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El universo en un cuarto propio

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Virginia Woolf ha sido leída muchas veces escindida, fragmentariamente, atendiendo a veces más al mito de la locura y el suicidio.
Sin desconocerlos, yo quiero detenerme en una vida heroica, en una de las mentes más lúcidas de su tiempo, que luchó por procurar la serenidad y el dominio de la forma, tanto para su vida como para su obra.

Por Damaris Calderón Campos

Hay escritores y escritoras que fecundan la literatura y fecundan sus países, sus ciudades. Virginia Woolf  fecundó la novela, el ensayo y a Londres, al que es imposible pensarlo sin ella.

Me enamoré de Virginia Woolf mientras leía sus Diarios. Antes la había admirado por sus novelas Las Olas, Orlando, Al faro, Mrs Dalloway, pero todo lo contenido, lo latente, me arrasó cuando pude entrar en la intimidad de sus páginas. La entereza de la mujer que escribía bajo las bombas, la fragilidad de la que oía cantar los pájaros en griego, y sostuvo, cuanto pudo, su vida para la escritura.

Desde su infancia en la casa de la familia Stephen, Virginia supo y decidió que consagraría su vida a la literatura, decidió también más tarde, que le daría una forma nueva a la novela, no basada en la acción ni la trama sino en el flujo subterráneo de los sentimientos, parecido al de las mareas, en un ritmo que más tenía que ver con la pintura y la música, con la corriente misteriosa de las aguas y la sangre.

Según sus biógrafos, batalló cuanto pudo contra la locura (sus hermanos la llamaban jocosamente la cabra loca)  tuvo varios períodos de crisis mental severos, con manifestaciones de ataques de violencia y reclusión y reiterados intentos de suicidio.

Según detalla Jane Dunn, en su libro «Vanessa Bell/ Virginia Woolf«,  Virginia padeció estas crisis después de la muerte de su madre, en 1904, luego de la muerte de su padre, en 1910, la primavera de 1912, después de la propuesta de matrimonio de Leonard Woolf, tuvo un intento de suicidio en 1913, con una crisis que se repitió en 1914. Pasaba semanas o meses donde tenía que descansar o recluirse para recuperarse. También el trabajo de sus libros, a los que comparaba con partos, la dejaban a veces en un estado de agotamiento y desesperación. Pero como también señala Dunn, la mayor parte de su vida «estuvo caracterizada por un trabajo denodado, una gran claridad intelectual, una alegría de vivir y una visión absolutamente lúcida de las cosas». Incluso la inmersión en la locura, le permitió extraer, en carne  propia, elementos que después utilizaría en sus novelas.

Virginia Woolf ha sido leída muchas veces escindida, fragmentariamente, atendiendo a veces más al mito de la locura y el suicidio.

Sin desconocerlos, yo quiero detenerme en una vida heroica, en una de las mentes más lúcidas de su tiempo, que luchó por procurar la serenidad y el dominio de la forma, tanto para su vida como para su obra.

No es en sus ficciones sino en las conferencias y ensayos, Un cuarto propio y los escritos sobre Londres donde quiero detenerme aquí. Quiero seguir a esta mujer brillante, autodidacta (estuvo por su sexo excluida del acceso a la Universidad, a la que sí asistieron sus hermanos, incluso su hermana Vanessa pudo asistir a estudios regulares y formales de bellas artes).

Quiero entrar a ese Cuarto Propio, todavía pavorosamente actual, que desbrozó el camino para el feminismo y para las novelas escritas por mujeres. En él Virginia hace un análisis de la exclusión en la vida de las mujeres de los campos del saber y del poder, hasta llegar a la idea platónica del andrógino, la necesidad de que el escritor (ra) ideal integre tanto su aspecto mental masculino como femenino, restituyendo lo separado a la unidad. Una afirmación reiterada signa este libro: «Para escribir novelas es necesario que una mujer cuente con dinero y un cuarto propio», ligando su reflexión a la vida cotidiana y a la historia silenciada y excluida de las mujeres. Y también esboza una genealogía de las mujeres (no importan nombres), que quisieron pisar el césped de una universidad o acceder a una biblioteca y fueron excluidas de ella. Esa genealogía abarca a nuestras madres. (Virginia vio cómo su propia madre estaba destinada a servir a su padre y a la familia, convirtiéndose en una figura sacrificial).

