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En la ruta

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Por Gustavo Nielsen   

Algo falló en el kilómetro trescientos. Sé que era el trescientos por el mojón que está antes de la llegada de las casitas. El Dodge tironeó hacia la banquina. La luna, helada, iluminaba el campo como la luz de un freezer. La primera casa que apareció fue un chalet bajo con el revoque roto. Un débil cartel de neón indicaba «cervezas y guiso». El jarabe me había dejado en la boca un gusto asqueroso.

Bajé del auto y lo rodeé por adelante. Mi cuerpo cortó dos veces la luz de los faros. En la otra casa -una más pequeña, casi un cuarto levantado al otro lado de la ruta- se encendió una ventana. La rueda derecha estaba desinflada. Recordé la de auxilio adentro de la baulera de casa, absurda e inútil. Apagué las luces y el motor.

El neón de la puerta chistó con un pequeño relampagueo. Cuando entré, llevaba la pelota para Sebastián debajo del brazo y la esperanza de encontrar un teléfono que funcionara.

El lugar estaba recién pintado. Era el comedor de una casa de familia, con una mesa de madera rústica, dos sillas y el agregado de un mostrador de chapa. No había olor a comida. Lo más raro eran los pájaros y la luz, amarilla, saliendo de un foco de color colgado de un cable central. Los pájaros estaban embalsamados y ocupaban los rincones superiores, atados con tanza al cielo raso.  El color de la luz convertía mi brazo apoyado sobre el mostrador en una extremidad enferma.

Desde la ventana se podía ver la ruta y el baúl del Dodge. Nadie iba a cruzarse en lo que quedaba de la noche. Mejor tomárselo con calma. ¿Cuántos años cumpliría: siete, ocho? Los dos pájaros del mostrador se tocaban los picos. Estaban pegados a una madera que decía «zorzales». Había también un diario, bastante ajado, que miré por encima sin reconocer las noticias. El titular anunciaba un doble parricidio y la foto mostraba un cadáver con el cuello cortado. «Creo que siete», estaba pensando, cuando aparecieron los ciegos.

Era una pareja de unos cincuenta años. Ella, gordita, con el pelo desordenado y dedos como ñoquis al final de brazos hinchados y breves; anteojos negros, delantal atado a la cintura. Él, también con anteojos negros, tenía un gesto desconfiado en la cara; era muy flaco, alto; no saludó. Calzaba unas botas de montar embarradas, aunque no llovía. El diario también anunciaba «violento temporal». La señora se acercó para preguntarme qué iba a cenar. Sin responder, le dije si conocía alguna gomería cerca, o si había un teléfono para llamar al auxilio. «Voy de visita a lo de mi hijo y no quiero retrasarme», expliqué. Ella no se movió. «Hace mucho tiempo que no lo veo; le avisé a la madre que llegaría por la mañana, a más tardar». «¿A Bahía?», preguntó ella. Le contesté con un «sí» parco.

– Carlos lo va a ayudar.

Yo supuse que eran ciegos solamente por el detalle de los anteojos, ya que la mujer actuaba con soltura, sin usar bastón. Le pregunté si el guiso estaba listo. Contestó que sí, y que había lentejas o mondongo. «El que esté más rico», indiqué, sin demasiado interés, y además pedí pan, vino tinto y queso rallado.

– Los dos están ricos. No despachamos vino.

Esperaba mi respuesta con las manos apretando el diario contra la bandeja. Recordé el cartel de la puerta.

– Lentejas y un balón -dije.

La mujer dio media vuelta y salió por detrás de su marido. Él sacó unos troncos de abajo del mostrador para meter adentro de la salamandra. De la boca metálica surgió una lluvia de chispas. «Qué frío…», dije, frotándome las manos, mientras iba hacia la única mesa. El hombre giró su cuerpo siguiendo el ruido de mis pies contra el suelo.

– No tenemos teléfono –explicó-. Pero si se trata de una pinchadura, vaya del Garza, en la casita blanca.

Señaló con su mano hacia delante, y el gesto se extendió a través de la ventana como un rayo por el campo desnudo. A menos de cien metros, la luz de la pieza se apagó. Alcancé a ver una reja abriéndose e, inmediatamente, el brillo de los faros de un auto grande que ingresaba a la ruta. Aminoró la velocidad cuando pasó frente al chalet. Percibí la cabeza de un hombre escudriñando en la oscuridad. Al fin puso las luces altas y aceleró, haciendo rugir el motor del Chevrolet 70. Me gustaba ese auto. Apoyé la pelota en la silla de al lado.

