CARGANDO

Buscar

Plaza Britania

Compartir

Por Fernanda García Curten

Ocho de la mañana en la sala de espera del dentista, la vio. Foto a doble página. Largo vestido desplegado igual que su sonrisa infalible, posaba junto a un ventanal principesco en la suite de un hotel céntrico. De fondo, el perfil de la Torre de los Ingleses se asomaba como para salir en cuadro o derrumbarse en cualquier momento sobre la plaza. Leyó. “De regreso al país, la bailarina argentina estrella del Royal Ballet de Londres anuncia su retiro”. El corazón le dio un vuelco. O el estómago. Como si ella misma cayera al vacío por el ventanal de la foto y entonces pensó de qué se sorprendía, si aquella invitación con matasellos de la Capital había ido quedando por ahí, sin abrir, entre facturas por pagar y volantes del delivery, con la amenaza de una sentencia.

Años le había costado que las apariciones de Beca no le produjeran un desgarro anímico. Su célebre Diana blandiendo el arco en la marquesina de un teatro, en la vidriera de una galería comercial, en la nota central de una revista como esa. Su pierna agresiva, una flecha al infinito publicitando una gira, una gala a beneficio, un perfume, una marca de zapatillas (con puntas de silicona e interior acolchado las hacían ahora, para mejor desempeño y mayor comodidad) ya no podía herirla ni asustarla. Estaba pertrechada contra nuevos triunfos de Beca y localidades agotadas y súbitas promociones televisivas y para más Diana cazadora, arrasadora, inmortal. Pero no estaba lista para esto. ¿Cómo que se retiraba? Volvió a mirar la foto. La torre del reloj. La obviedad de las agujas clavadas a las cinco en punto. Una taza de té sobre una mesita de antigüedad dudosa. La Reina de los Bosques sonreía a todo color en un tea time ridículo si se tenía en cuenta la parte fuera de foco; aquello que el ventanal no alcanzaba a mostrar: la gente común yendo y viniendo en el smog, la interminable fila de chapas y ladrillo crudo de la villa, los baches con agua sucia, las ratas muertas, los puestitos de chucherías y ropa barata y factura grasienta junto a las primeras planas que exhiben la pesca del día, mujeres de carne y hueso descuartizadas en bolsas plásticas y tetas plásticas de mujeres de carne y hueso junto a El Arte de Tejer, la cadencia de un reggaetón filtrándose en la humareda de panchos y choripanes a las puertas de la estación de ferrocarril. “Retiro merecido”, leyó. Foto en Retiro. Como si al fotógrafo no se le hubiera escapado la ironía. “Veinte años de brillante carrera.” “Cierre de la Gira Despedida en el escenario que la vio nacer, etcétera”. Más allá, el laberinto de vías en el que trenes y pasajeros se habían arrastrado por un siglo. Pero entonces cuántos años tenía fue lo segundo que golpeó su cabeza después del mazazo inicial, y se lanzó en búsqueda febril sobre la nota. “Rebeca Lagourde, 39 años”.

Beca.

La nena que jugaba a ser bailarina en los pasillos del Teatro cuando ella era una titular eficiente del cuerpo estable y ya transpiraba sus tres litros de agua por hora de ensayo. En los recesos, Beca solía venir corriendo a darle un abrazo. Le buscaba las manos para acomodárselas ella misma sobre unas caderas estrechas de varoncito. Que la levantara bien alto, que la hiciera practicar; quería probar el truco del pescadito y las poses aéreas. Y ella le seguía el juego y alzaba a esa criatura casi transparente, algo narigona, pura sonrisa, tan frágil como una copa de cristal y la hacía dar vueltas en el aire como un mago con una paloma. “¡De nuevo!”, gritaba con su vocecita de colibrí, “¡otra vez!”. Antes de entrar a la clase siempre le pedía que la dejara jugar un rato con su llavero; una zapatilla de danza de fantasía.

Beca la predestinada. La joven etoile con largo pelo azabache que supo dejar a tiempo a padres y maestros para volar a los grandes salones de Europa había conseguido tocar la espuma del mar de la eternidad. Su cuerpo de dríade debió ingerir un promedio de veintidós mil bananas de Ecuador y unos seis mil kilos de lechuga en lo que llevaba de carrera. Con una niñez sin amigos ni patines, la Diana criolla que llegó a consagrarse entre los abedules de Sherwood, la predadora exquisita a quien ya no le quedaba por cazar bestia alguna sobre la Tierra deponía el arco para dar lugar a pasiones postergadas como la mayonesa, el helado y la maternidad. Volvía a su país. Se mudaba a una de esas casas recicladas que estaban tan de moda en Buenos Aires, volvía para formar una hermosa familia o ser jurado en concursos de baile de la tele. Mocosa de mierda. Una puntada de fuego frío se le disparó desde la encía hasta el cerebro y se llevó instintivamente la mano a la boca. Los pacientes sentados en el sofá de enfrente levantaron la vista de los celulares.

