Adelina, María y Angelita, mis tías, eran socias honorarias de ese campus vacacional. Muy acotado. No había verano sin esas figuras corporales extendidas. Un resort hipercalabrés. Concentrado. Mucha gorda por metro cuadrado, decía una de mis primas. Mucho tiempo después descubrí que sus nombres (mis tías, mi papá, mi mamá, etc…) habían sido impuestos por la migración argentina. Solo había que observar sus pasaportes. En 1954 cuando llegó mi familia a este país, como había sucedido con todas las personas migrantes de mundos no hispanos, les cambiaban sus nombres. Se castellanizaban y listo. Agua bendita estatal y ya!. Domenica se volvía Dominga. Guissepina se transformaba en Josefa y así. En Argentina funcionaba un bautismo cívico. Demoledor. Las identidades se distorsionaban, se cambiaban y, en un punto, se falsificaban. Lo mas certero y profundo de nuestras gordas era su cuerpo y lo que hicieron en este. En eso no había cambio que el Estado pudiese realizar o forzar. Su carne, maravillosa, aceitunada, era todo. Ellas estaban, como tantas, pegadas a una tierra extraña que les otorgó a fuerza de leyes un nuevo nombre. Dos identidades.