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GRILLOS

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Por Facu Soto

Ilustración de Nikolay Tolmachev

Quería llevarme a un lugar que no conociera. Me decía que unos años más tarde, cuando recordara el lugar, me iba a acordar de él. Pero a donde me llevó era donde estaban viviendo su mamá y su papá. ¿Era una forma de presentármelos y de esa manera formalizar la relación? ¿O me estaba diciendo que nuestra relación iba en serio? Acepté sin pensar, y a los dos días me subía a un micro de larga distancia, con Bautista al lado, contándome lo bien que le hizo ese lugar a su mamá.

Cuando vivían en Caballito ella tenía premoniciones y veía espíritus. El psiquiatra, además de medicarla, le recomendó mudarse a la costa. Eligieron Miramar porque decía que el mar la iba a estabilizar. Y, según Bautista, era cierto. Su mamá pasaba largas horas mirando el mar, tratando de oír el chillido de las sirenas, y ya no cantaba fuerte, desmedidamente fuerte, arreglando las flores y bailando y girando en la casa, ni peleaba a los gritos con los vecinos maldiciéndolos para que les agarren cáncer, sida y se mueran como ratas comidos por gusanos, así les decía cuando se enojaba.

Pintándose las uñas de negro, Bautista me dijo que nos esperaban con milanesa de pescado. Nunca había escuchado que alguien comiera milanesa de pescado. Filet sí, pero milanesa de pescado, no. El olor a acetona me estaba poniendo de mal humor, le pedí que se fuera a maquillar a otro lado, había varios asientos sin ocupar. Lo vi caminar por el pasillo como un astronauta, con los tacones onda Kiss y ese sobretodo negro que no se lo sacaba ni para ir a la playa, y me enterneció. A veces pensaba que no sabía lo que sentía por Bautista, pero tenía una atracción irresistible hacia él.

Nos fueron a buscar a la terminal. Cargamos los bolsos en el baúl y el papá de Bautista manejó hasta la casa que desembocó en una calle de arena; y enseguida empezamos a subir por el médano. La casa quedaba en la cima, rodeada de pinos. Después de los besos y abrazos, de preguntarnos cómo viajamos, el tema de conversación fue el pescado. El papá de Bautista, la semana anterior, había sacado una Corvina de ocho kilos. Bautista decía que el pescado no le gustaba. Su papá, que el pescado hecho al disco tenía un sabor muy distinto que el que se hace a la parrilla. Yo dije que me gustaba el pacú, pero es un pescado de río, me dijeron. Si estaba bien cocido tenía sabor a cerdo, les retruqué. Con roquefort y finas hierbas es más rico. Y es fácil de cortar, seguí diciendo.

El papá de Bautista hablaba de la corvina que había pescado y me quedé colgado mirando la milanesa. Varias ideas se me cruzaron por la cabeza. Al raspar el pan rallado se veía parte de la carne, era negra y gruesa, con ramificaciones nerviosas, y eso me hizo pensar en lo que estaba comiendo. Morrissey usaba una remera que decía: “Los animalitos son mis amigos y yo no me como a mis amigos”. La familia de Bautista se había mudado ahí para que Marta, su mamá, estuviese tranquila. Miré a la hermana de Bautista, él le llevaba diez años. Estaba impaciente para que el almuerzo terminara, así se cambiaba y salía a su clase de patín. El club quedaba a diez cuadras, pero ahora, con todo lo que había pasado, no la dejaban ir sola. Bautista cambió de tema. Le contó de la empresa donde estaba trabajando. Desarrollaba videos-juegos en Java. Su papá se mostró interesado. La mamá se levantó y caminó como una sonámbula hasta la cocina. Fue y vino varias veces mirando el piso, llevando y trayendo platos. Era de baldosas blancas intercaladas con negras.

– ¿Y vos, a qué te dedicas?- me preguntó cuando ponía un budín de zanahorias en el centro de la mesa, como si fuese una torta de cumpleaños.
– Escribo. Cuento historias- le dije.
– Ah, yo tenía muchas historias, pero ya no me recuerdo ninguna. Es la medicación.
– Es el mar- la corrigió el marido- Es el mar, Marta, que, por suerte te hace olvidar esas cosas feas que veías.
– A mí me gustaban- respondió ella haciendo llegar la voz hasta el techo, como si hubiese golpeado dos cucharas que quedan resonando en el aire.
– Nosotros vamos un toque a la playa y enseguida volvemos, pa- le dijo Bautista.
– ¿Así van a ir? ¿Así vestidos?
– Sí, pa, ¿cuál es el problema?
-¿Problema? Ninguno. Pero van a tener calor, sobre todo vos, con ese pilotín largo que no te sacás ni para cagar…
– Pa… 
– Dale, vayan y cuando vuelven los espero con un tecito, de esos que hace mamá, y después nos vamos todos al bosque. ¿Les parece buen plan…? Patricia, sale de su clase de patín y viene para acá. Eso me dijo, que viene con nosotros.- Escuché el mar y sentí el viento caliente que llegaba desde afuera- Y vamos todos- volvió a decir- contento de volver a tener a la familia completa, aunque había una parte de su mujer que estaba perdida para siempre.
– Disfrutá de lo lindo, que cuando es muy lindo se vuelve tan lindo que resulta insoportable- me dijo la mamá con los ojos en blanco.