– ¿Esa pieza es una gomería?

– Sí.

La novedad me desanimó. Una gomería era lo que necesitaba, pero el hombre se había ido. «Va a volver», dijo el ciego, “y ojalá no lo haya visto acá». Pregunté por qué, mientras recibía una panera llena de grisines, una servilleta azul y los cubiertos de manos de la señora. Carlos esperó a que la mujer volviera a la cocina, cargada de otros ruidos, para seguir hablando. Con serenidad, dijo:

– Es un mal pájaro.

A mí me bastaba con el hecho de que supiera arreglar una cubierta; no quería enterarme de nada más. Hice crujir un grisín ruidosamente, para que notara que no estaba prestándole atención.

– Una rapiña picoteadora de carne muerta -continuó-. Bastó bajar las alas para conocerlo. Rengo, para colmo.

– ¿Rengo?

– Algún problema de la infancia. Alguna parálisis que lo hace caminar levantando las rodillas como una garza -el fuego brilló en el reflejo de sus anteojos-. Por eso le pusimos Garza, de la época en que veíamos.

La mujer entró con el balón servido, el plato de guiso con el queso puesto por encima y un bol tapado, del que sobresalía el mango de una cucharita. «Buen provecho», dijo, y fue a reunirse junto al fuego. Uno de los zorzales del mostrador tenía los ojos de distintos colores, verde y rojo. Soplé el plato y me llevé la cuchara a la boca. Las lentejas hervían. Cuando la señora se animó a preguntarme si estaba sabroso, afirmé primero con la cabeza y después dije «sí, muy sabroso». Debería haberle dicho: «como comer lava incandescente», pero me callé. ¿Para qué incomodarla? Tenía el aspecto de ser una mujer agradable, de esas que envejecen como buenas abuelas. Apoyé la cuchara al borde del plato. La señora se acercó hasta tocar el canto de la mesa.

– El trabajo de los pájaros es de Carlos -habló, como queriendo entretenerme-; de antes, claro. La taxidermia es una afición muy noble, pero se necesitan precisión y ojo de águila, no solo para cazar los animales sin destrozarlos, con balas finas como agujas, sino para operar en cuerpos diminutos, inflados por las plumas. Es un entretenimiento muy noble…

– …salvo para los bichos -completé.

Ella juntó las manos sobre su delantal. El marido dijo: «cerrá el pico y dejalo comer al señor, que estará cansado del viaje». Ella siguió hablando:

– Lo único que no les ponía eran las lentejas de vidrio adentro de las cuencas, porque a mí me parecía que les agregaban muerte a los pájaros…

– Callate – ordenó el hombre, reaccionando por la inesperada confesión. La mujer tocó la bandeja, suspiró fuerte y terminó con crudeza lo que había empezado:

– Cuando nos quedamos ciegos, al tacto las fue agregando una a una. Esos ojos son el orgullo de Carlos.

Levantó la bandeja y salió. El hombre volvió a revolver las brasas con el palo. La expresión de su cara se había retorcido de amargura. Dejé que mi cuchara se hundiera en el plato y me sequé los labios con la servilleta. Solamente quería comer, pagar, arreglar la cubierta y seguir viaje. Tenía las manos empapadas de sudor. Me levanté para ir al baño.

Abrí una puerta que parecía comunicar al resto de la casa. Todas las luces estaban encendidas, como si se hubieran quedado ciegos en un momento equivocado del día; tal vez creyendo absurdamente que esa posición en la tecla de la luz anunciaba la oscuridad. Las puertas de los cuartos estaban entornadas. El sollozo me llegó claro. Me acerqué para mirar. Ella estaba recostada sobre la cama matrimonial, en lo que supondría la intimidad más acabada. En la pieza había también un bahiut con espejo, un crucifijo y un mural fotográfico.

Después entré al baño. Mientras me mojaba la cabeza en la pileta me acordé del mural que mis padres habían colgado sobre la cabecera de su cama, cuando yo era chico. Eran fotos mías de bebé, en varias poses. Había una con una pelota, otra con un sombrero, otra con un mono de juguete y una central desnudo, recostado sobre un almohadón. La copia era grande, en blanco y negro, con los bordes de cada episodio esfumados y montándose unos con otros como los cuadros de una historieta imprecisa. Alguien había firmado el ángulo inferior izquierdo, ¿o era un sello? Podía recordar ese cuadro. Siempre había estado ahí. Abrí los ojos y tomé otro trago de jarabe, haciéndome un buche con agua. Antes de salir, apreté el botón del inodoro.

