CARGANDO

Buscar

El vicio

Compartir

Por Paula Parisot
@paulaparisot

Las últimas veces que pasé la noche en casa de Betina, una pequeña parte de mi mano izquierda, justo abajo del meñique, la región que en la quiromancia se conoce como Monte de Marte, comenzaba a sudar frío, momentos antes de que apagáramos la luz para dormir. Siempre que eso sucedía una débil risa se apoderaba de mí. Betina me preguntaba cuál era la causa de aquella risa. “Ve tú a saber”, le decía. Era cierto, no sabía exactamente el motivo. Una noche me empecé a reír con aquella misma risa floja cuando Betina, que había olvidado apagar la luz, ya se había dormido. Todavía acostado, miré hacia arriba: Jesús estaba sujeto en una cruz en la pared, atrás de mi cabeza. Era abstracto y de palo, la cruz también. Lo identifiqué porque la única persona conocida que ha sido clavada en una cruz de madera es él. Betina seguro lo tenía ahí colgado para que la protegiera. ¿Aquel Jesús de madera me resguardaría también de las incomodidades y peligros de la vida? No pensé en eso por mucho tiempo, pues no me interesaba, 34 estaba más preocupado por el sudor de mi mano izquierda que persistía, manteniéndose siempre en las mismas dimensiones. El único factor que variaba era la intensidad. Aquella fue la primera vez que se me fue totalmente el sueño después de hacer el amor con Betina, ya que siempre quedaba exhausto. Era una mujer incansable, decía que sólo después de conocer a muchos hombres había sido capaz finalmente, conmigo, de alcanzar el orgasmo. No sé si mentía para complacerme, pero no importaba, era bueno oírla decir eso. También decía que mi verga era la más grande que había visto. Llegó a medirla con una regla. El sudor de mi mano aumentaba, no podía dormir. Una triste sensación de aislamiento se apoderó de mi alma. No podría continuar ahí, con esa mujer. Era algo que se presentaba ante mí y no me parecía tan desconocido, algo que no entendía qué era exactamente, pero que podía sentir con claridad. Insistía, como de costumbre, una vez más, en algo que me destruía. Betina representaba todo lo que siempre detesté. Es cierto, era una mujer muy bonita, tenía un rostro con facciones finas y un cuerpo bien torneado. Sin embargo, estaba prácticamente todo cubierto de tatuajes, sólo las nalgas eran blanquitas. Bueno, más o menos, pues tenía las marcas del biquini, algo que también me desagradaba. Y no era solamente eso. Los pechos de Betina eran de silicón. Eso sin considerar que no trabajaba, nunca había trabajado y no tenía intenciones de hacerlo. Desprecio a los holgazanes y a las señoras ociosas. Lo peor de todo era que Betina me impedía trabajar. Exigía de mí todo mi tiempo y, como trabajo por mi cuenta, era un 35 desastre. Había meses en que no hacía nada, sólo me dedicaba a ella. Estaba enamorado. Me sudaba la mano. Aquella misma noche, cuando cogíamos por segunda vez, Betina se volteó de bruces, me le fui encima y, como siempre, me topé con aquella serpiente de colores tatuada en su espalda. La cola de la víbora empezaba en la región lumbar inferior, y el dibujo del animal recorría todo el dorso de Betina hasta llegar a su nuca, donde, de la boca abierta de la serpiente, salía la siguiente frase: bienvenido al infierno. Mordí el cuello de Betina, mordí aquella frase. Pensé que no se me iba a parar pero, para mi alivio, ella se vino y ahí se acabó todo. En realidad se me bajó, pero ella no se dio cuenta e inmediatamente se durmió. Me quedé mirando aquel cuerpo lindo, todo pintado, extendido sobre las sábanas. Fue entonces cuando mi mano comenzó a sudar. Miré al Jesucristo y recordé la frase: bienvenido al infierno. Ya había leído aquella frase diversas veces en la nuca de Betina, pero, por algún motivo, aquella noche sentí cierto pánico. Como si por un instante no supiera lo que estaba haciendo ahí. ¿Estaría en el infierno? Me senté a la orilla de la cama, apoyé los codos en las rodillas y puse la cabeza entre las manos. Me quedé pensando. Mi pensamiento estaba compuesto por divagaciones imperfectas, incluso retóricas. Mi soledad parecía acentuarse dentro de aquel cuarto. No podría continuar ahí, Betina iba a acabar con mi vida. Parecía una maldición. Ni siquiera lograba mirar a otras mujeres. Nunca fui fiel, por más enamorado que estuviera siempre aprecié a las mujeres y nunca me resistí a los encantos de estas criaturas. Salía con una, dos, tres. La 36 única vez que me acosté con otra mujer mientras andaba con Betina, sentí una culpa terrible. No sentí placer y me fui lo más rápido que pude. Inventé un pretexto. No me considero un traidor, siempre le fui leal a mis esposas. Coger con diferentes mujeres es un placer aparte, independiente de cualquier matrimonio. Es una virtud. Quien la posee se siente obligado a ejercerla. Soy un cogelón, pero nunca descuidé a mis mujeres. Me he casado tres veces. Siempre me uní a mujeres dóciles, que tenían cosas que hacer y me dejaban libre. No intentaban ocupar por completo mi vida. Incluso al salir con otras mujeres durante esos matrimonios, nunca me dejaron de gustar, nunca dejé de coger con ellas y cumplir con mis obligaciones de marido. Tengo dos hijas, una con mi primera esposa y otra que nació de mi tercera unión. Dicen que los hombres que son realmente promiscuos siempre tienen hijas, para que aprendan la lección. Mis tres matrimonios se acabaron… No sé exactamente por qué razón, pero sospecho que fue porque siempre tuve vicios. A veces pienso que estoy enfermo, pues todo lo hago en exceso. Ya he visitado a varios médicos, me libré de otros vicios, pero los compensé con el sexo. A pesar de todo, el sexo, en cierta forma, me permitía trabajar. Al lado de Betina eso era imposible. Ya no daba un paso sin avisarle y, si me necesitaba, cancelaba cualquier compromiso para estar a su lado. Y me pedía que estuviera con ella a cada rato. Betina iba a acabar aniquilándome. Fue exactamente esa palabra la que pensé, aniquilándome. Sabía que era una situación vergonzosa, tan vergonzosa que no tenía el valor suficiente para presentarla ante mi familia. En medio de aquella noche lo descubrí: era 37 adicto a Betina. Nunca me había pasado, ser adicto a una sola mujer. Y qué mujer: una tatuada que existía en el vacío. Era más fácil echarle la culpa de mis sentimientos incontrolables y compulsivos. Y eso fue lo que hice. Me levanté decidido y le dije: “Despierta, me voy y no voy a regresar. Se acabó”. Decir aquello me produjo un placer indescriptible. Entonces lo repetí: “Me voy. Entendiste, me voy. Se acabó”. Betina me miró soñolienta sin decir nada. “¿No vas a decir nada?” Continuó muda, estirada en la cama. Levanté la voz y una sensación de libertad me hizo gritar. Le dije cómo odiaba su manera de ser, cómo me sofocaba, me impedía hacer cualquier cosa. Que su dedicación me dejaba con una sensación de deuda. Cómo era posible, me preguntaba en voz alta, que yo obedeciera a una mujer tatuada y desempleada. “¿Cómo?”, pregunté a gritos. “¿Cómo? Anda. Di algo.” Betina siguió muda, mirándome. Dejé de hablar, porque en cierta forma esperaba alguna reacción de su parte. Pensé que iba a llorar, a pedirme explicaciones, a decirme que me amaba, pero no, se quedó inmóvil. Entonces hice un gesto con la cabeza, como quien dice, dime. Betina no reaccionó. En vista de eso, no tuve otra opción. “¿No tienes nada que decir?” “Sí”, respondió, “te puedes ir”. Me quedé parado como si no entendiera. Ella no podría vivir sin mí. Continué sin moverme con la esperanza de que cambiara de idea, pero no, se quedó callada. Me vestí lentamente, esperando que se echara para atrás. Cuando terminé 38 de ponerme los zapatos, la miré estirada en la cama. Me di cuenta de que Betina no iba a decir nada y eso generó en mí una fragilidad que hacía mucho que intentaba esconder. Me dieron ganas de llorar, pero no pude. Mi orgullo no me dejó hacerlo. Le di la espalda y me fui. Sentía rabia por aquella mujer. Caminé por las calles decidido a quitarme a Betina de la cabeza. Pero no lo logré. He tenido todo tipo de vicios pero ése era el peor de todos. Regresé al departamento. Betina seguía recostada en la cama. “¿Por qué tardaste tanto?”, me preguntó.