“Y de qué manera te visualizás en esta nueva etapa” interrogaba el (o la) periodista, como si fuera la pregunta más natural del mundo. Como si treinta y nueve años de edad más veinte años de brillante carrera dieran el número supremo que todo lo dice u ocultaran lo que no se puede pensar. Porque la pregunta debía ser otra.

Porque, desde que ese piecito trepando al estribo del vagón de su primer tren a Buenos Aires ella –no Beca– dio un pequeño paso para una niña, la humanidad había dado el salto completando la secuencia del genoma humano, había echado abajo el muro de Berlín y las torres gemelas, había levantado ciudades en el océano y extinguido al rinoceronte negro occidental. Se habían dividido y reunificado países, migrantes expulsados morían en las orillas del paraíso, habían quedado atrás Chernobyl y las Malvinas, el año 2000 y la lambada. Mientras la polilla se comía el raso de su último par de zapatillas vaciadas con la forma de sus pies en una bolsa mohosa en algún rincón del lavadero ella –no Beca- había dejado de menstruar, había enterrado a sus padres, el mundo tenía más celulares que orejas, más pantallas que ventanas y Plutón había dejado de ser un planeta. ¿Y habían puesto por fin el tren bala desde su pueblo a Capital, un vagón con barras y espejos para aprovechar el tiempo de viaje, como soñaba su madre? Porque cuántos años tenía ella misma –no Beca– ahí estaba la cosa. Y hasta creyó que había dejado escapar un grito y que los demás pacientes en la sala de espera ahora sí se habían dado cuenta de quién era ella entonces.

Pero quién era ella entonces. Una señora a la que le dolería mucho una muela. Es que nadie podría reconocer a la vecina ilustre, de fajina y sin maquillaje, la hija de Mechi que solía bailar en el Colón, acá, en el pueblo, en el consultorio del Dr. Girándola. De chica se había ido demasiado pronto de estas calles de sol y de naranjos. Había vuelto demasiado tarde para recluirse en la casa paterna. Ya nadie sabía quién era. Carita de bailarina, solían decirle. Porque ella también había sido alguna vez una promisoria criatura con sus artes encantatorias y sus pequeños milagros y había sonreído orgullosa bajo esa especie de piropo que en su momento le pareció algo místico, como esa palabra hipnótica: etoile.  Ahora sabía. Los grandes dicen cosas para que las escuchen otros grandes pero a ella las palabras se le habían ido metiendo en la carne. La hija de Mechi que está en Capital. La nena de Mechi que baila en el Colón. Bailarinadelcolón, así, todo junto. Como una marca de ganado; un mantra que a pesar de los años y de que ya no era bailarina, ni nena, ni hija, los otros seguían repitiendo por superstición pueblerina.