La puerta de su dormitorio ahora estaba completamente abierta. El llanto de la mujer era más ahogado y sonaba más fuerte. Volví a acercarme. Su cuerpo, tendido de cara a la cama, vibraba como si sufriera una convulsión. Sin duda había dado en algún diálogo prohibido entre ellos, con mi observación absurda sobre la taxidermia. Me sentí con una vaga culpa. ¿Para qué me metía en lo que no me interesaba? Ya tenía bastantes problemas con llegar a Bahía Blanca por la mañana. Lo único que necesitaba era esperar a que el Garza me arreglara aquel pinchazo. ¿Para qué me acercaba hasta su cama, ahora, tratando de mostrarme comprensivo, hasta pararme delante de su mural y darme cuenta de que era el mismo de casa, conmigo, con mis fotos de chico? Un bebé desnudo jugando con una pelota, un sombrero, un mono de juguete. El almohadón. Me acerqué para tocarlo. Ella dejó de llorar. Abrí la boca en el asombro: salió un hálito callado, con el calor del guiso y gusto ácido. ¿Cómo podían ellos tener una copia? ¿Para que la mirara quién, con qué ojos? «Para mí», pensé, y las piernas me empezaron a tirar hacia la salida, como antes había tirado la dirección del Dodge hacia esta casa detenida a la derecha del campo.

En la ventana del comedor la luna plateaba sobre un Chevrolet quieto en mitad de la ruta, con el motor en marcha y las luces encendidas. Agarré la pelota. El ciego seguía parado frente a la salamandra. El Chevrolet tenía una puerta delantera abierta, y cuando yo salí y grité, vi un bulto montar en su cabina, escabulléndose desde mi auto. El coche arrancó y siguió hasta detenerse haciendo un giro, debajo de un toldo. Lo terminé de ver cuando llegué a la ruta. La luz de la gomería se encendió como un alarido. Volví hasta la puerta del Dodge y tuve miedo: a punto de subir, con las manos apoyadas en el borde del techo y en el espejito, vi el tajo. En ese instante vi uno solo, el que daba a la cubierta del conductor; después di la vuelta alrededor del coche. Alguien había roto mis cuatro ruedas con un cuchillo. «¿Qué pasó?», le grité al ciego, sacudiéndolo por el pulóver. La pelota se me resbaló del brazo, rebotó en el suelo y fue a parar a la banquina.

– No se la agarre conmigo -dijo el hombre-: usted lo vio. Pica y se vuela. Yo le digo rengo porque camina como una garza, subiendo las rodillas tan acostumbradas a doblarse en el suelo para cambiar una goma rota, o para romperla.

Di vuelta la cabeza hacia la piecita de enfrente. El frío de la noche me inyectaba puntazos debajo de la ropa. La señora se asomó a la puerta. Cuchichearon algo bajito; él asintió con la cabeza y ella movió la boca seria, como un canario sacudiéndose.

– Si gusta, tenemos una pieza -invitó.

– La de nuestro hijo -agregó él-. Va a tener que dormir en algún lado, y la fresca en el coche se la encargo…

– ¿Y el chico? – pregunté, pasándome las manos por los brazos.

– No está -contestaron, a coro. El hombre dijo:

– Es una cama muy cómoda, en una pieza caliente. Puede quedarse hasta mañana.

– También puedo ir a buscar a ese hijo de puta.

Ella carraspeó. «No se lo aconsejamos», dijo, por los dos.

– El Garza es un individuo peligroso, mejor evitarse problemas.

Pensé en lo que había visto. Miré hacia la ruta: la luna, la pelota y la luz de un cuartito que se apagaba, disuelta en la materia congelante de la noche. Estaba tiritando cuando volví a cruzar la puerta.

Me senté, aunque ellos insistían en que había que irse a dormir, porque era tarde. El hombre lo dijo casi retándome. Me pareció absurdo. Le pedí un café a la señora y me trajo un café con leche en una taza enorme, más un plato con tostadas y manteca. Cuando volvió con un frasco de dulce le expliqué que solo quería café, para calentarme. Ella insistió en la leche, porque » es tan buena para crecer». Dijo «crecer» con énfasis, para que yo lo notara bien, y le puso un largo chorro de miel. El líquido parecía jarabe caliente. Carlos volvió a entrar al comedor, en pantuflas. Se acercó a darme un beso. «No te acuestes tarde», dijo. Agregó que encontraría mi piyama debajo de la almohada.

