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Georgina Herrera en la memoria

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La escritora afrocubana, acaba de morir en La Habana. Para Revista Be Cult, la recuerda la catedrática Mabel Cuesta, desde la Universidad de Houston. “Georgina nunca creyó en nada ni en nadie y por eso se dedicó a escribir su propio mundo: uno en el que se sintiera realmente bienvenida. Febril y sola; pero sin pedir permisos”

Por Mabel Cuesta

Es 2016. Acabo de cumplir cuarenta años y me encuentro en la sala de espera del aeropuerto Hobby de la ciudad de Houston. Estoy esperando a la poeta Georgina Herrera quien ha viajado de La Habana a California y desde allí hasta Texas para ofrecer una serie de charlas sobre su poesía en universidades de esos estados. Soy quien coordina su visita a esta ciudad/universidad. He leído antes a Georgina y me interesa su obra, hay en ella una rabia, un barracón, un palenque que reconozco. Cuando me acerco a sus versos puedo (casi) escuchar la voz de esa bisabuela negra a quien no conocí; pero que igualmente me ha acompañado por mis luchas en contra del racismo cubano. Rancio sobreviviente en la isla. Rancio energizado con privilegios en el exilio. Y ahí llega Georgina en silla de ruedas porque, así le explicaron, son lo mejor para navegar los aeropuertos norteamericanos si no hablas la franca lengua inglesa.

Me la “presenta” una trabajadora del aeropuerto. Me advierte que debemos esperar la maleta. Yo asiento y me agacho para besar a Georgina con esa frescura que tenemos los caribeños para besar, aunque no nos hayamos visto nunca. Estoy cansada, me dice cuando le pilla mi oreja cerca de su boca. Muy cansada, mija, me matan los aviones y aeropuertos. Le digo que en casa se dará una ducha y descansará cuanto quiera, que no tiene ningún evento programado hasta mañana. Lo agradece con la mirada.

Entonces sale por la boca negra que vomita maletas la suya y viene rota. Se pone las manos en la cara entre aturdida y avergonzada: ¿qué hago ahora con esto? Y sin detenerme le respondo: no se preocupe, Georgina, le regalo una. De inmediato soy yo la avergonzada: ¿estoy alardeando maletas frente a esta señora de casi 80 años que se deshace en una silla de ruedas? Todos mis resortes, mis privilegios por vivir en un país que ya no es ese de donde viene Georgina, se me activan. Pero ella me rescata desde una mirada que es de alivio y gratitud: ay, niña, menos mal, porque yo no puedo andar con ochenta años y una maleta rota por ahí.

No alcanza este espacio, esta semblanza mínima, para contar cuánto ocurrió en los próximos días entre nosotras (un “nosotras” que no somos solo ella y yo, sino un grupo de por lo menos tres poetas más con quienes alternó en Houston, así como las otras dos mujeres con quienes convivió en casa). No puedo hablar a derechas de cómo impactó su lectura a mis estudiantes y colegas. Todo ello merece una crónica extensa y me (se) la deberé. Pero no puedo tampoco dejar de decir que nuestras vidas cambiaron, drásticamente, desde entonces.

Mabel Cuesta presentando a Georgina Herrera

En Houston, en casa, no solo tuvimos a esa negra hermosa que nació en el pueblo de Jovellanos, provincia de Matanzas, un 23 de abril de 1936, sino que mejor aquella señora memoriosa nos presentó a otras versiones de sí. Otras vidas suyas que la habían hecho quien era. Nos habló, por ejemplo, de cómo en mitad de la década del cincuenta no pudo más con los rigores del pueblo y sus costumbres y por ello se escapó a La Habana, aunque el precio fuera ser una empleada doméstica. Porque trabajar para otros y lejos de casa, para Georgina quiso decir (contra toda narrativa de victimización) avistar una libertad que vendría de su propia mano. Lejos de casa fue poder leer y escribir sin preguntas en sus horas de asueto. Lejos de casa fue amar intenso y sin permiso. La plataforma de poder que es toda ciudad fue en ella oxígeno y fundación.

La mujer desprejuiciada, malportada, que desde siempre supo que de Jovellanos había que escapar, agarró sin dudas el filón que la revolución de 1959 ofrecía a las mujeres a través de sus políticas de profesionalización y equidad de oportunidades. Así fue como la Georgina escritora sin permiso desde los 16 años, comenzó a ser pagada por ello. Así como de pronto sintió que las etiquetas de “poeta” y “guionista de radio y televisión” eran suyas por derecho y talento propios. Y así también como descreyó exactamente todo lo anterior.

Herrera comenzó en los sesentas a trabajar en la emisora Radio Progreso y a estudiar en la Universidad de La Habana y mientras todo ello se sucedía, se casaba con otro escritor (Manuel Granados) y escribía; paría dos hijos y escribía; criaba y escribía; luchaba contra el fuerte ostracismo al que durante los setentas Manuel y ella fueran condenados sin entender a derechas por qué y escribía; se divorciaba y escribía; tenía otros amantes y escribía; perdía a su hija, hacía el duelo y escribía; comenzaba a ganar algunos premios y distinciones tanto en la literatura como en la radio y escribía; veía marcharse de Cuba a su hijo y escribía; envejecía, boconeaba, publicaba obras completas, era atendida por la crítica y escribía…

Georgina nunca creyó en nada ni en nadie y por eso se dedicó a escribir su propio mundo; uno en el que se sintiera realmente bienvenida. Febril y sola; pero sin pedir permisos. A la vez, desde esos ámbitos buscaba llegar a otros; pero para invitarles a su reino y no al revés: Es mi forma de pedir auxilio, se le oye decir en alguna entrevista que ha quedado. Nunca tuvo amos y por eso escribió y me escribió la belleza de esta línea: “tú eres de las nietas de antes porque las de ahora no sirven para nada”.

