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Del Ghetto Calabrés: crónica de verano

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SUDOR Y SALSA DE TOMATE

Tenés el ADN Pastalinda
Maria

Patria y Pasta. Venceremos
Graffiti del Ghetto

Por Esteban De Gori

¿Todos los días comen fideos?preguntó Kelo con ojos sorprendidos. 

Mi prima Gisela y yo mirábamos hipnotizados nuestros dos platos cargados de pasta con salsa de tomate. 

¿En verano también?insistió nuestro amigo que hacía rato soportaba estoicamente el calor en la cocina de azulejos con flores desgastadas de mi casa de San Fernando. Sudábamos, pero en ese momento importaba poco. El tesoro que teníamos ante nuestros ojos todo lo valía. 

—¡Sí!respondimos mientras mi madre nos hacía señas. Sí: queríamos más salsa. Sí: todos los días comemos fideos. 

¿Y no se cansan?volvió a la carga mientras empuñaba su tenedor. 

—¡Nunca!gritamos a coro. 

Nunca nos cansábamos de comer fideos. Tampoco nunca habíamos escuchado esa pregunta o por lo menos con esa contundencia. Caímos de repente en que nuestra ingesta diaria de fideos se extendía a casi todo el año. 

Las familias caminan sobre sus estómagos (Napoleón lo explicaba para los hombres de sus  ejércitos) y también sobre sus fantasías gastronómicas. Un paquete de un kilo por día durante los 365 días del año. Más de 350 kilos durante doce meses para alimentar a una familia de cuatro personas y más de una tonelada en tres años. 1000 kilogramos! Nosotros éramos seis más las personas que se sumaban diariamente a la mesa. Venían y se sentaban. 

El estómago del Ghetto Calabrés “movía” el mercado interno del fideo y de las harinas en todo San Fernando. Además muchas familias amasaban, cosa que morigeraba la persecución de ese oro blanco en paquete y aumentaba la demanda de harina… 

En 1985 con la “economía de guerra” del gobierno de Alfonsín nuestras alacenas estaban desbordadas. Puro stock. Se activó alguna fibra íntima de la Segunda Guerra Mundial. Eran generalizadas en las familias de mi barrio esas conversaciones:

¿Cuántos paquetes de fideos nos ayudarían a resistir la crisis?

Los estómagos son sagrados. Cada casa había instalado un Ministerio de Economía de la Harina. Cada colapso económico se medía en paquetes de fideos.

-Cuantos paquetes de fideos nos ayudarían a resistir la crisis???

Mientras en Sábados de la Bondad hacíamos movidas solidarias en todo el país nosotros nos pertrechábamos con fideos. Armábamos nuestro bunker blanco. Esto no era algo nuevo. Yo estaba en séptimo grado, y otra guerra, la de Malvinas, impulsó a mi madre, tías y otras señoras del Ghetto a abarrotarse de paquetes y de todas las botellas de salsa que habíamos hecho el último año. Mi tío Stanzo decía que nunca bombardearían el Ghetto: ¡Esto es Calabria!

Sí Kelo: los 365 días, fideos. Y nunca nos cansamos.

Comerlos en verano es otra cosa. En esos días infernales el sudor facial se mezclaba con esas gotitas de salsa que terminaban en los labios. Eran tan bellos esos labios pigmentados. Enroscar chupar era nuestra mayor anomalía. No se chupan, repetía María, mi mamá, hasta el hartazgo. Kelo no sabía ni una cosa ni la otra. Usaba el tenedor como una pala mecánica. Intentó cortarlos y una tía (que también lleva el nombre de la Virgen) que observaba la escena, lo fulminó con la mirada. 

No se corta. ¿Eso no te lo enseñaron?— retó al niño (mientras mascullaba Mamma mia! Dove vengono?).

Para quienes enroscábamos la pasta de manera insuficiente (o sea, el tenedor no capturaba todos los fideos) y luego chupábamos con fuerza era un arte divertido. El fideo viboreaba antes de atravesar la boca. Era una especie de provocación. La salsa brincaba. Mojaba los labios y todo lo que encontrase. Después de amenazar con dare un bacetto alla zia nos limpiábamos con la mano con desmesura y el sudor, mezclándose con la salsa, hacía lo suyo. Barbillas y peras rojas. Pintadas. Es uno de los recuerdos recurrentes de mi infancia, que vuelven a mí cuando Gino (mi hijo) termina pintado.

Eran muy negros”, decía mi amiga Marina, una chica de Le Marche (Italia) con la que compartíamos clases de italiano,cada vez que recordaba la anécdota.

—¡Cretinos! La próxima vez que lo coman con olio, era la misma conclusión que se repetía ante la transformación en caras rojas. 

A mi abuela Olinda ese rito le parecía divertido. Mancharse era un signo de identidad, perseverancia y satisfacción. De desfachatez gastronómica. Mi mamá María “de Vicente” y mi tía María “de Graziano” (las asociábamos con los maridos) lo veían como horas de lavado. Más en verano donde la pileta se encontraba en la línea del sol. 

Pero el verano tenía sus virtudes. No solo mezclaba sudor y salsa de tomate. Su potencia climática secaba los fideos caseros. Al principio estos se cortaban con el cuchillo. Soportábamos largas discusiones sobre las medidas. 

—¡Demasiado ancho! 

—¡Demasiado fino!