La habitación era pequeña, con vitrinas repletas de objetos infantiles y fotos en portarretratos. Había una sola ventana y un placar. La ventana estaba atornillada al marco. Un tejido de alambre hexagonal la cerraba desde afuera, y convertía la habitación en una celda frágil.

El de estas nuevas fotos también era yo, o alguien muy parecido. Del techo colgaba un avión a control remoto, con una inscripción: «SP5V«. Abrí el placar; en las perchas colgaban sacos y pantalones de alguien que no mediría más de un metro veinte. Adentro de un cajón encontré una colección de aviones grises a escala, algunos rotos o sin alas y un banderín del «Club del Vuelo». Eran doce piezas, que ordené sobre la alfombra: Messerschmitt, Lockheed, Hawker Tempest, Pucará, Pientempole, Hurricane, Concorde, Gloster Gladiator… Después los volví a guardar por si me descubrían, y me metí a la cama con un portarretratos. La foto más grande era la que había sido enmarcada. Me mostraba a una edad de ocho o nueve años, con la cabeza metida adentro de una jaula bastante amplia, de finos barrotes de alambre. En la segunda foto, más chica, estaba junto a un amigo y a un perro en el campo, con el avión a nuestros pies y una antena detrás, lejos. En la tercera aparecía abrazado al avión, que era enorme para mi cuerpo flaco; al lado, de pie, Carlos. Digo Carlos por las botas embarradas, porque la cabeza se recortaba en el borde blanco a la altura del mentón.

Me senté en la cama, observando hacia afuera. La ventana era un cuadro inamovible: la línea del horizonte y el disco claro de la luna. Antes de cerrar los ojos, recordé lo que significaba la sigla del avión: «Se Perdió 5 Veces”.

Soñé hasta que tocaron a la puerta. Yo era chico, y una madre sin rostro me quitaba la pelota y le hacía un tajo con una tijera. Me desperté bañado en sudor. Tomé el último trago de jarabe sin sentir asco, con el gusto instalado en la boca.

– ¿Quién es?

– Nosotros. ¿Estás bien?

– No pasen.

– Tenemos una sorpresa…

El picaporte tembló. Entraron cantando «cumpleaños feliz». No tenían puestos los anteojos; sus párpados estaban cerrados. En las manos traían la bandeja de chapa con una torta con nueve velas encendidas. Acomodé mi espalda contra la cabecera de la cama, sentándome sobre la almohada. También traían una pala de acero para servir, afilada en punta. Cuando terminaron de cantar apoyaron las cosas sobre el acolchado y comenzaron a aplaudir. Ella se sentó a mis pies. La torta estaba recubierta de crema y tenía pegado un colchón de plumas negras.

– ¿Qué día es hoy? -pregunté.

– Cinco de julio.

– ¿Cómo sabían que era mi cumpleaños?

– Papá y mamá lo saben todo -fulminó ella.

Soplé las velas. Ellos volvieron a aplaudir, apretando más los párpados. Tomé la pala para cortar una porción de torta. Ellos esperaban, quietos; la señora se levantó cuando me oyó gritar. Yo también me había parado, casi siguiendo la ruta del miedo al sentir el movimiento, un aleteo vivo debajo del corte. Los dos seres levantaron los párpados, exhibiendo sus pozos negros. Mi mano, independiente, enérgica, dio una estocada entre los pechos blandos de la señora. Las telas se fueron separando receptivamente al paso de mi punción: la del pulóver, la de la remera, la de la enagua y el centro del corpiño armado. Tuve la impresión de que ella se inclinaba buscando clavarse en la punta de acero, que yo mantuve rígida. Su cuerpo se derrumbó.  Después busqué detener mi mano, sujetándola fuertemente con la otra. Pero el hombre se acercó hasta apoyar las venas inflamadas de su cuello en el comienzo del corte. Luego giró la cabeza hacia ambos lados y cayó degollado, sacudiéndose sobre la alfombra. Solté la pala y salí al pasillo, después al comedor y a la ruta. En la corrida pisé, sin querer, los pares de anteojos que ellos habían abandonado sobre el mosaico del piso, delante del umbral de la puerta.

La ruta seguía vacía. ¿Correr hacia Bahía Blanca? Me temblaban las piernas. Caminando hacia la gomería, la cinta de asfalto se volvió resbalosa y corta. En un momento giré la cabeza hacia atrás y vi mi auto y la casa a medio derrumbarse. Las luces se habían apagado. El pasto crecía a la entrada como una presencia inaudita del resto del campo. La columna del porche estaba partida.

