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La piscina en Little Calabria

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«Para Caio, mi hermana»

Por Esteban De Gori

En Little Calabria no había verano sin el menú vacacional que ofrecía mi prima Marisa. Tenía una pileta rara, extraña (todavía la tiene). Emergía. Era una caja de cemento  sostenida en la tierra. Siempre pensé que se quebraría y que la presión del agua arrojaría las paredes de la piscina por todos lados. Nunca pasó. Nunca explotó.

El verano eterno comenzaba con la peregrinación a esa pileta. No había muchas opciones. Las calles que llevaban a ese paraíso acuático eran un infierno. Un vía crucis.

Adelina, María y Angelita, mis tías, eran socias honorarias de ese campus vacacional. Muy acotado. No había verano sin esas figuras corporales extendidas. Un resort hipercalabrés. Concentrado. Mucha gorda por metro cuadrado, decía una de mis primas. Mucho tiempo después descubrí que sus nombres (mis tías, mi papá, mi mamá, etc…) habían sido impuestos por la migración argentina. Solo había que observar sus pasaportes. En 1954 cuando llegó mi familia a este país, como había sucedido con todas las personas migrantes de mundos no hispanos, les cambiaban sus nombres. Se castellanizaban y listo. Agua bendita estatal y ya!. Domenica se volvía Dominga. Guissepina se transformaba en Josefa y así. En Argentina funcionaba un bautismo cívico. Demoledor. Las identidades se distorsionaban, se cambiaban y, en un punto, se falsificaban. Lo mas certero y profundo de nuestras gordas era su cuerpo y lo que hicieron en este. En eso no había cambio que el Estado pudiese realizar o forzar. Su carne, maravillosa, aceitunada, era todo. Ellas estaban, como tantas, pegadas a una tierra extraña que les otorgó a fuerza de leyes un nuevo nombre. Dos identidades.

El guión visual era persistente: mucha malla enteriza negra y azul. Demasiadas bolsas con comida. ¿Tenes sanguches? Tengo. ¿Galletitas? Si. ¿Torta de ricota (mi preferida)? Si. Además traje dos paquetes de fideos para la noche, se escuchaba entre conversaciones veloces. Esas charlas gastronómicas buscaban tapar cualquier falta. Tengo, tranquilo, no te preocupes y sino lo buscamos. Mis tías, con sus cuerpos y palabras envolventes, poseían un discurso proselitista profundo: cubrimos todas tus necesidades. La palabra mágica era: vos tranquilo, vos tranquila. Una suerte de mantra del bienestarismo salvaje. Aliviador. Mis Gordas Totem. Buscaban siempre clausurar la falta. Luchaban (con ese cuerpo) contra el vacío. Chicas anti lacanianas. Siempre recuerdo una charla con mi prima Carmela en Lamezia Terme (Calabria): a vos no se te ocurrirá leer a Lacan ni a ese Freud? Me resonó “a ese Freud” como un ser maldito. Era tan potente su mirada que dije un no. Casi acoto que a esos ni los conocía.

Ellas estaban sentadas en la mesa del jardín. Petrificadas. Marisa iba y venía haciendo malabares con platos, cucharas y jugo. Nosotros entrando y saliendo de la casa para robar café instantáneo o lo que encontrásemos en la heladera. Manchábamos todo el piso con agua. Tony con el control remoto en mano se relamía desde la cocina mientras disfrutaba del aire acondicionado. No decía nada. Las tías no se movían. Sudaban mirando la pileta con sus ojos vidriosos. Mandaban con delicadeza. Ocupaban la escena. Armaban el circuito de las charlas. Una exceso en la mesa y en sus miradas. Solo nos faltaba comer en la piscina. Era el único lugar que no habíamos colonizado o “gastronomizado”.

A veces nos visitaba Silvia y con Marisa se encerraban en una pieza. Esos veranos eran también de amores reñidos. Lo sentíamos. Existen desamores de verano. Sin dudas. La vida adulta pasaba mientras los niños y las niñas jugábamos o intentábamos mirar para otra parte. Intentábamos que las “guerras adultas” nos lleguen lo menos posible. Aunque el clima no era  duro como en el invierno, existía ese sudor existencial persistente y rumoso. Lamentos epidérmicos. En cada verano abundaban piscina, flota flota y una dosis de educación sentimental realista. Nadie nos advertía pero estaba. Ustedes tranquilos, el mantra usual. Nada explotaba. Nuestra familia extendida, tan gorda como nuestras bellas gordas, había armado una administración de las vidas sentimentales donde no existían rupturas visibles (divorcios, separaciones, fugas, disidencias sexuales, etc). Nada explotaba pero a cada momento se construía una bomba de relojería interna y retardada. El agua, la comida  y “la procesión” siempre van por dentro, nos decía unas de las tías.

En ese micro país estivo, que armábamos y desarmábamos cada día en casa de mi prima, vivíamos desajustados. Piscina rara. Nombres de migrantes distorsionados. Bacanal. Una vida sentimental complicada y alambicada (o ese era el rumor que llegaba hasta nuestros oídos de nuestras “cerradas” familias). Toda esa vida en tres lenguas al mismo tiempo: italiano, dialecto calabrés y español. Era demasiado. Era como recrear una extraña Calabria sin mar. Sin Gizzeria Lido, sin Tropea y sin Scilla.  Con bombas de relojería a punto de estallar

Vista de Scilla