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Ezequiel Pérez: La corrección política mata el deseo de escribir

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Por Valeria S. Groisman

Fotos: Valeria S. Groisman

Ya desde el título se lee en la segunda novela del argentino Ezequiel Pérez (1987) una belleza simple y rotunda. Después de publicar Hay que llegar a las casas (2021), Premio Especial del Concurso de Letras 2020 del Fondo Nacional de las Artes y finalista del Premio Medifé/FILBA 2022, el escritor oriundo de Villa Ramallo se decantó por la palabra única, la expresión unicelular: Mandarino (Eterna Cadencia, 2023), y con ese nombre debería bastar.

Pérez, que para escribir estudió largo y tendido (es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como docente e investigador de literatura de la época colonial), crea en Mandarino una épica argentina y un neolenguaje que solo tiene sentido en el relato que cuenta y en la voz del narrador que supo crear. Un narrador al que ese lenguaje le queda pintado, como si existiera la posibilidad de que cada persona nazca con una lengua propia, singular, y que aun así pudiéramos comunicarnos los unos con los otros a pesar de esa diferencia. 

A Pérez le preocupan particularmente los modos en que el lenguaje transforma realidades y crea mundos. También la manera en que el lenguaje puede despertar malentendidos, avivar el ruido como fuego y erosionar la comunicación: “El grumete trastabillaba las palabras y en su desespero no le daban sus manos para señalar el mundo”. ¿Cómo narrar la vida cuando no se tienen las palabras para nombrarla?

En su novela, Mandarino y los habitantes de su pueblo recorren el río Paraná en busca del mítico pez dorado. El pueblo tiene hambre, hambre de todo, menos de sueños, y comandados por la Mansa, se aventuran a las costas más o menos cercanas con el deseo de salvarse. Los personajes navegan un mismo río, ¿pero van juntos, buscan lo mismo, persiguen un mismo destino? Habrá que leer y sacar conclusiones.

“Nos calentamos con los cuentos”, dice Mandarino y evoca el recuerdo de los cuentos del Abuelo (así con mayúscula), que cumplían la función de “remedar la ausencia de postre”. Al hambre, literatura. Mandarino aprende que para sobrevivir hay que pescar, pero que entre bocado pequeño y bocado pequeño las historias ayudan a ir tirando. Por eso, porque sabe, Mandarino se autoproclama el “Cronista Mayor del Desamparo” y cuando la esperanza empieza a escasear él escribe para sobrevivir y para que los demás se animen a seguir viviendo.

Mandarino es una novela que habla sobre el poder del lenguaje, de la lectura y de la escritura cuando todo lo demás tambalea. Pero es también la historia de una ilusión colectiva. Porque quien se salva no se salva solo y quien solo se queda no se salva.

¿Cómo empezaste a escribir esta novela?

Empezó en realidad como una especie de juego con la lengua. Empecé a armar algo nuevo, un nuevo lenguaje, que al principio no salió redondito. Fui ajustando algunas cosas, casi te diría hasta el final.

Con esa lengua me imaginé al personaje, Mandarino. Lo imaginé frente al río, levantando la cabeza y mirando las estrellas. Esa primera imagen fue el comienzo de todo.

¿Era un cuento lo que escribías?

No sabía muy bien qué era, no escribo pensando en qué va a ser eso que escribo.

Empezás a escribir porque tenés una imagen o un aroma o un sonido, algo que te llama la atención y eso detona otra cosa…

Exacto. Con el personaje de Mandarino, esa imagen de Mandarino en el río y esa lengua empecé a imaginar hacia dónde podía ir el texto. Inmediatamente lo que surgió fue la idea de una expedición de piraguas, lo cual me resultó una cosa graciosa.

¿Vos conocías ese mundo? El río, el mundo de la pesca.

Sí, por una cuestión biográfica, yo soy de Villa Ramallo, que está ahí, al lado del río. Pero no soy de pescar, no es un mundo que yo conozca demasiado.
Por eso, a diferencia de la novela anterior, para la cual yo tenía un esquema argumental, en esta trabajé un poco al tanteo. Mientras escribía pensaba hacia dónde iban los personajes y decía: “Bueno, veremos”.

El juego que hacés con el lenguaje es súper interesante.

Los artículos vienen de un texto que me parece que pone en discusión la oposición, la contradicción, la tensión entre oralidad y escritura, que es el Cantar de Mio Cid (se considera la gran primera obra  de la literatura española escrita alrededor de 1200 en lengua romance y permanece anónima). El libro arranca con un verso que dice: “De los sus ojos tan fuertemente llorando, volvía la cabeza, se las quedaba mirando )…)”. Claramente es un texto pensado para la oralidad, para ser contado, para ser cantado. Ese artículo (los) probablemente haya expresado una sedimentación entre la escritura y la oralidad que no sabemos muy bien cómo es que llegó ahí o por qué. La lengua de Mandarino surgió de ahí.

Importante esto que decís: es la lengua de Mandarino, porque los demás personajes no hablan así.

