Ya para cuando empezaba a cursar la secundaria en el Colegio Ward, sabía de Borges. Así empezó mi pasión por la literatura. Papá, amante de la alta cultura, se propuso llevarme a todas sus conferencias que estuvieran abiertas al público. Poco entendía a los trece años de las sutilezas conceptuales y estrategias lingüísticas de la obra del gran maestro, pero me fascinaba el tono de su voz, la sonoridad con que entonaba un poema y la gran admiración que suscitaba en el público. Antes de que Borges entrara al salón reinaba el bullicio, pero una vez que aparecía el maestro, el silencio era sepulcral. Los concurrentes parecían inclinarse en la punta de sus sillas, como queriendo acercarse al disertante para no perderse ni una sola sílaba. Recuerdo que hablaba a menudo sobre Stevenson y Conrad, sobre la filología inglesa y también, sobre los gauchos y el tango, que a mi criterio juvenil, no parecía tener mucho que ver con el inglés, su materia.