“Y después de haber tocado el cielo con las manos” arremetía el (o la) periodista “¿le quedan a Rebeca Lagourde nuevos desafíos por delante, algún sueño que cumplir?” Nada. Ningún escenario por conquistar blablá; una especie de Alejandro Magno del Ballet en versión femenina. Y se veía además que conservaba su dentadura intacta y su sonrisa fresca, ah, la satisfacción de la tarea cumplida, en cambio ella –no Beca- qué preguntas habría respondido: “¿Cómo te llamás?” “¿A qué grado vas?”, criándose lejos de los maestros prestigiosos y las audiciones importantes, haciendo tortas de barro en el patio de su casa. En el grabadorcito, la voz joven de mamá, “¿Qué vas a ser cuando seas grande?” y luego de un largo silencio en el que se oía correr la cinta del cassette, su propia voz de nena, ronca, decidida: “Seré una etual”. Todos lo decían. De las tocadas por la varita. Un diamante en bruto. La promesa del interior que llega a la gran ciudad para convertirse en la protegida de Madam Valquiria, maestra de eximias. ¿O era sólo su madre quien decía lo de la varita? Y ella deslomándose año tras año, puliendo sus aristas, perfeccionando su magia, esperando la consagración, el reconocimiento, aquello por lo que debió pelear con uñas y dientes cuando podía, claro que podía, ¿pero tan buena había sido? La futura triunfadora que un buen día desaparece para siempre como si un plato volador la hubiera llevado a otro mundo mientras Beca crece y se convierte en La Lagourde. Borrada del mapa. A pesar de estar a horario cada día en el salón de clases, multiplicada por los espejos, a pesar de que se esmerara en llegar antes que ninguna, cada vez más temprano. Beca siempre llegaba primero. Bajo los tubos fluorescentes del viejo salón de clases ya encendidos a esa hora de la mañana, lo cierto es que La Lagourde tampoco parecía estar tocando la espuma del mar de ninguna eternidad. A cara lavada, toalla al cuello, elongando en un rincón o masajeándose las pantorrillas con gel antiinflamatorio, más que Reina de los Bosques era como una enfermera que aplica inyecciones sin que le tiemble el pulso o un mecánico que ajusta tuercas o un boxeador que inicia la rutina de golpes en la bolsa de arena. En ese entonces ya había sido contratada en Europa y volvía al país para pasar las vacaciones con la familia. Beca la sonriente ahora se limitaba a saludarla desde lejos con una mirada apenas cordial, una especie de simpatía neutra, como si midiera el esfuerzo de cada gesto y ese fuera el trato recomendado para todo mortal, en salones de clase, a esa hora de la mañana, un lunes cualquiera. ¿Qué hubiera pasado si ella buscaba el llavero en el bolso y agitaba la pequeña zapatilla dorada? ¿Habría venido a abrazarla, como antes, como una cachorra grande, a cubrirla de lengüetazos? Sí, ella todavía usa el mismo llavero mientras la estrella internacional se aboca a verificar sus articulaciones igual que una máquina sofisticada se pone a punto bajo estrictas normas de seguridad. “Una artista con todas las letras”, sigue leyendo en el destacado, junto a la foto. La mera posición de ese pie sobre la alfombra en colores pastel, sin ir más lejos. Púberes desahuciadas que no lograron dar con el estándar de excelencia habían sido rechazadas por tres siglos para que ese pie luciera exactamente así, impecable, en la foto de esa revista. Y un poco monstruoso también, había que decirlo, una deformidad que todos endiosaban y llamaban belleza, y es que quién quería mirar el overol manchado de grasa y el delantal salpicado de sangre. Quién quería oler el sudor de cada día, de cada hora, quién era capaz de ver la viga maestra soportar todo el peso, el sacrificio que detrás del vuelo de la seda, la refinada bijoux y las sandalias de princesa demandaba esa pose grácil y antinatural. Cada día, innumerables miocitos interactuando con proteínas contráctiles. Actina y miosina reaccionan y empujan, trabajan sin distinguir si es de mañana o de noche, si es verano o invierno, si lo que contraen es el tejido muscular del arco divino de Rebeca la Grande o el cuello tenso de una del montón. Una que días después, una vez más, va a llegar tarde a clase o ni siquiera se va a levantar de la cama en la pensión de la Sra. Esmeralda. Con el grito en el cielo de coreógrafos y familiares habrá faltado a otro ensayo por quedarse durmiendo. Y entonces la próxima vez que su madre llegue de sopetón a Buenos Aires a ver cómo va todo, esconderse en el ropero de la pensión para que no la descubra. Bien que para eso sí tenía energía, diría su madre. Igual que para tirar todo por la borda y volverse al pueblo así, administrativa de un gimnasio o niñera. O para haber llegado a horario, hoy, ocho en punto de la mañana, al turno con el Dr. Girándola. O para cerrar la revista con aparente indiferencia cuando el dentista le dice Adelante, poner otra vez la revista en el revistero, casi al fondo de la pila, ella, que la conoció de chica, que la hizo jugar, que la había revoleado por el aire como un mago con una paloma. Una mezquina, una envidiosa, una inconsciente, por Dios, a riesgo de lesionarla, de rajar la finísima copa de cristal. Esconder la revista abajo de todo y un rato después salir casi corriendo del consultorio, tres cuadras, camino a su casa.  “No corras, hija, que se te contracturan los cuádriceps, que te podés torcer un tobillo, no corras”, el regusto del enjuague antiséptico del Dr. Girándola que sólo le había hecho un arreglo provisorio, una pastita, con la recomendación de que no muerda de ese lado por unas dos horas. Y esta especie de falsa urgencia arañándole el pecho como si todavía fuera a llegar tarde a alguna parte. Como si el plato volador la trajera de vuelta un siglo después, como si la soltara en esta calle de sol y de naranjos convertida en la desconocida que vio por unos segundos reflejada en una vidriera; una mujer algo mayor, algo pasada de peso. La rodilla que da la alarma de aminorar el paso retrotrayéndola a un dolor viejo y mal curado aunque la mujer no aminora nada y entra en la casa donde vive sola con sus perros, entra y revuelve papeles, folletitos, promociones de empanadas hasta encontrar el sobre con membrete en el ángulo –la silueta del Teatro Colón, liliputiense– y abrir esa invitación personal como si hiciera falta comprobar qué.