Siempre he visto todo a través de esa lengua, de ese narrador, no sabemos cómo hablan los otros personajes. Porque en realidad una de las cosas que más me dio vuelta durante casi toda la escritura del libro fue cómo incorporar la voz del otro, cómo incorporarla sin usar la rayita de diálogo. La solución me la dio el libro No es un río de Selva Almada. Cuando lo leí yo ya estaba terminando de escribir mi novela y resolví que lo que ella hacía en su libro era lo que yo tenía que hacer en el mío. Hacer que la acotación tuviera una función, que tuviera peso. Entonces, las voces de los otros están incorporadas a la misma lengua de Mandarino. Todo se ve a través del habla de Mandarino.

Se percibe un aire a Pedro Páramo, algo del realismo mágico de García Márquez y por supuesto se ve la influencia de las crónicas de indias. Pero además sobrevuela la idea del viaje del héroe, aunque Mandarino es algo así como un antihéroe, ¿no?

Totalmente. Es un viaje en el que se mira de repente al traidor y se pregunta cómo es que uno se puede relacionar con esos opuestos. Y sin renunciar a lo individual, a la individualidad propia del personaje, que termina también tomando su camino. Los que están alrededor de Mandarino están siempre un poco lejos, hay río de por medio, las conexiones son momentáneas.

La distancia incluso dentro de la familia. Ese tío, ese abuelo, ese padre son familia, o sea, son cercanos de alguna manera, pero se nota cierta intención de marcar distancia, ¿no? Como cierta dificultad en acercarse al otro, cierta incomunicación.

Sí, la incomunicación, sobre todo, entre ciertos vínculos familiares, es algo que a mí me interesa trabajar. Y las formas en las cuales se manifiestan ciertos lazos que no están del todo aceitados. Eso es algo que a mí me interesa ver cómo funciona, porque no lo tengo resuelto, no sé cómo es, no sé si tampoco puedo juzgarlo, si está bien o si está mal. Pero puedo percibir que cierto tipo de lazos, incluso los propios, en mi familia, están siempre mediados por mucha tensión, por formas de ternura que no se manifiestan.
Por maneras distintas de entender las cosas, de sentir. Entonces, esa preocupación quise trasladarla a los personajes, que aparte están obligados a convivir en un lugar muy chiquitito, en el que están obligados, digamos, a comunicarse. Por lo menos para sobrevivir, ¿no?

Otra cosa que me parece interesante es la mezcla de géneros: el diario, el género epistolar, la crónica. Y respecto del diario, supongo que el tiempo en el que transcurre la historia, que no está explicitado, es un tiempo donde los diarios eran textos que no se publicaban, eran un registro de lo íntimo, y sin embargo, en el texto cumplen una función social.

Por más de que en sus comienzos el diario no fuera algo publicable, bueno, si escribiste es para que alguien te lea. Creo que en todo caso el diario es también una forma de ordenar la cabeza, de ordenar lo que te pasa. Siempre hay una intención de ser el leído en el diario, por lo menos en los diarios de escritor, que es un género que a mí me interesa.

Y de organizar el tiempo, ¿no? De administrar la paciencia, la espera, porque al ir narrando el día a día, Mandarino también le pone acción a su vida. Es un juego de lo íntimo, también.

Claro. Hay momentos en donde lo íntimo también es un juego. Yo creo que un diario juega con esa ficción de la intimidad.

Hablemos de los personajes que acompañan a Mandarino.

El abuelo es un ideal, o sea, se convierte en un ideal. Se queda ahí con su gallina, sus campos, no sabe haciendo qué. Con él también se ve el anclaje en el pasado, ciertas formas de pensar y de ver el mundo. El padre es como la versión triste, el puro lamento. Personaje de tango, de arrabal. A mí me interesaba traer esa mirada triste, la desilusión con el alrededor, porque es la mirada que tensiona. Mi intención fue que ninguna de esas miradas
estuvieran marcadas como la correcta. Hay diferentes caminos abiertos y cada uno interviene como puede en eso que está sucediendo.

En un momento en el que hay muchas novelas escritas por mujeres, pero además con personajes femeninos, esta es una novela casi de hombres, pero no se siente una novela masculina. Quería preguntarte si en algún momento te planteaste la idea de incluir más personajes femeninos, si te importa lo que se pueda decir. ¿Es la corrección política un condicionamiento a la hora de escribir?

La discusión por la corrección o la corrección política no es algo que me preocupe demasiado. Porque me parece que… ¿Qué es la corrección política? La corrección política es que vos de alguna manera vengas con una idea preestablecida de lo que puede o no puede decirse.
No sé, espero que en las novelas no haya una orientación clara sobre lo que debe decirse porque es mi intención. La incorrección política me parece la cara opuesta a ese mismo fenómeno. O sea, desde dónde te tenés que parar para decir algo interesante. En los dos casos, me parece que son fenómenos que no tienen que ver con la literatura. Y, además, no es algo que me corresponda preguntarme -si tengo corrección o no-, porque preguntármelo ya es ponerte en ese lugar. Es una forma de… aceptarlo. De aceptar el marco en el cual puedo escribir o no puedo escribir. A mí me parece que no es una discusión que, por lo menos, a la hora de escribir me impulse o motive. Pensar en lo correcto políticamente o en lo incorrecto políticamente a la hora de escribir creo que me mataría el deseo de la escritura.
Es una pregunta que no me hago.