No había casi nadie en la playa. La bandera estaba en rojo, indicaba prohibido bañarse, pero había alguien metido en el agua, a lo lejos. No distinguí si pescando, jugando con una tabla o ahogándose, también podía ser una foca, pero algo había ahí. El guardadas estaba sentado en la punta de la garita, debajo de una sombrilla blanca.

– ¿Este sol no quema, no?- le pregunté a mi chico.
– No, nena, ¿cómo va a quemar este sol?- Me dijo esquivando cualquier rayo dorado que pudiese llegar a su piel. Tenía anteojos negros y la capucha del buzo en la cabeza. Los pantalones negros y rotos como siempre, y había dejado el piloto negro y largo hasta los pies enrollado en una montañita de arena. Yo estaba en cueros, tratando de seducir a quién me mirara con mi pancita de oso cariñoso, pero él seguía cantando un tema de The Prodigy que escuchaba con los auriculares rosa. Subió el volumen del celular y me sacó a bailar. Al principio nos movíamos tratando de copiar los movimientos del otro; jugando como en un espejo. Después empezamos a hacer pogo. Nuestros hombros se chocaban con los del otro. Los cabezas saltaban como alfileres, como intentando tocar el cielo. Alguien nos observaba detrás de una columna de luz. Después mirando el mar me contó que ya lo había decidido. Me dijo que quería cambiarse el nombre por uno neutro,  “no binarie”, me dijo; y me gustó que él se encontrara –consigo mismo o con sus deseos- todos los días un poco más. Me encantaba cuando íbamos a bailar a Réquiem y se ponía polleras de cuero o escocesas. También cómo le quedaban los guantes de seda blancos cuando se vestía todo de negro.

Sonó el celular de Bautista. Era su mamá. Lo llamaba todas las noches, o le enviaba un mensaje de texto para desearle lindos sueños y darle el beso de las buenas noches. Le decía algo de los ángeles que le hablaban. Coleccionaba ángeles. Tenían nombres y cada uno protegía a alguien y llevaba una historia. Todo lo que decía su mamá, para él, era cierto e incuestionable. A veces lo llamaba a las 7 de la mañana, diciendo que había percibido que él estaba mal; porque creía que tenían una conexión telepática. Como Aquaman, le dije la primera vez que oí eso. La mirada de tigre de Bautista me hizo dar cuenta que con su madre no podía joder. Pasó ese día sin hablarme. Todos los días le escribía un mail o la llamaba por Zoom.

Cuando llegamos a la casa, sacudiéndonos la arena, el papá de Bautista tenía listas las cinco bicicletas. Le había pedido prestada dos al vecino. Las había inflado, les había pasado un trapo y brillaban. A Bautista le dieron a elegir cuál quería. A mí me tocó la más vieja, una grandota, de ruedas largas, medio destartalada, que hacía ruido si aumentaba la velocidad.

Íbamos en fila india por la ruta, del lado de la banquina. Vimos como el sol se ocultaba y comenzaba a hacer frío.

Cuando llegamos al bosque energético, la mamá de Bautista se me acercó para decirme que algo malo iba a pasar, que otra vez le llegaban premoniciones. Bautista tiró la bici, cayó sobre las hojas secas, y se agarró la cabeza. Él creía que era responsable de las cosas malas que le pasaban a su mamá. Cada vez que ella lo iba a visitar a Buenos Aires, el psiquiatra tenía que cambiarle la medicación o aumentarle la dosis, porque le volvían los ataques de alegría, como ese día que empezó a cantar y a bailar cuando se internó en el bosque.