Y ahora preparar un bolsito con lo indispensable. Desempolvar algún vestido de noche que todavía le entre y no la haga parecer un matambre. Avisar a María Eugenia, la dueña del gym, que tiene que salir de urgencia a Capital. Arreglar con Elvira por el tema de la llave y que como a eso de las ocho venga a darle de comer a las perras. Dejarle una nota con letra grande pegada en la heladera; que no se olvide de cortarles un poquito de carne y de molerle el antibiótico a la Negra. Y de cerrar la ventana de arriba, por si lloviera.

Carita de bailarina. Alguien debió susurrárselo al oído allí en el tren, hacía mucho. Desde que dejó de bailar nunca había vuelto a subirse a un tren en su vida. Hasta hoy. ¿No era gracioso? Como si la probabilidad de volver a ser una pasajera impugnara el gesto de la gran renuncia. Como si en su momento el tren hubiera sido una capa más de la armadura que la cobijaba y que había seguido solidificándose con las pequeñas prótesis de cada día. Las zapatillas de punta, las fajas, los elásticos, las redecillas, los corpiños con aros de alambre, los corsets con ballenitas, los bustos mentirosos o disimulados, los cinturetes, las vinchas, los rellenos de guata, los tutús con lentejuelas, los cierres, las tiaras, las diademas, las pestañas postizas, el talco, la purpurina. Recién ahora se daba cuenta. Se había sentido tan poca cosa en la camita de la pensión de la Sra. Esmeralda, sin todo ese andamiaje. Una tortuga sin caparazón, un caracol despojado de su casa. Aquellas primeras noches, sola en Buenos Aires, había llegado a dormir vestida para la clase de la mañana siguiente. Con la malla puesta y los dedos vendados con tela adhesiva adentro de las zapatillas de punta en la pensión de la Sra. Esmeralda. Pero ¿a quién le importaban ya esos recuerdos? Estaban levantando las mesas y plegando las sillas de la Última Cena del Juicio Final y ella acababa de sacarse un boleto y subir al tren para hacer por fin este puto viaje.

“¿Y en qué lugar se veía actualmente?” le preguntarían en primicia exclusiva a ella –no a Beca– que con pasos de borracha intenta avanzar ahora por el pasillo del vagón en movimiento buscando un asiento de dos, como decía mamá, cuando en la madrugada fría se acurrucaban juntas contra la ventanilla del lado del sol, a esperar la tibieza de esos primeros rayos; aquellos que bendecirían los campos de girasoles, los durazneros en flor, los que calentarían también ese vidrio sucio de la ventanilla. Ahora, a través del vidrio limpio, todo se ve como un solo campo inmóvil de un verde perfecto, artificial. En la lejana Buenos Aires, Madame Valquiria esperando cada semana a su discípula dilecta, cincel en mano, lista a quitar el sobrante de mármol en la todavía oculta silueta de la “etual”. Hasta que un día lo que quitó fue el cincel. Como quien descubre una fisura imperdonable o como si algo se hubiera desarrollado de un modo inconveniente. Un manjar para la realeza; si se revuelve de más, se pasa, si se deja de batir, se arruina. ¿Tan fácilmente podía malograrse una bailarina? “Una bailarina es como la mayonesa”, diría el título de su nota, “…si no se bate bien, se corta”. Y ella se había cortado. Había abandonado. Y en las revistas no hacían notas sobre el abandono de nadie. “La solista elegida para reemplazar a Rebeca Lagourde renuncia a la Danza”, no.  Qué risa le daba en el fondo. Algo debió pasar en aquellos viajes, en aquellos trenes; una catástrofe invisible. Algo debió desgastarse en este traqueteo del tren. Aflojarse como un tornillo viejo. Demasiada inmovilidad durante demasiadas horas. Dejarse llevar por la potencia de una locomotora que no cesa en su ejercicio ni se desvía de su destino. Con el tiempo ya no fue necesario que mamá la acompañara. Ella era inteligente y conocía las calles y qué colectivo tenía que tomar y dónde se tenía que bajar. Mamá la mandaba sola en el tren con el bolso cargado de alfajores Guaymallén y tapers con milanesas. Linda dieta para una futura etoile sentadita en los escalones de la Torre de los Ingleses, donde almorzaba cada lunes. Sus pies habían cambiado el barro fresco del patio de su casa natal por el polvo de ladrillo de esa plaza; por los pisos de madera flotante de los estudios de danza, embadurnados de resina; por angostas zapatillas de yeso con suela remachada. El pelo tirante hasta no poder mirarse la punta de los zapatos, una docena de horquillas clavadas en el rodete –la forma de sentirse por fin limpia, prolija, ajustada a la realidad- como si las horquillas activaran en su cabeza los centros nerviosos correctos, yendo confiada de un estudio a otro, siguiendo el paso coordinado de la segunda fila del cuerpo de baile junto a las viejas compañeras de siempre, Amandita Larregui o la Vaccarini. Al igual que ella seguro irían esta noche a la función despedida de Beca con sinceras ganas de encontrarse o no, en el hall del Teatro, para intercambiar figuritas del álbum de las fracasadas. Y sin embargo, tantos años después, el pelo corto pero suelto, sus cómodas botas de taco chino, ya no podía más que dejarse arrullar por el bamboleo de este tren nuevo o quizá remozado, terminar de adecuarse al ritmo caótico del mundo, eso. Un elenco desparejo con coristas de toda clase y color que en cualquier momento saldrían a destiempo con el pie cambiado. Bruscas e inoportunas. Con la impunidad de viejas fotos que otros suben al Facebook, tan muertas, como si aquellas cenas animadas después de un ensayo o una función, aquellas caras y  gestos de camaradería acabaran de suceder. Esas fotos; la prueba flagrante de que ella nunca había llegado. Que nunca fue ni sería.