Partiendo por la ropa sucia de casa, Virginia penetra en la economía doméstica, que forma parte también de la social, para revelar la asimetría de los sexos: uno, el de los hombres, es rico, el de las mujeres, pobres. Haciéndose la pregunta dolorosa: «¿Por qué son pobres nuestras madres?», se adentra en las condiciones socioeconómicas, domésticas y jurídicas para responderlo: «Si solo la Sra. Seton y su madre, y la madre de su madre, antes que ella hubiesen aprendido el gran arte de hacer dinero, como sus padres y abuelos y bisabuelos, para fundar colegios, cátedras, premios y becas para el uso de su propio sexo (…) podríamos estar explorando o escribiendo, haraganeando alrededor de los lugares venerables del mundo, sentadas contemplativamente en las gradas del Partenón (…) pero «no es posible criar trece hijos y hacer fortuna».

Virginia misma, por sobreprotección de Leonard por su enfermedad mental, no había tenido hijos, lo que fue para ella fuente de frustración, aunque reconoció también que, de haberlos tenido, posiblemente no se hubiera podido dedicar a su arte. Por otra parte, cuando se publicó Orlando, no solo se alegró por el éxito y la recepción literaria sino porque había ganado dinero con él. Cuando apareció la novela en 1928, Virginia consignó en su Diario, que en seis meses había obtenido mil ochocientas libras, «casi el salario de un ministro».

Volviendo a la pregunta sobre las mujeres y nuestras madres, continúa V. Woolf: «Además, es igualmente inútil preguntarse sobre lo que hubiera pasado si la señora Seton, su madre, su abuela y antes su bisabuela, hubieran amasado grandes fortunas para fundar colegios y bibliotecas porque, en primer lugar, ganar dinero para ellas era imposible y, segundo, de haber sido posible, la ley les negaba el derecho de poseer el dinero que ellas ganaban (…) antes hubiera sido propiedad de su marido».

Así «nuestras madres no pudieron manejar bien sus asuntos. Ni un penique podía ser para ‘malgastarlo’ para perdices y vino, bedeles y césped, libros y cigarrillos, biblioteca y ocio. Lo que más pudieron hacer fue levantar polvo de la tierra».

La poeta de las pinceladas de pintor, de la prosa cargada de imágenes, como una rama de frutos, la novelista introspectiva que analiza y metaforiza las figuras de su madre, del padre, de los hermanos y amigos y de sí misma, convirtiendo el tramado autobiográfico en metáfora universal, también tuvo la capacidad de escrutinio para percatarse de las razones económicas, jurídicas, de acceso a la educación, a la producción y circulación  y consumo de bienes, (el cuarto propio, el espacio, la tranquilidad para el trabajo y la remuneración) que posibilitan la escritura.

Para algunos puede resultar desconcertante y hasta decepcionante que la autora de una novela como Las Olas se ocupe de materias tan «prosaicas», pero lo que hace Virginia Woolf, de manera pionera y agudísima, es decirnos que un libro no es algo etéreo, que la creación es también arduo trabajo, hecho por hombres y mujeres concretos, y que estas últimas lo han hecho la mayor parte de las veces desde la invisibilidad y la precariedad.

Yendo más lejos, Virginia Woolf llegó a la idea de una hipotética hermana del más grande escritor isabelino, Shakespeare, llegando a la  fuente de  desigualdad entre ellos: el patriarcado. Ellos, los patriarcas: padres, profesores, esposos, ministros de relaciones exteriores, jueces, deciden y establecen la inferioridad de la mujer. A la fabulación de esta hermana que podría haber escrito las obras de Shakespeare, termina respondiéndose que no habría podido hacerlo, pues en época isabelina por más talentosa que hubiese sido una mujer, no tendría acceso a las esferas del poder, del conocimiento, de la justicia ni del dinero.

Pues las mujeres sirvieron de fuente de inspiración, de sostén, los hombres escribieron historias sobre ellas pero las marginaron de la escritura y de la historia.