¿Había libros en tu casa?

No, casi nada. Había novelas románticas, ese tipo de cosas, y me las leí todas.

¿Tipo Sidney Sheldon?

Sí, algunas un poco más picantes. Medio eróticas.

Tu mamá leía esas novelas…

Nunca charlamos, creo que es algo que está como en el ámbito de lo elíptico. Lo que sí había en Ramallo era una biblioteca popular muy importante, cerca de mi casa. Yo iba y hablaba con la bibliotecaria, de repente sacaba libros que… no sabía por qué podrían interesarme.

¿Por qué? ¿Qué le pedías?

Sacaba tres libros por semana y volvía a buscar más. Me acuerdo de que una vez saqué, no sé por qué se me dio, o sea, por qué estaba como muy preocupado por eso, uno de María Seoane, sobre Videla. La bibliotecaria se sorprendió, me preguntó por qué quería leer eso. Yo tenía curiosidad, preocupación por esos temas.

Y empezaste a escribir…

Sí, y fue antes de empezar la carrera de Letras. Uno de mis primeros lectores fue Eduardo Abel Giménez, que es un tipo amabilísimo, y me dio mi primer trabajo. Tenía que escribir una columna semanal, una “psicocrónica de niño de campo que se vino a la ciudad”. Yo miraba la ciudad con extrañeza, todo era una primera vez. Y, por supuesto, exageraba un poco. Era el niño “caramba”.

Un Kapuscinski perdido en la ciudad.

(Se ríe) Sí, iba caminando por la calle y me sorprendía todo. Los semáforos, la gente, Retiro. Todo me parecía extraordinario. Y eso fue lo que hice durante toda la carrera: escribí esa columna. Todas las semanas tenía que encontrar algo que me sorprendiera. Fue una primera escuela de escritura porque yo tenía una fecha límite, yo sabía que tenía que estar adelantado una semana y llegar a escribir esas columnas.

Te sentiste cómodo en ese rol de observador de los alrededores… y ahora aparece en tu libro este Mandarino cronista.

Sí, me siento cómodo porque es también un género en donde el cuerpo está muy presente. Porque la mirada del cronista es sobre la realidad, sobre lo que pasa. No tengo ninguna formación en cuanto a la crónica más periodística. Es otro mundo, pero bastante cercano a la literatura.

¿Qué tipo de lector sos?

En cuanto a la elección de lo que voy a leer soy bastante, podemos decir, caótico. Pero quizás no sea tan así, debe haber alguna fuerza que me guía. Sin embargo, puedo llegar a elegir un libro por la tapa. Si me gusta, si de repente me pareció muy linda la tapa o el título me sonó muy lindo, lo puedo llegar a elegir. También llego a los libros por recomendaciones, obviamente. Tengo amigos y amigas que me recomiendan. Leo algunos libros que sé que a priori no me llaman demasiado, que no deberían interesarme: a  veces me sorprenden, a veces no y entonces confirmo mi prejuicio. No suelo ser un lector que mire el género primero. No es algo que me condicione porque en todo caso le estaría yo dando una condición al texto, esperando que me diga algo que no sé si el texto me va a dar.

Se nota en vos una preocupación por el lenguaje.

Sí. Por cómo funciona el lenguaje. Últimamente leo mucho a partir de cierta música que me puede llegar a dar el texto. Quiero ver qué hace, cómo se las ingenió el autor para lograr esa música. También me da curiosidad entender qué se hace para atravesar algunas dificultades que tiene la escritura. Vengo de una escuela técnica y me gusta desarmar las cosas para ver cómo se armaron.

¿Y vos sos consciente de cómo fuiste construyendo Mandarino?

No del todo. Lo que me está pasando es que cuando empiezo a charlar me doy cuenta de algunas cosas que no tenía mucha idea. Me parece que en la escritura y también en la lectura hay algo de trance. No sé si llamarlo así, pero como que estás tironeado por algo que no sabés bien qué es, pero que te dice va por ahí. Me pasó, por ejemplo, con el personaje de La Mansa. Una amiga me decía que el personaje no estaba muy claro y yo le dije: “Es lo que quiero”. Ella me decía: “Pero si vas a poner un personaje así de fuerte, qué sé yo, tendrías que…”. Y yo: “Es verdad, es ambiguo, pero así quiero que sea”.

¿Qué estás leyendo ahora?

Estoy leyendo El espectáculo del tiempo de Becerra, que tiene sus años. Pero, bueno, yo siempre llego tarde a las cosas. No ando detrás de las novedades. También volví a leer uno de los libros que me influenció un montón, y no me había dado cuenta de cuánto, que es La lluvia amarilla de Julio Llamazares. Dicho así, en argentino suena feo: La lluvia amarilla de Julio Llamazares, pero es un texto precioso.

Es la historia del último tipo que vive en un pueblo que está por quedarse sin habitantes, desierto.  

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