Una nena con su mamá.

Van del otro lado del pasillo, en un asiento de dos. La nena se la ha pasado dando pataditas, como si patinara en el aire. Va hablando sola mientras mira por la ventanilla. O canta. Ella misma yendo por primera vez a Buenos Aires, con las botitas de gamuza o los zapatos Guillermina, las medias tres cuartos y el portafolio de la escuela transformado en bolso de bailarina. Tapado de lana color picadillo Swift  –tejido por mamá–  y gorro al crochet con un pompón. La nena no lo sabe aún pero quienes conozcan la historia sabrán que apenas pise el andén de la estación Retiro una cagada de paloma le va a dar la bienvenida. En pleno pompón de lana, cuando vaya cantando a voz en cuello con mamá –y a ella no le da vergüenza– el valsecito de Tengo una petaquita, para ir guardando… las penas y penitas, que me vas dando… pero algún día, pero algún día… ploc. Pero no le importaba ahora ir atajando recuerdos que, era previsible, cayeran así, como mierda de paloma, salpicando un trayecto que le había resultado mucho más corto de lo que esperaba y en el que no reconoció casi nada, apenas una vieja estación de campo, una bocacalle cubierta de hojas secas. De pronto el paisaje se pobló de edificios altos, de rascacielos que antes no existían; el tren ya atravesaba la arboleda de los bosques de Palermo y los grandes puentes, ya se asomaban allá adelante las siluetas de las grúas en las dársenas del Puerto Nuevo. El aire del vagón se oscureció y el tren se detuvo con un sacudón tardío. La gente agolpándose en las puertas, ansiosa por lanzarse a la plataforma. Algunos empujones, zapatos que pisan sus botas de taco chino, ya no importa si le pisan los pies. Un muchacho de cabeza afeitada con un aro en la nariz le hace una especie de reverencia y murmura algo que ella no llega a entender, tan fuera de onda ya, piensa, cuando intenta detenerse en medio del andén, bajo la gran bóveda industrial. ¡Qué magnificente le había parecido todo esto la primera vez! Y aún se lo parecía. Aunque ya no alcanzaba a distinguir palomas anidando en los arcos de hierro. Mimetizadas con el hollín acaso, o ya muertas. ¿Extintas? A la luz del andén, el tapadito de lana color picadillo Swift resulta un pilotín tono rosa fluo, y el gorrito con pompón  –ahora lo ve, de un amarillo sintético– no es más que la cabeza de un minion. La nena minion toma la delantera porque la madre la lleva demasiado rápido. El pequeño cíclope amarillo se pierde por un momento y luego sale a flote en la multitud. Su ojo siempre abierto parece no mirar a nadie más que a ella, la rezagada, como si algo, desde el pasado –o desde el futuro- se le burlara. Debió darse cuenta entonces. Tarde ya para acelerar el paso y alcanzar a la nena minion  o a la otra, diamante en bruto que había venido por primera vez de la mano de su mamá, y la ciudad la había recibido con una cagada de paloma en la cabeza.  “Suerte, suerte…”, gritaba mamá sonriendo mientras metía el gorrito cagado en una bolsa de celofán, “¡Buen augurio!”, sí, debió darse cuenta entonces. Aseguró el bolso y la cartera bajo el brazo. Ir al paso que todos van. No importa. Habría querido alcanzarla antes de que desapareciera en el embudo del andén, abrazarla por última vez, tan chiquita y luego empujarla a las vías. Para salvarla. Para que no se deje empujar por otras nenas que también vendrán con sus gorros absurdos o sus trajes de princesa o de Diana Cazadora. Para no desaparecer en esa masa que la arrastra con su urgencia de hora pico al sol de esta tarde cualquiera en Buenos Aires. Hacia la calle que logra cruzar entre colectivos prepotentes y taxis que no avanzan, hacia la plaza donde como en una cita inmemorial la espera ese alto caballero sin edad. El reloj de la Torre de los Ingleses. No se había derrumbado. “La otrora suplente de Rebeca Lagourde arriba a Capital”, y la foto tomada al revés que la de Beca. No desde el ventanal del hotel elegante sino desde abajo. Desde el estrato al que pertenecen el humo de las garrapiñadas, los perros callejeros y quienes andan por la vida en zapatos corrientes bien puestos sobre la tierra. O descalzos. Desde los escalones de la Torre de los Ingleses bajo la que tantas veces se sentó a comer tiritas de milanesas al sol antes de llevarse la ciudad y el mundo por delante. Bien que eso nunca había salido en ninguna revista. La torre, su torre; una gran bomba en cuenta regresiva que ahora, sin embargo, estaba cercada por una verja. Aquel escalón de siempre –detrás de la reja ahora–habría resultado bajo para su rodilla, de cualquier modo. Caminó por el veredón hasta uno de los bancos de granito y se sentó.