Más allá de la vanidad que produce el saber que toda mi admiración, mi profundo amor por ella era correspondido con fiereza, me gusta comprobar que se autocitaba, que al hablarme así tenía como hipotexto su enorme poema “Elogio a las negras viejas de antes” y que se servía de ese resorte de autoreferencialidad para explicar mejor sus afectos. Me gusta pensar que estos eran sus modos de admitir que la vida era ella y que su boca negra jamás se callaría… Muy por el contrario; hoy, cuando ya no está, hemos aprendido de golpe que Georgina Herrera siempre reaparecerá para reescribirlo todo. Que reaparecerá, como ya mismo hace, para horadarnos la piel con sus versos. Porque no habrá mayoral, ni siquiera ese que se viste de negro y va con guadaña que la fuerce a hacer silencio.

Obra de Nancy Cepero

CUATRO POEMAS DE GEORGINA HERRERA (Cuba 1936-2021)

Y siempre es hoy

Así, de pronto, supe que
tengo una garza herida en las dos alas
dentro del corazón.
Con sus dos alas rotas
no puede alzarse, pero vive.
Me es útil. Añora el agua. Por ella
a veces lloro largo rato, a ver si cree
que tiene cerca el mar.
No le he visto el color, pero la siento
de un leve gris. Le canto
para que duerma y nunca
duerme recordándome cosas.
Con sus plumas me susurra:
“Hoy es día de amar
y siempre es hoy”.
Otras veces me dice
que un búho huérfano y enfermo
aconseja a los hombres
que besan sin amor a las muchachas.

La pobreza ancestral

Pobrecitos que éramos en casa.
Tanto
que nunca hubo para retratos;
los rostros y sucesos familiares
se perpetuaron en conversaciones.

“Familia… Hogar”
Madre y padre, vivos los dos,
tan viejecitos, pero
raíz al fin.
Mi esposo y yo, el tronco fuerte
del árbol del amor;
los hijos y los nietos
floreciendo, multiplicados.
En fin, la dicha verdadera,
nada costosa. Bastaba
cumplir el mandamiento:
Creced y multiplicaos
Fue el tiempo de soñar.
¿Y el de lo cierto?
Centroamérica, Europa, el otro
mundo
Cada cual, a veces hasta sin despedirse
cogió su rumbo. 

Soy
la sobreviviente,
la que está aquí,
la fuerte.
Solitaria.

Hija buscando la risa de su madre

Si la encontrara
conservaría la risa de mi madre. Paso
el tiempo buscándola y lo pierdo.
La risa tiene un ruido
como de fuego que no apaga nadie.
Por donde ando y busco está el silencio.
Orientada hacia el sol,
sobre su luz indago. Un resplandor siquiera…
Obligada regreso hacia las sombras.
Hice un espacio en mi aorta, como urna;
en él preservaría algún momento
en que mi madre haya sonreído:
¿Sobre el fogón tal vez? ¿Con su destreza,
blanqueando entre la espuma
las diarias suciedades?
¿En sus escasos sueños? Quién lo sabe.
Tal vez si hubiera fotos, encontrara
aunque sea, algo como una cruz
o una ironía
al centro o a un costado
de sus labios. 

Oriki para las negras viejas de antes

En los velorios
o la hora en que el sueño era ese manto
que tapaba los ojos
ellas eran como libros fabulosos abiertos
en doradas páginas.
Las negras viejas, picos
de misteriosos pájaros,
contando
como en cantos lo que antes
había llegado a sus oídos,
éramos, sin saberlo, dueñas
de toda la verdad oculta
en lo más profundo de la tierra.
Pero nosotras, las que ahora
debíamos ser ellas, fuimos
contestonas,
no supimos oír; teníamos
cursos de filosofía,
no creímos,
habíamos nacido demasiado cerca
de otro siglo. Solo
aprendimos a preguntarlo todo
y al final, estamos sin respuestas.
Ahora, en la cocina, el patio,
en cualquier sitio, alguien,
estoy segura, espera
que contemos lo que debimos aprender.
Permanecemos silenciosas,
parecemos tristes
cotorras mudas.
No supimos
apoderarnos de la magia de contar
sencillamente
porque nuestros oídos se cerraron,
quedaron tercamente sordos
ante la gracia de oír.

Este sábado 18 de diciembre sus cenizas irán al mar, al que ella quería y del cual habló../ Así, de pronto, supe que/tengo una garza herida en las dos alas/dentro del corazón/.Con sus dos alas rotas/no puede alzarse, pero vive./Me es útil. Añora el agua. Por ella/a veces lloro largo rato, a ver si cree/que tiene cerca el mar/ Cuatro poemas de Georgina Herrera.