El papá de Bautista corría detrás de ella, para que no se escapara. Unos turistas que estaban meditando empezaron a sacar fotos y se fueron. La mamá de Bautista cantaba a los gritos como La novicia rebelde, la imitaba, aunque cantaba una canción de Los Beatles en un inglés lírico, como si I wanna be your hand fuese una ópera acelerada. Mientras corría, se agachaba para levantar hojas secas y tirarlas para arriba. Bautista se quería morir. La hermana enviaba mensajes de texto. Después, cuando el papá logró agarrarla, la tiró al piso y le hizo masajes. La mamá nos contó, ya calmada, que la energía de ese bosque hacía que, si uno ponía dos palitos en cruz se quedaran sostenidos en el aire, como pegados, sin haber usado pegamento. Hizo la prueba. Los palitos se mantuvieron unidos por unos segundos, hasta que se cayeron.

– Acá alguien está acumulando su energía en alguna parte de su cuerpo y no la deja fluir- dijo. Ya casi no se veía nada y teníamos que volver por la ruta. Pensé que podía pasarnos algo malo, algún accidente, quizás; y fue la primera vez que tuve miedo en esas mini vacaciones. Los ojos de gato que tenían las bicis no eran luminosos.

A la vuelta, en la ruta, manejamos como pudimos, despacio, pero bien; iluminados por las luces largas de los faroles de los autos que iban o venían. Al papá de Bautista se le ocurrió que nos podíamos quedar en la casa y ellos salir a cenar y después ir al cine; ya que no salían nunca solos, contó apenado. Nos pareció buena la idea. La hermana de Bautista tenía un cumpleaños. Siendo sincero, me excitó la idea de estar un rato a solas con Bauti, pero también me pareció raro que, siendo sus padres y no viéndolo desde hacía meses, salieran esa noche y nos dejaran solos.

Escuché otra vez cantar a la mamá de Bautista la misma canción, ahora de manera histérica, mientras se vestía para salir.

Mamá está contenta, Bauti, mamá está feliz de verte. Tenés que venir más seguido, querido- le dijo agarrando las llaves del auto.

Cuando no quedó nadie en la casa, me levanté del sillón, la casa olía a pinos y puse la púa sobre un disco de los Beatles. Hacía muchos años que no escuchaba un disco de vinilo. Apenas empezó Drive my car atendí el cric cric de los grillos. Levanté la púa y me deleité escuchándolos.

-¿Oís, los oís?- le pregunté a Bautista, mientras  me entretenía mirando la tapa del disco, con las fotos y las letras en el cartón.
– Sí, mañana va a hacer calor, por eso cantan.
-También se oyen ranas, ¿puede ser?- le pregunté- Qué lindo oír grillos. Es hermoso. Me encantan.

Tuve ganas de escuchar Strawberry fields forever. Lo busqué en Rubber Soul, pero la canción no estaba en ese disco. Cuando me di vuelta, tirado sobre la alfombra, el tema aparecía en los parlantes. Bautista la había puesto. Entonces deseé que me acariciara la pierna. A los pocos segundos Bautista me pasaba los dedos por la pierna, peinando y despeinando los pelitos que se me ondulaban con el paso del tiempo.

-¿Querés un té, una cerveza o algo?- me preguntó mientras yo descubría los objetos de la casa. Cada cosa que agarraba me hacía imaginar a los padres de Bautista cuando eran jóvenes: El Ulyses de Joyce, la biografía de Lennon, un cuadrito de Serú Girán autografiado por Charly y Pedro Aznar.

Terminó In my life y el estruendo de los grillos era cada vez más fuerte y más fuerte. No hacía frío, apenas un poquito de calor, y sentí ganas de besar en la boca a mi chico. Cuando apareció Wait, Bautista estaba encima de mí, apoyando sus labios gruesos y carnosos sobre los míos. Fue increíble. Cuando tuve ganas de que me pasara la lengua por las axilas y la cintura, él estaba haciéndolo. Me sentía feliz de estar ahí, tirado sobre esa alfombra blanca con dibujos negros, que parecía la alfombra mágica, en una casa sobre una duna, escuchando discos de vinilo, auténticos, originales de la época de Los Beatles, con Bautista recostado sobre mi pecho. Y pensar que estaba en la casa de una mujer exótica que percibía cosas y hacía magia.

Cuando el disco terminó, con Run for your life, otra vez empecé a oír los grillos con intensidad. Chillaban fuerte, muy fuerte, frotando las alas, los élitros, y ese sonido metálico se reproducía con estridor. Antes se mezclaban con el croar de las ranas, pero ahora, parecía que le habían ganado, porque estaban cantando como histéricos. Gritaban.