 ¡Mierda! El grito susurrado de Amandita Larregui calentándole la nuca antes de salir al ruedo, aquella vez, cuando tuvo que huir del escenario al minuto diez de iniciado el Primer Acto. Hasta aquel momento nunca se había sentido tan bien; como si no fuera ella. Como cuando en la primaria del pueblo se encontraba haciendo payasadas ante toda el aula y todos aplaudían y creían que era muy “histriónica”. Pero esa noche no estaba en el aula de la primaria y ya la miraban estupefactos los técnicos, las maquilladoras, su partenaire y la asistente general que de pronto tenía la cara descompuesta de pánico o de furia: ¿Pero qué hacés, estúpida? ¿Sos o no sos una profesional?, le gritaba entre bastidores. La filarmónica retomaba desde el inicio, los mismos humillantes acordes, otra vez el telón cerrándose y abriéndose con ese sigilo mecánico dejando ver el agujero negro y de este lado toda la vergüenza al descubierto, las náuseas, las arcadas a borbotones. Cuántas veces lo había pensado. Era solo una cortina. Una cortina majestuosamente bordada. Confeccionada en un taller en Italia en el Siglo XIX para el escenario de un teatro que no era ese, un teatro en Lima o Bogotá, no lo recordaba o nunca lo había sabido pero era un telón equivocado y quizá la ayudara a reprimir las náuseas algo que la asistente general bien podría haber mencionado en un momento así. Esto de que el verdadero telón, el que debió estar allí y fue a parar a otro barco y a otro destino en América, estuviera muy lejos, desde donde nadie podría verla e intimidarla, colgado en un escenario de Lima o Bogotá. Esto es el Colón, mijita, ¡el Colón!, seguía gritando como una enloquecida la asistente general. Nadie tiraba la toalla por estar cagada en las patas –o vomitándose en plena función, como era el caso–, nadie hacía esto en el Colón. Y menos cuando Beca había tenido que bajarse por fractura de menisco y había que salvar las papas. ¿Sabía ella que Fulano, una vez, tuvo que salir al toro nada menos que con la Ferri? ¿Sabía ella que Tal o Cual bailaron toda una función entera con el tobillo reventado? ¿Que cuando cayó el telón, la zapatilla de Mengana, en el invierno del sesenta y pico, estaba teñida de rojo, por la sangre en su pie? ¡Al-Co-lón, al-Co-lón..!, alentaban sus compañeros de primaria. Teatro Culón, decía Beca, cuando jugaban a la escondida entre los decorados de la ópera y ella ponía cara de enojada en chiste y se hacía la bailarina maestra que era también la directora del Culón. Y la asistente general que ya pasaba de insultarla a hacerle masajitos en la espalda; de lloriquear, a azuzarla como a una yegua empacada. Y a ver, pensándolo bien esa noche, aquello no era el circo romano ni ella una gladiadora condenada. La cosa era volver a concentrarse, recuperar la confianza. Ser la elegida para cubrir el rol de Beca la lesionada había resultado bien de un modo casi alarmante los primeros diez minutos, cuando de pronto estaba otra vez en la gatera, amparada por la oscuridad, teniendo que olvidarse de quién era o de quién había sido los últimos mil años, y sobre todo de los mil ojos del público allá afuera, incluidos los de Madam Valquiria, instalada en fila tres. Salí a divertirte, animaba Amandita Larregui. Imaginátelos en el baño, sentados en el inodoro, exhortaba la Vaccarini. Comételos crudos, el tren pasa una sola vez, aportaba la Gancedo. Porque te hago echar, pendeja de mierda, concluía la asistente general, y es que la función debía seguir. A toda costa y por qué, se preguntaba ella aquella noche, la función debía seguir. Como si fuera lo único en el mundo, un salto en paracaídas, una operación a corazón abierto, un parto. Ella no quería que siguiera. Por qué las cosas no podían quedarse así, en el momento perfecto que igual ya estaba arruinado porque esto se iba a saber, agregó la asistente general. La noticia correría por las salas del Teatro entre colegas y maestros. Sería la comidilla de violinistas y porteros, el chisme de camarín de los estudios de danza de toda la ciudad. Mediocres músicos acompañantes sentados al piano y bobas sin talento se reirían de ella en salones donde hacían danza-jazz sobre piso de mosaico; sin conocerla hablarían de ella, la condenarían, dirían que no fue capaz.