Eso no son spaghetti, son cintas (tagliatelle anche parpadelle). 

Vaffanculo!Así terminaban los debates. 

Todos los fideos poseían una forma irregular. Anárquica. Después llegaría la macchinetta Pastalinda a provocar menos lesiones en las manos de nuestras matriarcas y una revolución de la forma en nuestras visualidades: il futuro guagliu…! Un fideo igual a otro: casi un milagro estético. No era poco algo de proporcionalidad en el mundo calabrés. Aliviaba. Pero de ese momento mágico donde podíamos observar cómo de un polvo blanco surgía el fideo lo que más nos gustaba era mirar esas manos familiares llenas de harina. Tenían una fragancia singular. Harina y piel.

Una caricia o apretón de cachetes con harina era tocar el paraíso (todavía lo creo). Perfume de pasta. Gucci di farina. Mamma mia! (todavía tengo ese eco de satisfacción) Las arrugas de las manos de mi abuela se llenaban de blanco y se trasformaban en un mapa extraño (Gisela me dijo que tal vez era un mensaje que debíamos descifrar). Las polleras, siempre negras, terminaban salpicadas de “nieve” de harina. El sudor ayudaba a la adhesión y siempre terminábamos blancos. Enharinados. Sudados. Nuestro carnaval de todo el año. Una marca provisoria y fugaz de felicidad.

Vuelvo al verano y a sus virtudes climáticas para secar los fideos caseros. Cuando el cuchillo o la macchinetta hacían lo suyo, los fideos eran entregados al rayo solar. El sacrificio del sabor. Su calor los petrificaba mientras ellos yacían en una cama en la que nadie dormía, (mi abuela la había destinado para que repose el oro blanco). El sol entraba por una ventana y sigilosamente hacia lo suyo. 

El sol endureceexplicaban como expertas de una alquimia secreta. Agua, harina y sol: la fórmula del Mediterráneo del sur. 

Kelo por fin apoyó el tenedor arriba de la servilleta de tela. La manchó. No pudo terminar sus fideos, se sentía algo observado. Volvió a su casa muerto de hambre. Comer fideos era una prueba civilizatoria en el Ghetto Calabrés. Requería de una motricidad singular para manipular el tenedor, ese instrumento virtuoso que no podía utilizarse como tridente, pala ni arpón. Otro uso era como pertenecer a Oriente. 

Somos Marco Polo ¡no China!resumía el tío Pierino (el único siciliano de la familia).

Los fideos necesitan agua y no siempre contábamos con ella. Los cortes de agua corriente nos impulsaban hacia afuera del universo ghetto. Había una toma pública a la que íbamos a llenar baldes y bidones. 

Guagliu cosa parranu?me preguntó mi abuela al escuchar a dos señoras que hablaban en guaraní. ¿Son de acá?  

Creo que no entendió dónde quedaba Paraguay y qué era eso que comían mientras esperaban sus bidones. Una especie de bizcochuelo (hecho con harina de maíz) que llamaban sopa paraguaya. 

—¡Eso no es sopa!se le escapó a mi abuela tratando de poner orden en el mundo gastronómico.

Así fuimos conociendo el mundo fuori Ghetto. A mi abuela le costaba más. Cuando del “exterior” provenían gritos, música “indescifrable” o peleas densas se acercaba a la puerta de entrada y señalando hacia la calle indicaba: ¡las bestias! Enseñanza de frontera.

En las inundaciones de los 80 que asolaron la Provincia de Buenos Aires y en la hiperinflación del 89 no existieron previsiones. Kelo y su familia terminaron en mi casa en una parte que estaba en construcción (hacía por lo menos unos 10 años que no sumaba un ladrillo más). Su casa se inundó por completo.

Ambas tragedias nos agarraron con lo que teníamos. Las alacenas se volvieron dinero en efectivo. Mi madre, mi abuela y mis tías habían acumulado fideos y harina con la misma astucia que guardaban dinero en sus corpiños (una rareza: los billetes siempre salían sequitos de ese paraíso exuberante). Dos sabias manos que amasaban y una Pastalinda eran garantía de supervivencia y más, un pase al futuro. Una pequeña promesa de fortuna blanca. 

En uno de nuestros viajes al interior de la hiperinflación, con mi hermano Marcelo vimos cómo desde los techos de los mercados italianos del Ghetto arrojaban paquetes de fideos a quienes reclamaban comida. Una escena dantesca. Era invierno pero sobraba sudor social. La Argentina estalló en el Ghetto y con este todo su “material humano”. Pero la harina estaba ahí. En la lengua y estómago de las y los migrantes de diversas procedencias. Estaba ahí no solo para salvar la comida del día, también para mantenernos juntos, para volver a pensar en veranos de sudor y salsa de tomate.

Otro verano. Miro de reojo la película de Sorrentino É stata la mano di Dio (2021). Es mi film de Navidad. Puede verse una costa infinita. Luminosa. Llena de diálogos que recuerdan el inicio de algo de nuestras vidas: un deseo, una profesión, una escritura o una decisión. Mientras Buenos Aires arde, Gino, mi hijo, come pasta en calzoncillos azules (vieja estrategia para que la salsa no llegue a los pantalones). Juguetea con los fideos. Nos amamos en silencio. Ambos sudamos y comemos. Nunca lo vi tan lindo con sus labios pigmentados y con su barbilla roja.

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