Se distrajo un segundo y el cuchillo siguió de largo. El dolor le hizo apretar los párpados. No se animaba a mirar. Al fin, abrió los ojos y confirmó su sospecha: el corte era grande, cruzaba en diagonal toda la yema del índice. Sin embargo, no sangraba. Nada, ni una gota. No podía ser. Pero esa primera sorpresa fue pronto desplazada, porque lo otro no tardó en aparecer, abrió la carne como quien descorre un velo, se afirmó con las patas al borde de la herida y salió. Él acercó la mano a sus ojos: lo que tenía en el dedo no se movió del borde de la herida y parecía atento. Asqueado, estaba a punto de sacudir la mano cuando un nuevo movimiento lo detuvo: otras patas asomaron por la herida, y el primero colaboró con las suyas para ayudar a salir al segundo. Sin perder tiempo, se ubicaron uno a cada lado de la herida y empezaron a sacar, de a uno por vez, a otros como ellos, que cada tanto relevaban a los anteriores y colaboraban con los siguientes. Ya llenaban toda la palma de la mano cuando la molestia, mezcla de ardor y picazón que sentía desde hacía un momento en los pies, y a la que por razones obvias no podía prestar atención, se volvió insoportable. Sin desviar la vista de su mano, estiró el otro brazo para descalzarse. Pero al llegar abajo se topó con algo que lo obligó a mirar. Miró, y vio que donde antes había pies ahora solo quedaba piel, una piel escurrida y arrugada, como un hollejo seco. Aún había talón, pero el proceso avanzaba.