Pero qué habría dicho Beca, con la pierna en alto atravesada de tubos y mangueritas en el pabellón VIP de Cirugía de Menisco o en el sofá de su casa, haciendo reposo. La respuesta llegó literalmente de la mano de la asistente general. Una franca cachetada. Y bajo la corteza, algo verdadero crujió. Algo primigenio pudo haber empezado a fluir hacia el mundo real pero en su lugar vio pasar como una exhalación la espalda de Amandita Larregui. ¿O había sido por fin la Gancedo? ¿O la Vaccarini? Ya no se acordaba. Alguna de las tres había salido al abismo, antes de que ella pudiera reaccionar, y cumplido correctamente con el papel. La habían sacrificado de chica para la improbable oportunidad de ese momento. Un milagro. Y nadie la recordaría. Una sola vez, diez minutos o la función entera. Por más espléndida que hubiera estado la suplente, no habría alcanzado para nada. En cambio, a Beca, sí le había alcanzado. Ahora mismo, en su camarín, untándose por última vez las ojeras con panqué. Le había alcanzado para poder recibir esta noche de despedida todos los ramos de rosas del mundo. Y el mundo entero vendría a despedirla. ¿Sabría que ella se había tomado un tren y estaba en Buenos Aires, que la habían invitado a pesar de todo? ¿O Beca misma, la Reina, la había invitado personalmente? Como ella, las otras serían tres obreritas más en el gran panal de la platea. Ya no estarían nunca más sobre el escenario. La boca negra del público se las había tragado nomás y ahora pertenecían a esa oscuridad.

Entonces supo que la puerta del ropero de la pensión, en el que tantas veces se había escondido para no ir a clase, daba directamente a esta butaca libre junto al pasillo central de platea. Su lugar, dice el acomodador, y ella sonríe como si todo esto no significara nada. Pero las luces no se apagan y el telón no da señales de abrirse y todos empiezan a golpear las manos y los pies, a zapatear, ¡en el Colón! como en la cancha y alguien, de pronto, la viene a buscar a la celdilla sin nombre. Se la llevan de incógnito. La arrastran gentilmente por una puerta lateral ¿A la calle? No era digna de estar siquiera entre el público, pero no. La guían por un pasillo, entre cortinados de terciopelo hacia el tumulto de un corredor conocido, entre cables que no hay que pisar, poleas y marcas fosforescentes que parecen señalizar el camino de la salvación. Entonces, en la parte de atrás del escenario, sentada en un banquito, ve a una bailarina con ropa de ensayo y distingue la cara llorosa de Rebeca Lagourde, de 39 años, aunque está igual que siempre. Y ella, como si volviera en sí de todas las cosas, comprende. Ahora es Beca la que en la última función de su vida no puede salir a escena. Todas las bananas del Amazonas no habían sido suficientes para evitarle ese calambre horrible. O quizá había sido la emoción, el estrés de este momento, cómo no entender algo así, porque a ver, hasta la Lagourde con toda su gloria tendría sus penas y penitas y la había mandado llamar a ella y a nadie más que a ella, a pesar de todo, para que tome su lugar. Entonces ella –no Beca–  está tranquila y concentrada. El vestuario en orden. Perfectamente lista. Con sus zapatillas de raso inmaculadas y su cintura de antes. Se entrega a la luz, baila como nunca y lo deja todo en el escenario. El eslabón perdido del Ballet. La promesa postergada. “Antigua colega salva las papas durante Función Despedida en una emotiva performance que dejó deslumbrado al público porteño” o algo más corto en el tono de “Alma gemela de la Lagourde se reivindica en noche de grandes”, y nada que Beca viera antes o después de aquel despliegue de virtuosismo empañaría la certeza. Esto había sido lo más alto, la verdad misma de la Danza y la Vida. Y no importaba quién lo había ejecutado ni por qué. No había sitio ya para mezquindades, falsa modestia o para el afán de reparar ninguna cosa. Las dos, maravilladas por la maravilla que ella acaba de realizar –un verdadero acto de amor y humildad–  como si con esos pasos hubiera redimido a la raza humana toda, salían a saludar juntas. Beca apoyándose en su brazo, emocionada hasta las lágrimas, no deja de darle las gracias mientras ella la sostiene como si fuera chiquita de nuevo, para que no tropiece con el manto de flores que se va formando a sus pies. Sin soltarla se agacha y le va ofreciendo una rosa blanca, un clavel, un puñado de violetas, pero las lágrimas son suyas -no de Beca- y un temblor le llega desde alguna parte y la hace trastabillar, cuando en realidad no se ha movido.