La luz de la gomería se encendió antes de que golpeara las manos. Estaba llorando, transpirado, con el cuerpo abatido en la víspera de un desmayo. Todos los músculos puestos en el pedido de auxilio. De adentro salió un hombre esmirriado y de perfil aguileño, escurrido adentro de su saco. «Ayúdeme», le supliqué. El hombre se acercó para atajarme por debajo de los sobacos.  Caminaba con pequeños saltos y movía la cabeza como si tuviera hipo. La falta de coordinación entre mis pasos y los suyos me mareaba más. Entré colgando de su abrazo.

La casa era una habitación con un piletón lleno, una cama, una garrafa con hornalla, una silla y montañas de cubiertas. Un neumático enorme, de tractor, flotaba sobre la superficie del agua de la pileta. La cama estaba deshecha; él se sentó. Yo me aflojé en la silla y desde ahí lo vi apoyar una pava sobre la hornalla. Al lado del calentador había dos canillas con baldes y un compresor chiflando aire. Me acercó una taza. «Usted dirá», dijo, secamente. Era un agua marrón, sin gusto; la tomé para aflojar la boca. Observé que las zapatillas le bailaban en los pies.

Empecé a contar, casi sin fuerzas. Hizo pocas interrupciones, salvo para referirse a algún detalle. Le pregunté por qué había destrozado mis ruedas, y se rio. Despreocupadamente, como si la explicación fuera de lo más natural, dijo que no era la primera vez que pasaba algo así, y que él no había tajeado las cubiertas. «Sino usted mismo, en un ataque de locura».

– Lo vi hacerlo. Paré el coche y me bajé. Cuando entendí lo que pasaba, era tarde. Con algo parecido a una cuchara de albañil, usted estaba empecinado en destrozarlas.

– No tiene sentido -dije, respirando aceleradamente.

– Sí, sí -dijo él, acompañando la repetición con un movimiento afirmativo de cabeza-. Y le voy a explicar por qué, si me permite.

Me preguntó si venía tomando algún remedio, o estaba en grandes preocupaciones. «Tomé jarabe para la tos y voy al cumpleaños de mi hijo», dije. «No lo veo desde que era bebé». Él movió la boca hacia afuera varias veces, como chupando de una bombilla invisible. «Pude haberme dormido por el jarabe…», asentí. «Ma’ qué jarabe», dijo.  «Lo que a usted le pasó fue noticia, veinte años atrás». Recordé el periódico viejo sobre la mesa.

– Yo era joven -comenzó a contar-, y aquella noche había sentido gritos. Cargué la escopeta y salí a la ruta. Estaba muy oscuro; al hijo de los ciegos lo vi cuando en el cielo explotaron algunos rayos. Un brillo le iluminó la cabeza y otro el cuchillo. Estaba embarrado hasta la cintura y se reía como un payasito.

El Garza tosió y tomó un trago de su taza. Alargó el brazo hasta alcanzar la pava, sin levantarse. Volvió a llenarla de agua y la arrimó al calentador.

– El chico había quedado muy mal del coco, pobre, desde la ceguera de los padres -se golpeó la cabeza con un dedo tan fino como un lápiz-. Hasta el año anterior al achure ellos sabían dormir con los pájaros vivos adentro de la pieza, para irlos disecando de a poco. Dicen que si el animal toma confianza después tarda más en apolillarse. Cosas del oficio. Habían puesto tejido de alambre en las ventanas. La casa parecía una gran jaula.

El compresor dio un largo soplido final antes de detener su movimiento. El Garza miró de reojo hacia ese rincón, luego hacia la pava, y continuó.

– Una noche los pájaros enloquecieron, atacaron. Les dejaron las cabezas como sandías caladas. El chico entró al dormitorio y encontró a sus padres enredados entre sábanas rojas, a puro grito, con los ojos picados. 

Hizo silencio; chupó dos veces aire y cruzó torpemente una pierna sobre la otra. Apagó la hornalla.

– Ya ciegos, se pusieron pesados. Más pasaba el tiempo, más exigentes estaban con el chico y con todas las cosas. También sé que le pegaban, cuando lo podían agarrar. Hasta que llegó el día de su cumpleaños. El cuchillo que usó fue uno de la cocina. Eso dijeron los diarios. El que usted y yo leímos es el del día siguiente del crimen, y se lo habrá olvidado un policía.

– ¿Usted leyó ese diario?  -le pregunté.

