libro usado que no conocía. Yo, que creí haber leído todo de Fante. Se llama Los sueños de Bunker Hill. Lo terminé ayer a la noche y me encantó. Y me gustaría recomendar un cuento de un escritor, casi secreto, que se llama Diego Angelino. Diego me llegó a través de alumnos, distintos alumnos me dijeron: “Lo tenés que leer porque te va a encantar”. Y la que también lo recomienda es Selva Almada, que tiene esta idea de que la literatura debe ser federal, que hay que promover escritores del interior. Diego es un hombre que fue elogiado por (Jorge Luis) Borges, por (Leopoldo) Marechal y que quedó en el olvido total. Está vivo, pero no le interesa nada figurar o ser publicado. Sus libros están en unas ediciones muy rústicas o que no están bien distribuidas.

En este punto el público anota. Intuyo que al día siguiente Diego Angelino venderá más ejemplares que de costumbre. Kamiya le dio un empujoncito precioso. Y llega el momento de las preguntas de ese público. Entonces arranca Sara:

Me encantó la frase “mi papá es un sábado”. ¿Podés explicarla?

Cuando me leen algo y me piden que diga algo… es difícil, porque lo que escribo es el mejor modo que encontré para decir eso. Pero si tuviera que decir algo, la frase se refiere a la parte que nos toca a las mujeres, que son amplia mayoría acá. La palabra que me surge en la cabeza es el trabajo sucio, el cotidiano, hacer la comida todos los días, lavar la ropa, reponer el papel higiénico.

El padre es sábado porque no se ocupa de esas tareas…
Y, sin embargo, es curioso: vos encontraste el aviso que te llevó a escribir en el supermercado. El hecho de haberte ocupado de las tareas pesadas te llevó ser quien sos hoy. 

La audiencia asiente. No todo es tan malo, nada es tan bueno, tampoco. Quizás haya algo en el medio. Quizás sea necesario hacer equilibrio en la cuerda, aunque sea finita y se vea el precipicio.

Otra mano se alza entre los brazos que descansan. Es Silvia:

¿Cuánto de lector tiene el escritor?

El escritor es primero lector. Cada cosa que escribe dialoga con todo lo que lo que leyó.

¿Qué lecturas reconocerías como fundantes?

Muchísimas. También van cambiando en cada etapa de la vida. Pero, por ejemplo, hablando estrictamente de mi escritura, un punto de inflexión para mí fue haber leído a Clarice Lispector, porque es alguien que rompe el molde, escribe como se le da la gana, con un desparpajo y una libertad que por momentos es muy shockeante. Entonces, para mí fue muy importante leerla. Eso fue cuando tenía alrededor de veinte años. Y de las últimas cosas que me impactaron, Annie Ernaux, la última Premio Nobel francesa.

No he salido de mi noche es una preciosura.

No puedo evitar nombrar ese título. Kamiya menciona a Ernaux y yo acabo de leerla.

Citás a una tal Graciela Pisano, que dice: “Lo que diferencia a los seres humanos de los animales es la conciencia de muerte. Los animales no la tienen”. Eso me resultó fuertísimo y lo relaciono con tu cuento “Sola”, con ese final escalofriante, esa sensación de sentirse absolutamente sola en el mundo que tiene la narradora. La conciencia de saberse sola, que quizás es lo que nos hace humanos. Sentí que era un cuento bien distópico. No sé si vos lo pensaste así o…

Bueno, dos cosas. Una del acápite que leíste, ella es mi profesora de filosofía de cuarto año. Cuando yo tenía no sé, quince o dieciséis años, ella dijo esa frase y me acuerdo que no estuve de acuerdo, pero no me animé a levantar la mano ni nada. Ella dijo que los animales no tenían conciencia de muerte y yo lo primero que pensé fue: ¿cómo sabe? Después, durante todos estos años, cuarenta y pico de años, seguí contestando mentalmente esa pregunta cada vez que veía a un perro que llora a otro o un pajarito que no quiere abandonar a otro. Pensaba en Graciela Pisano. Entonces a ella le dediqué un cuento.

¿Te habrá leído Graciela Pisano?

No sé.

Hablábamos también de “Sola”.