Paula Parisot

Paula Parisot nació en Río de Janeiro y vive en Buenos Aires. Es Master en Bellas Artes por The New School University, New York. Artista visual y escritora, y su trabajo es fundamentalmente interdisciplinario, ya que une literatura, pintura, dibujo, performance y vídeo. Ha realizado una serie de performances y exposiciones individuales relacionadas con su obra literaria, entre ellas una individual en la Escuela de Artes Visuales del Parque Lage (RJ, 2014). Ha participado de DOCLisboa (2018), Bienal de Mercosur (2020) y BienalSur (2021).
Expuso en instituciones como el SESC de São Paulo. Co-creadora con Jessica Mitrani de A Crucigramista (ARTE1, Brasil, Portugal y México), un programa de televisión sobre el arte en América Latina. A Crucigramista se emitió por televisión mexicana, presentado por el Museo Universitario del Chopo. Es autora de La dama de la soledad (Companhia das Letras,2007), finalista del Premio Jabuti, Cal y Arena, 2008 y Dalkey Archive Press 2010; Bisagras y tornillos (Leya, 2010, Cal y Arena, 2011), y Partir (Tordesillas 2013, Cal y Arena, 2013). Parisot ha trabajado internacionalmente en la difusión de la literatura brasileña y en la organización de antologías como La invención de la Realidad (Cal y Arena, México, 2014).

Artículo previo
Próximo artículo