– Claro -dijo, sonriendo-. Pero no esa noche, sino diez años después, cuando la escena se repitió por primera vez. Yo fui el único testigo y el primero en sufrir la repetición. Todo el día había estado maliciando algo. La noche era clara como la de hoy. Me asomé varias veces a la ventana, hasta que vi la luz encendida. Me puse el abrigo y salí.

El hombre movió su cadera en el colchón, como si ajustara el encastre de sus articulaciones. La cama hizo un crujido leve.

– Crucé la ruta y llegué a la casa, que estaba iluminada, como nueva… Imagínese mi miedo, si yo sabía que nadie la habitaba. Pero entré igual. Allí estaban ellos, los ciegos, como antes, sentados a la mesa. En el medio había una torta con velas. El viejo me entregó el cuchillo por el mango. Lo apreté. Ellos buscaron el filo como imanes. La carne se les abrió igualito a lo que contó usted.

Se calló para descruzar sus piernas. Con sus manos levantó el muslo derecho como si le doliera, o el movimiento le molestara un poco.

– ¿Y después?

– Nada, hasta hoy. Me sacaron de ahí atado a una camilla. Era puro espanto y grito. Estuve casi un año internado en el neuropsiquiátrico de Bahía… El mismo en el que todavía está internado el chico. Debe tener como treinta. Yo salí, él no. Mire si no le voy a creer lo que me cuenta.

La taza se me resbaló de las manos. «Necesito otro café», le dije.

– Era té -dijo él, sonriendo.

Se levantó. Sacó una manta de la cama. Todavía no había amanecido. Recogió mi taza del suelo y la llenó de agua. Le puso un saquito y luego, con un trapo rejilla, lo vi secar el piso. ¿Iba a soportar esa mentira, esa historia de fantasmas? «Dame fuerzas, Seba; voy a llegar a Bahía y abrazarte para siempre…» Apoyó la manta sobre mis piernas heladas.

También dijo que esperaba otra sorpresa para este nuevo aniversario, y por eso se había volado un rato, en su coche. Pero después se quedó con la duda. Al pasar, había visto el Dodge. «Buen fierro», agregó.

– No creo que les haya hecho mucho daño a las cubiertas, con esa espátula…

– ¿Le parece? Mire que una se vino desinflando por el camino.

– Ahora le preparo el repuesto y cuando salga el sol se la cambio -dijo.

– Por favor –rogué-. Quiero irme cuanto antes.

El Garza asintió. Descolgó una cámara con ayuda de un gancho y la aferró con precisión entre las manos. Sus movimientos eran seguros, salvo el bailoteo de esos pantalones enormes y del calzado, que hacían imaginar dos piernas de ramas terminadas en apéndices mustios, de minusválido.  Infló la cámara y la metió adentro del piletón. Mi cuerpo tiritaba sin parar.  ¿Iba a poder manejar en ese estado?  Pensé en Bahía Blanca como en un paraíso, el lugar al que había que llegar para salvarse. Cerré los ojos. Oía el traquetear del compresor, el ruido del agua. Sorbí el líquido tibio de la taza. Lo sentí bajar, depositarse en mi estómago. Aspiré el aliento largo de la tierra sobre aquellas ruedas viejas; la dulzura distinta de la goma mojada. Mi cuerpo entero aceptaba la explicación del Garza. Mi razón debía aceptarla, para poder seguir. «Un mal viaje», pensé. «Aquí no pasó nada, Sebastián». Abrí los ojos.

En el ardor de su oficio, absorbido en su propia maniobra, el hombre había perdido una de las zapatillas, que había caído al costado de la pileta. Por debajo del ruedo del pantalón asomaba una garra de ave con tres dedos extendidos, coronados en afilados espolones para descarnar.

Gustavo Nielsen

Es arquitecto, dibujante y escritor. Como arquitecto realizó obras en Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Ha publicado varios volúmenes de ficción, entre ellos La otra playa, Premio Clarín de Novela 2010. Nielsen escribe en el suplemento Radar, de Página/12, y tiene una columna semanal, Milanesa napolitana, en el Suplemento Literario Télam. Además lleva los blogs Milanesa con papas y Mandarina.
Entre sus libros están “Playa quemada”, “La flor azteca”, “La fe ciega”, “El amor enfermo”, “Auschwitz”, “El corazón de Doli”, “El contagio social”, entre otros. Con “Marvin” obtuvo el Premio Municipal de Literatura en cuento y con “La otra playa” el Premio Clarín de Novela.
Está traducido a siete idiomas.  

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