Para mí ese cuento forma parte de una especie de subgénero personal, porque a veces no puedo dormir, me despierto en medio de la noche y me parece un territorio extrañísimo donde puede pasar cualquier cosa. Entonces vos me decís que es distópico y yo digo que la noche es distópica. La noche, cuando todos duermen, es distópica. El silencio. El silencio y la ausencia. La ausencia de movimiento, por momentos, parece la ausencia de vida. Esa sensación de que todos se murieron y me quedé sola. De ahí salió ese cuento.

Te quiero preguntar por la manera en que leés y por la manera en que escribís. ¿Sos una lectora compulsiva, sos una lectora lenta? ¿Acumulás lecturas, subrayás libros, los marcas? ¿Volvés a libros que ya leíste? O sea, ¿releés?

Soy una lectora muy desordenada. Abelardo Castillo tenía un sistema buenísimo al que llamaba “Familias de Autores”. Decía que cuando te gusta un escritor tenés que buscar los escritores que le gustaban a él, y así ir armando una especie de árbol genealógico. Yo lo aprendí de teoría, pero no lo pude llevar a la práctica nunca. Cuando voy a la librería siempre me compro lo que quería y cinco cosas más o cinco cosas que no son lo que quería. Soy muy muy desordenada. Y ahora, que estoy haciendo un poco más de trabajo de difusión, acercándome más a la gente, me regalan muchos libros y leo todo. Entonces estoy más desordenada. Alrededor de mi escritorio y mi mesa de luz hay pilas y pilas de libros esperándome, pero eso me hace muy feliz.

¿Y cómo es el momento de tu escritura? ¿Tenés un horario? ¿Usás computadora, primero tomás nota? Decías antes que a veces escribís mentalmente, vas escribiendo y cuando llegás entonces a la pantalla en blanco, ¿ya tenés algo pensado? ¿Tenés algún ritual, tenés algún objeto que tiene que estar sí o sí ahí al lado mientras escribís?

A mí me encantan los rituales, pero en este momento sería como un lujo, no me lo permite el tipo de vida que estoy teniendo. Entonces, escribo mucho mentalmente. Además, escribir no es el acto físico de sentarse en la computadora, es como un modo mental o espiritual, es un modo de estar mirando el mundo, o tal vez ni siquiera el mundo, sino para adentro. Es como cuando ustedes leen y se comprometen mucho con la lectura. ¿Vieron que eso que están leyendo los acompaña durante el día? ¿Lo visualizan? O, por ejemplo, Abelardo se reía mucho de que una vez Silvia Iparaguirre, su mujer, estaba leyendo, y Abelardo se reía de que le dijo: “Hoy no sabés lo que hizo el personaje”. Y Abelardo decía, eso es genial, porque ella cree que hoy uno de los hermanos Karamazov hizo o dijo tal cosa. Entonces, eso pasa con el buen lector, que se compromete y trae a los personajes a su mundo. Cuando uno escribe pasa lo mismo, convive con estos personajes que se empiezan a formar en la cabeza, ¿no? ¿Son personajes o son fantasmas? Los personajes son fantasmas, pero primero habría que definir qué es un fantasma. Porque para mí los fantasmas, entre comillas, tienen una presencia fuerte. Quiero decir que lo que es invisible tiene una presencia muy fuerte, entonces son fantasmas en ese sentido, con una presencia muy contundente a pesar de que no están físicamente.

Una mujer del público alza la mano y dice: “Me gustaría que nos cuentes cómo vivís tu religiosidad, si es que creés en algo?” Kamiya responde: “Yo creo en la religión no como algo acabado, digamos, sino como una pregunta constante. De hecho, yo fui a un colegio católico, o sea, tuve una primera formación católica, pero entre comillas, porque mi papá es budista, entonces era como una mezcla. A mí no me convencía del todo, entonces hice mis propias indagaciones. En un momento estuve en una universidad donde había mucha gente de la colectividad (judía) y pasaba mucho tiempo con ellos y festejaba sus fiestas y todo. Después fui pasando por distintas formas y hoy sigo creyendo que es algo que se responde día a día. Algo que se responde, más allá de a qué institución se pertenezca. De la gente que me diferenciaría es de aquella que ya no se pregunta, que cumple algunos rituales o no, pero dejó de preguntarse. Esa sería mi religiosidad”.

