Parece que no inició el año. Fui al gimnasio solo una semana. Mi primer intento de acercamiento a la grilla del “fitness” necesitó de google translate. Lo más parecido a una clase de gimnasia se llama Power Circuit.
Llego y veo a las dos nuevas gordas que inician. Ahora somos las tres gordas de la clase. Se le acercan al profe y le dicen: “arrancamos hoy”, gira la mirada y con cierto resentimiento me increpa: “Y vos?”. “Vine, pero hace 10 que no vengo. Formo parte de la misma categoría”.
“Mal día para empezar chicas” sentencia desde un cuerpo que ni el mejor anatomista puede imaginar. “Hoy la lucha es con ustedes mismas”-, grita frente a un público que lo aplaude, y repite a modo de mantra o pastor “el desafío siempre es con nosotros”. Miro al grupo de las nuevas con complicidad y un dejo de sarcasmo. Se ríen. Estamos ahí, pero esperando rajar: ¿por qué llegamos hasta acá?
La música aturde. Explica los ejercicios, la mitad del lenguaje es en inglés. Lo único que puedo interpretar es UP. Miro a un divorciado que está a mi lado, tiene cara de sacrificado -por eso resiste-. Me traduce. Sigo, pero no entiendo. Por suerte está la señora que se anima: “no se entiende Walter, podes ir más despacio”. Qué alivio, es lo que pienso desde el primer día que ingresé a ese lugar, porque la clase tiene un ritmo frenético.
A poco de andar lo entiendo. Los asistentes, perdón los hombres alumnos, gritan “queremos más, con esto no quemo”. Terminan el ejercicio y piden más. ¿Puedo hacer 150 repeticiones? Suplica un señor mayor que ya no estaría en edad de anunciar su estado de juventud. Con 50 no llego a la carrera de running. Mis piernas tiemblan, pienso que podía estar caminando en la cinta escuchando la editorial de Sietecase, sin tanto bombardeo de éxitos corporales. Tengo añoranza del gimnasio de Almagro, del sindicato de SUTHER devenido en cadena, donde los políticos leían el diario mientras caminaban en la cinta. Todo un arte, nunca lo logré.
¿Cuántas veces hacés a la semana? Me pregunta una señora que flota en el aire cuando salta. Dos o tres o cuando puedo. El mínimo es cuatro. La miro con el último aliento. Ella sigue saltando.
Se acerca el profe y me pregunta cómo me siento. Descubro que es humano, que algún vínculo lo une con un mundo real y con una alumna a punto de pedir un pulmotor. Me interpela: ¿tu límite es la cabeza, las pulsaciones o el dolor corporal? No sé qué decir: ¿Cómo podría dividirme en todas esas partes? Salgo al cruce, a modo de superada: “son las tres”. Te digo que no, que tu problema es mental. Es una cuestión de desafío. Y me remite: hoy no es un buen día para empezar. Y vamos, vuelve a gritar. Aplaude. Sigue haciendo la “rutina”, miro sin aire, sin vista y sin corazón.