La escritora que habló de la necesidad de un cuarto propio entra ahora en los ajenos, para observar y extraer conclusiones que van de la sutileza a la observación implacable. Reconstruye las vidas de estos hombres célebres por objetos intrascendentes, de uso en sus vidas cotidianas: una pipa, una silla, unas tazas, una plumilla vieja y con finísimo oído, hecha toda ella percepción, como quien escucha el mar en un caracol, escucha las voces de las casas. La voz de la casa de Carlyle “es la voz de sacar agua del pozo y de fregotear, del toser y del gemir” (…) Carlyle gemía y luchaba con la historia sentado en un sillón (…)”. Al entrar en las casas, Virginia se apodera como nadie de los espacios y observa toda la materialidad que contextualizó y permitió el proceso de escritura. La casa de Carlyle no tenía agua corriente ni luz eléctrica y tenía una bañera de hojalata. Para que Carlyle gimiera y escribiera, alguien (unas mujeres) debían proveer los cuidados materiales para que se produjera la escritura. La casa “estaba atendida por una sola y desdichada doméstica. Durante todo el periodo intermedio en la época victoriana, esta casa forzosamente tuvo que ser un campo de batalla en el que todos los días, verano e invierno, ama y criada lucharon contra el polvo y el frío, en busca de limpieza y de calor. La escalera, de madera labrada, ancha y digna, parece tener los peldaños desgastados por los pies de ajetreadas mujeres transportando cubos de agua”.