«(…) Cuando uno lee de una bruja lanzada al agua, de una mujer poseída por el demonio, de una curandera que vende hierbas, y aun de la madre de un hombre célebre, pienso que estamos sobre el rastro de un novelista, de un poeta frustrado, o una Jane Austen silenciada y sin gloria, una Emily Bronte rompiéndose los sesos en el páramo, o recorriendo desolada los caminos, escindida por la tortura de su genio. Me atrevo a afirmar que Anónimo, que escribió tantos poemas apócrifos, fue a menudo una mujer.»

El lenguaje de los ensayos, a diferencia del de sus novelas, sin prescindir de los ejemplos eruditos o la ironía, es más directo, despojado, económico, pasea la mirada por sobre las clases sociales, afirmando que bastaba mirar en el siglo XVI las casas oscuras y los cuartos asfixiantes para darse cuenta que una mujer no podría haber escrito poesía entonces.

En el libro póstumo Londres, editado por Lumen, que recoge artículos de Virginia para la revista Good, Housekeeping, se centra en puntos neurálgicos que caracterizan la ciudad: uno, es la casa de la tertulia literaria y social, mundana, otro, los muelles de Londres, donde Virginia se separa de la visión romántica para ver todo lo que los barcos traen en sus bodegas, un muelle obrero, donde todo es comercio y mercancía, donde prima el valor de lo útil y la belleza pasa a ser un subproducto de la utilidad. Entra también Virginia en el rumor de la marejada urbana: El oleaje de Oxford Street, las abadías y catedrales de la ciudad, la Cámara de los Comunes y la historia de Londres.

Uno de los artículos que más destaco del libro, por su belleza, su ironía y su capacidad de análisis es: «Casas de grandes hombres». En él Virginia comienza celebrando que Londres comience a llenarse de casas de escritores conservadas por el Estado, dado que «parece un hecho cierto que los escritores imprimen su personalidad en sus posesiones con más fuerza que otros hombres»  y (una casa) «nos revelará más acerca de ellos y de su vida de la que jamás podamos llegar a saber mediante sus biografías». Los escritores, obviamente, son hombres: Dickens, Johnson, Carlyle, Keast.

La escritora que habló de la necesidad de un cuarto propio entra ahora en los ajenos, para observar y extraer conclusiones que van de la sutileza a la observación implacable. Reconstruye las vidas de estos hombres célebres por objetos intrascendentes, de uso en sus vidas cotidianas: una pipa, una silla, unas tazas, una plumilla vieja y con finísimo oído, hecha toda ella percepción, como quien escucha el mar en un caracol, escucha las voces de las casas. La voz de la casa de Carlyle «es la voz de sacar agua del pozo y de fregotear, del toser y del gemir» (…) Carlyle gemía y luchaba con la historia sentado en un sillón (…)». Al entrar en las casas, Virginia se apodera como nadie de los espacios y observa toda la materialidad que contextualizó y permitió el proceso de escritura. La casa de Carlyle no tenía agua corriente ni luz eléctrica y tenía una bañera de hojalata. Para que Carlyle gimiera y escribiera, alguien (unas mujeres) debían proveer los cuidados materiales para que se produjera la escritura. La casa «estaba atendida por una sola y desdichada doméstica. Durante todo el periodo intermedio en la época victoriana, esta casa forzosamente tuvo que ser un campo de batalla en el que todos los días, verano e invierno, ama y criada lucharon contra el polvo y el frío, en busca de limpieza y de calor. La escalera, de madera labrada, ancha y digna, parece tener los peldaños desgastados por los pies de ajetreadas mujeres transportando cubos de agua».

En la de Keats, la observación económica, va de la mano con la poesía. Keats vivía en una casa compartida: «Por su estilo e intención parece que estas casas hayan sido ideadas para personas de modestos ingresos, con tiempo libre (…). Junto a la ventana hay dos sillas juntas, de manera que se tiene la impresión de que alguien hubiera estado allí leyendo y hubiera salido por un momento (…) Keats (…) parece llegar silenciosamente, sobre anchos chorros de luz, sin cuerpo y sin huellas».

Tal como llega Virginia Woolf hasta hoy día,  sin cuerpo y sin huellas, en el oleaje de la letra impresa, a sus lectores.