Obra Juanito Laguna remontando su barrilete – Antonio Berni
“Ahí, boca arriba, el cielo llena mi visión. Las nubes son como música”. Philippe Petit
Buscando información, historias y datos sobre las nubes –un extraño interés que se me ha despertado últimamente, y al que no me resisto– me encuentro con esta curiosa noticia: “En el golfo de Carpentaria, al norte de Australia, entre los meses de septiembre y noviembre, se produce un fenómeno extraordinario, de belleza inigualable: la nube Gloria matutina. Si la situación meteorológica es tranquila, cada mañana, cuando sale el sol, una nube en forma de ola, de uno a dos kilómetros de alto y de 600 a 1000 kilómetros de longitud, es decir, que ocupa todo el horizonte e incluso mucho más, avanza a una velocidad de unos 40 kilómetros por hora. A veces se producen varias ondas y siempre se dirigen de Este a Oeste. La causa es un choque de masas de aire de diferente temperatura. Este fenómeno se presta para hacer una especie de deporte muy particular. Cada primavera, desde 1989, aladeltas y parapentes surfean las ondas nubosas como olas gigantes en un océano. Deben ir con cuidado ya que delante de las ondas se producen fuertes turbulencias que pueden ser peligrosas. Van volando en zigzag y pueden recorrer así hasta 300 kilómetros”.
Muy lejos está ese deporte de élite del que mis amigos y yo practicábamos en el terreno baldío que estaba junto a la plaza Francisco Ramírez de Hernández, mi pueblo. Nuestros padres nos armaban cometas o barriletes de caña tacuara y papel afiche o crepé con los colores de nuestro equipo de fútbol o con la cara medio defectuosa del superhéroe favorito del momento, a las que les agregábamos unas colas largas que improvisábamos con retazos de tela que les birlábamos de los costureros a madres o tías, o que ellas nos cedían de viejos vestidos o sábanas agujereadas y que nosotros anudábamos con pasión y hasta con los dientes. Las competencias eran feroces, había que agregar carreteles de hilo y soltar sin miedo para que la cometa se elevara y fuera lejos, bien lejos. Podía fallar y de hecho muchas veces fallaba: el hilo traicionero se cortaba y, si teníamos suerte, la cometa daba unos giros alocados y terminaba en el suelo, despanzurrada; pero otras se elevaba y se perdía para siempre, lo que era una tristeza al momento de verla alejarse, pero también una oscura e inconfesada felicidad: nadie podía ganarnos ese día, nuestra cometa había llegado hasta las nubes.
Muy distintos, sí, pero en algo nos parecíamos con los aladeltistas australianos: tanto ellos como nosotros teníamos el mismo deseo de despegar los pies del suelo, ir hasta lo alto y sentir “la música de las nubes”, como dijo Philippe Petit. El de ellos claramente se cumplía, el nuestro dependía un poco del viento y de la fuerza de nuestra imaginación, que por cierto no nos faltaba.
En la novela Niveles de vida, Julian Barnes dice: “Vivimos a ras del suelo, en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves. Podemos rebotar en el suelo con tal fuerza que se nos fractura una pierna y somos arrastrados hacia una vía férrea extranjera”. Acá ya no hablamos de cometas de papel ni de aladeltas ultralivianos, sino de que esa necesidad y ese deseo de elevarnos nos impulsa a hacer locuras, nos pierde entre las nubes y hay grandes probabilidades de sufrir una violenta caída. “Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. Entonces, ¿por qué aspiramos continuamente al amor? Porque el amor es el punto de encuentro entre la verdad y la magia”. Pero, ¿qué quiere decir esto? Sabemos que la caída es un hecho, y puede ser por muchas razones, casi todos las conocemos porque alguna vez las hemos experimentado: abandonos, traiciones, desengaños. Y otra mucho más cruel, la muerte del ser querido. La novela de Barnes está dividida en tres partes, y las dos primeras “El pecado de la altura” y “En lo llano”, no son más que la sutil y engañosa preparación del mazazo que nos depara la última parte, titulada “La pérdida de profundidad”. Pasamos de lo ajeno, de la crónica periodística de tintes históricos a un relato íntimo, el relato de la muerte de su mujer, con quien el autor compartió los últimos treinta años.
La memoria, como dice Sylvia Molloy, no son sólo nuestros recuerdos sino también –y quizá, sobre todo– los recuerdos de los otros, esos recuerdos que los otros nos legan, de los cuales nos apropiamos y luego nos constituyen. Muchas de las cosas que con vehemencia afirmamos haber visto o vivido, son en realidad la metabolización de vivencias ajenas que la desmemoria y los años han tejido en nuestro ADN. Estamos hechos de esos retazos compartidos. Menciono dos, que escuchaba cuando era chico y me afectaron profundamente: un hombre pierde la cosecha y con ella el pequeño campo que cultivaba y a partir de entonces decide meterse en la cama a leer revistas sobre aviación que su mujer manda a pedir porque en el pueblo no se consiguen, y él pasa los días y los años entre esas lecturas y el minucioso armado de unos aviones de papel que se van acumulando en su dormitorio y que nadie nunca remonta ni pone a prueba. La otra: un chico de cinco años pierde a su padre por culpa de una enfermedad y como le habían dicho que el papá se había ido al cielo, el chico sube a la terraza con un balde vacío de pintura de veinte litros en la mano, se para arriba del balde, eleva la mirada y estira los brazos. Lo hace durante años. La madre cree enloquecer, pero jamás interrumpe el ritual de su hijo.
No son vivencias mías, no son ni siquiera recuerdos míos, lo sé. Tampoco recuerdo quién me los contó, si una persona o varias. Nada de eso importa, lo que importa –lo que me importa– es que me impresionaron vivamente y me habitan. Y no dudo en contarlos como una verdad.
Por estos días leo Actos mínimos, un pequeño y delicioso libro del poeta Carlos Battilana. En una de sus breves entradas, llamada Navidad, desarrolla la idea de que religión y religiosidad son nociones distintas. “El marxista Walter Benjamin –dice– tenía un sentimiento de religiosidad sobre el mundo, aunque no practicaba ninguna religión. La religiosidad se asocia al estado de asombro, y también a un estado de gracia y de agradecimiento por la lucecita en la mañana que se filtra entre los árboles. Creer es una afirmación de fe, y la fe es nuestro amuleto aunque no sea una fe religiosa. (…) A la navidad siempre la asocio con la infancia, y la infancia es como una patria de reserva ya vivida, pero al mismo tiempo, una patria interminable. Es curioso: no refiero la infancia singular, sino la infancia como el lugar donde la magia (es decir, la abolición de la muerte) acontece. Lo imposible se torna posible, la imaginación es un sustento tangible. Sé que muchos repudian las fiestas, las asocian al consumo, a los cálculos del capital, al ruido, pero hay un costado infantil que aún es posible reivindicar como el sitio de un infinito amparo, de una infinita posibilidad”. Volvemos a Julian Barnes: aunque sepamos que la caída es un hecho, seguimos aspirando al amor porque en lo íntimo sabemos que es el único punto de encuentro entre la verdad y la magia.
Ir hacia las nubes es posible. Un barrilete es mucho más que un simple barrilete. Es la posibilidad de despegar, aunque sea por un momento fugaz, los pies del suelo y perdernos en la altura.