Bautista me preparaba en la cocina unas tostadas con queso brie y aceitunas. Otras con salmón ahumado. Llegó con un plato lleno de colores. Algunas tenían rodajas de tomate, otras, queso azul. Le di un beso y después un abrazo. La noche brillaba. Me gustó sentir que quería abarcar todo su cuerpo con el mío. El estallido de los grillos ahora era más fuerte. Y, como si le hubiese preguntado si se había dado cuenta de eso, me miró y movió la cabeza.
– Sí, cantan más fuertes, como enloquecidos- me dijo.
– Están contentos…
– Es un canto estridente.
– No es un canto ¿sabías, no? Son los machos que frotan sus alas… Élitros o algo así se llaman sus alas, porque no son como las de cualquier insecto, sino que son más duras

– Psicótico. Canto psicótico- le dije preocupado y atemorizado. El tocadiscos no arrancaba y eran solo los machos los que agitaban sus alas… ¿Qué era eso? La encarnación de “Con mis hijos no te metas”. Si había algo que realmente me producía miedo eran los escuadrones siniestros como los del Grupo Renacer, los skinhead, los neonazis y los machirulos organizados. Ahora eran cientos, miles de grillos machos agitando sus alas, produciendo ese chillido ensordecedor que me estaba volviendo loco… A los pocos segundos se cortó la luz y los grillos comenzaron a cantar más fuerte hasta exasperarme.

A Bautista le parecía gracioso.

– ¿Pero no te das cuenta que les pasa algo? Que están locos- le dije preocupado- Acá están todos locos…, pensé, con cuidado que él no escuchara mi pensamiento.

Bautista buscaba velas, mientras caminaba con la linterna del celular. En un momento lo dejó en la mesa hasta que la luz se apagó y se acercó. Me empezó a tocar los pezones. Me quedé quieto. El canto de los grillos se instalaba en mi cabeza como un disco rayado. No podía escuchar otra cosa más que a los grillos. Bautista me pasaba la lengua como una serpiente, mordiéndome la punta del pezón, hasta extraerme gotitas de sangre que se reproducían como el canto de los grillos que parecían volverse más locos con la sangre, y cantar y gritar como monstruos desquiciados con sus armas en alto.

Yo seguía quieto, duro, pensando que esos grillos no se iban a callar nunca. Bautista me sacaba el cinturón y me contaba que eran los grillos machos eran los que cantaban, atrayendo a las hembras.

– ¿Entonces no hay…?- dije y el ruido creció. Era como una capa de sonido a la que se le agregaba otra, y otra, y al cabo de unos segundos otra más. No podía entender cómo Bautista estaba como si nada.

– Tenemos que salir para agarrarlos- le dije masticando cada sílaba.

– Imposible. No los podés agarrar nunca. La longitud de la onda del canto es casi igual a la distancia que la separa de nuestros oídos, ¿entendés? Por eso es imposible saber a dónde se encuentra un grillo.

– Pero acá no hay uno, hay miles, millones, trillones ¿O no te das cuenta?- grité al borde de una crisis.

Quise decirle que nos teníamos que ir, pero no pude. Fui al cuarto, metí las zapas, un libro y cosas que tenía desparramadas por ahí (las llaves de casa, un perfume, un dildo). Cerré la mochila y volví al living. Sal… Salgamos… Vayámonos. Volemos…

– ¿Qué?- me preguntó sorprendido.
– Nos tenemos que ir. Vamos. Vámonos antes de que nos pase algo malo, sobre todo a vos… Los grillos no te quieren…
Bautista pareció tomar conciencia de lo que estaba pasando. No dijo nada, agarró su piloto, se lo puso y empezó a caminar con el bolso colgado como una cartera. Abrí la puerta. Miré para afuera. No había nadie. No se veía nada. No había indicios de que hubiese luz a un par de cuadras. Todo estaba oscuro, como si se hubiese apagado el planeta. El sonido era ensordecedor y ya no podía pensar en nada.

Empecé a caminar por la calle de arena como un autómata. El cric cric se repetía psicótico sin dejar espacio para el silencio. Era constante y seguía estando a un nivel alto, que ni siquiera permitía escucharnos. De todas formas ya no hablábamos, solo caminábamos.  Tuve la sensación de estar caminando al lado de un desconocido. De vez en cuando miraba a Bautista y no era la persona con la que había viajado en micro a Miramar, ni con la que yo iba a ver comprar muñecos a la Bond Street.

Me pareció escucharlo decir que se quería volver. Seguí caminando. No me importaba si él me seguía o no, aunque no quería dejarlo solo.  Pero era yo o los grillos. ¿Los grillos podían comérselo? ¿O matarlo con ese chillido exasperante que nos ensordecía?