Sentada en el mismo banco de granito, en la plaza, bajo el reloj de la Torre de los Ingleses. El tañido del carrillón. Las campanadas de la hora. Ese llamado vetusto y atemporal que marcaba el pulso del mundo porque sí. Algo lograba aliviar en su cuerpo. Acomodarlo, quizá, volverlo a su eje. Se secó una lágrima con el dorso de la mano. Ya no había sol. Las nubes avanzaban hacia el río sobrevolando la pequeña cúpula verde con su veleta en forma de galeón. En el fondo, pensó, era como si nunca hubiera pasado de aquí. Nunca más allá de la Torre de los Ingleses. Bajo los emblemas de piedra labrada leyó por primera vez Die et mon droit. Dios y mi derecho. ¿Por qué en francés?, se preguntó, y rodeando el escudo: Deshonor al que piense mal de esta Torre Monumental, como se llamaba ahora, en esta plaza que desde hacía décadas ya no era Plaza Britania sino Fuerza Aérea Argentina.

Un perro despeluchado marcó su territorio contra la reja y salió al trote, medio rengueando, para el lado de la estación. Pensó en la Negra. Siempre que veía a un perro pensaba en la Negra. Seguro estaría ladrando atrás de la puerta de la cocina, rasguñando el mosaico, esperando a que llegue. ¿Se habría acordado Elvira de darle el antibiótico? Tenía que tomarlo justo a esa hora. Apoyó la punta de la bota sobre el polvo de ladrillo y con una especie de giro y de un solo impulso, se puso de pie. Al cruzar la calle se abrieron algunos paraguas, levantaron vuelo unas palomas grises. Si la rodilla no la traicionaba podría alcanzar el último tren de la tarde.

(Publicado en la Antología de Cuentos “Bailarinas”, compilada por Anahí Flores. Ediciones Desde la Gente, 2018)

Fernanda García Curten

(San Pedro, Argentina, 1968)

Su primera colección de relatos La noche desde afuera (Galerna, 1996), fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes, y Cuentos condenados  (México, 1998) recibió el Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés” (Puebla, México, 1996).

Sus cuentos han sido difundidos en medios especializados de Argentina, México, Cuba y España -entre ellos, revista El Cuento, Revista de la UNAM y Cuadernos Hispanoamericanos– e integran diversas antologías del género: Antología del Cuento Latinoamericano, Puebla, México, 1998; Una terraza propia, nuevas narradoras argentinas, Ed. Norma, Argentina, 2006; Antología del Premio Iberoamericano de Cuento “Julio Cortázar” (auspiciado por el Instituto Cubano del Libro y la Casa de las Américas, Cuba, 2016), y la antología Bailarinas, Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires, 2018.

Su novela La reemplazante (Bajo la luna, 2012)  obtuvo la Mención del Premio Casa de las Américas (Cuba, 2009) y la del Premio Nacional de Novela (Argentina, 2013).

Entre 2014 y 2019 se desempeñó como Secretaria de Redacción de la revista La Balandra (otra narrativa) hasta el cierre de la revista.

En la actualidad, reside en Buenos Aires y coordina talleres de escritura orientados a la formación de escritores.