Otra mujer del público se envalentona. Está sentada al lado de Mamoru y cuenta que estuvo charlando con él (es la mujer que le hizo de dama de compañía durante la hora y media que llevamos ahí): “Tu papá me dijo que estuvo en varios países. ¿Sabés por qué decidió quedarse en la Argentina?”, pregunta. “Eso está en un cuento que se llama “Partir”. ¿Puedo leer? ¿Quieren que lo lea?”, dice la autora, y luego de escuchar los “sí, sí, claro que queremos”, arranca:

Amanezco antes que el sol. Camino descalza por la casa y me siento frente a la ventana. El verano se está yendo, ahora todo parece quieto. Como pasos algo late. Miro la palabra parto, por todos lados, como si fuera un cubo. De un lado veo a mi papá en kimono empacando trajes. Las valijas son de cuero y tienen correas como cinturones. Las paredes son de papel de arroz y las puertas corredizas. Puedo ver la escena completa. Es suave. Doy vuelta al cubo y pienso que él partió no cuando salió de Japón, sino cuando decidió quedarse en Argentina.

El silencio en la sala es unánime. Mamoru escucha con atención, está él, ahí, en las palabras de su hija, en su voz, en ese texto delicado.

Vuelvo a decir el nombre para dárselo a mi hijo. Suave y firme repito, Kenta. Siento que soy parte de algo mucho más grande, algo que empezó del otro lado del mundo, donde la gente acomoda los zapatos cuando se los saca, y sigue acá, donde la gente los deja como fieles.

Desde donde estoy observo a Mamoru, quiere hablar. De repente, el padre-personaje se vuelve padre-intriga. Lo invito a acercarse. Kamiya y yo nos levantamos de la silla, como para darle la bienvenida. Buscamos ser amables, atentas: hay público. El público mira, el público espera cosas de la gente que se expone.
Nomás se para adelante, el padre de Kamiya cuenta que durante muchos años no supo de qué había muerto su padre: “Pregunté a mi madre de qué murió mi padre. Nunca dice”. Recién en Buenos Aires, con muchos años de atraso, se entera de que fue un virus, dice, un virus en el ojo. 
Cuenta Mamoru que en Japón él no podía comer arroz, que lo poco que su familia conseguía lo reservaba para los adultos; los chicos, en cambio, se alimentaban a pura batata. Una de las razones por las que se quedó en Buenos Aires es porque acá hay arroz y también porque le gusta mucho el puente que queda sobre Figueroa Alcorta, a la altura de la Facultad de Derecho. “Hace pocos años que puedo comer y tomar lo que quiero, lo que tengo ganas”, confiesa, y esa confesión parece simbolizar la redondez de la vida y una panza satisfecha. “Me hace llorar ver a tanta gente acá y que me aplaudan”, dice.

De a poco la gente se va dispersando. Hay café, hay masitas, hay budín, también té. Se oyen risas, se oyen voces. Mamoru se me acerca, va lento, camina con un bastón. Me pregunta por la sinagoga, una estructura bien minimalista construida a fuerza de piedra, vidrio y madera. Sarita está cerca y escucha. Nos pregunta si nos gustaría entrar. Contestamos que sí. Se suman Kamiya y dos mujeres más.

Ya adentro, Mamoru señala una frase inscripta en un ventanal de vidrio: “¿Qué dice ahí?”, quiere saber. El padre de Kamiya es curioso. Ya lo dijo ella: “Es un gran lector”. Le explico que la palabra es “shalom” y que en español significa “paz”, aunque también se utiliza como saludo y su etimología habla de algo más complejo: la idea de completitud. El diseño del espacio, con ventanas que dejan ver pequeños oasis verdes, le recuerdan a los templos orientales. Pide permiso y se sienta. Yo también le pido permiso a él y  tomo la foto que aparece en esta nota. Se la muestro a su hija, que agradece y me pide que se la envíe por Whatsapp. Es una imagen espontánea, sincera. Recuerdo la frase “escribir como rezar” y sonrío. Entonces Kamiya me cuenta que justo está escribiendo una novela. Una novela donde la relación con su padre es el granito de arroz y las películas japonesas viejas hacen de una suerte de cacerola donde las historias de un tiempo perdido se cuecen a fuego lento.