Después de caminar un rato me di cuenta que, al cabo de caminar como media hora, habíamos avanzado -apenas- media cuadra. Bautista seguía al lado mío, sin decir una palabra, miraba para adelante. Por un momento dejaron de cantar, pero el canto de los grillos ya estaba en mi cabeza y no desaparecía.

– ¿Los oís? ¿Los escuchás? – le pregunté a Bautista. Pero fue inútil. Bautista ya no era mi chico, un hombre, una persona, o alguien que yo conocía desde hacía tiempo. Ahora era una cosa, un zombi, que caminaba al lado de mí.

Volvimos a la casa y empezaron a cantar de nuevo. Por momentos subían el volumen y después se calmaban por unos dos o tres segundos pero era para volver con mayor intensidad; resultando ensordecedores. Me imaginé que si nos quedábamos ahí podíamos levantarnos por la mañana y desayunar oyendo a los grillos y acostarnos con sus chillidos; y me quise matar. Ya no podía ni oír mis pensamientos. Bautista me dijo que, seguramente ya habría terminado la película y sus padres estarían por volver.

Se tiró sobre la alfombra y con un gesto hizo que yo me acostara sobre su pecho. Cerré los ojos e intenté dormir. Fueron dos o tres minutos, no creo que más tiempo el que estuve en otro mundo. Mantuve sueños con imágenes fuertes, colores brillantes que –pensé- podían ocultar el sonido de los insectos, pero, lamentablemente también me acompañaron durante el sueño. Se habían metido en lo más privado y sagrado de mí. Pensé que me quería matar. Estaba mareado y de mal humor, confundido, perdido. Volví a poner el disco de Los Beatles. Lo puse fuerte, pero en comparación con los grillos se escuchaba bajo. El cric cric cric cric era tan alto que Los Beatles quedaron en un segundo plano, apenas podía oírlos.

Me entregué a Bauti. Lo abracé cerrando los ojos, como si su piel emanara calma, silencio y un poco de paz. Él me respondió de la misma manera. Cuando abrí los ojos vi a otra persona; ya no estaba con Bautista. Sin embargo tenía su ropa y el mismo cuerpo, pero era otro; difícil de explicar. En un momento de lucidez pensé: No voy a cerrar más los ojos ni me voy a dormir. Me imaginé toda la noche oyendo a los grillos, sin poder dormir nunca más. Pero, de un segundo a otro, para mi sorpresa, bajaron la intensidad. Los grillos empezaron a gritar un poco más bajo, y cada vez eran menos los que agitaban sus alas enloquecidas. Después los escuché espaciados. Podía divisar franjas de silencio, mientras Bautista me acariciaba el pelo. Hasta que llegó el momento en que se callaron por completo. Y hubo silencio. Un silencio que fue como un pequeño charco de la felicidad. Después, el silencio era tan profundo que no se escuchaba nada, como si se hubiese muerto o vaciado el pueblo, inclusive los objetos, como la heladera que antes hacía ruido, ahora ya no. Nada de nada. Ningún ruido. Ningún sonido. Era ahora el zumbido del silencio lo que se repetía en mi cabeza como un loop. Y el silencio se había vuelto insoportable. Descubrí por qué ahora me torturaba el silencio: era porque los percibía, sabía que estaban ahí y que en cualquier momento iban a arremeter de nuevo con más fuerza hasta devorar mis neuronas y mis nervios. Miré a mi lado y la cama estaba vacía. La mochila de Bautista tampoco estaba. Estaba seguro que si Bauti volvía, los grillos machos volverían a agitar sus alas hasta ensordecernos.

FACU SOTO

Narrador, poeta, periodista y psicólogo con perspectiva de género.Colabora en el suplemento Soyde Página 12 (desde 2010). Coordinó talleres literarios, entre ellos el que denominó Laboratorio de Literatura Gay-Queer, en el Centro Cultural Ricardo Rojas (desde 2014), ofreció numerosas charlas y conferencias sobre Teorías Queer en la Universidad Federal de Río de Janeiro, Feria del libro, Colegio de Psicólogos, entre otros lugares. Es profesor de la materia Diversidad e inclusiónen la UFLO (Universidad de Flores) y además dirige la Diplomatura en Diversidad sexual en la misma universidad.

Tiene más de 30 libros publicados, entre ellos se destacan: Juego de chicos (2011, Conejos, re editado en Chile por Emergencia Narrativa, y traducido al inglés por Editorial Jitney Books Press, Estados Unidos), Taller literario (2013, Blatt & Ríos), Vivan los putos, Vol. 1 y 2 (2013, Eloísa Cartonera, antólogo), Fotocopia (2017, Paisanita Editora), Conversaciones con Washington Cucurto (2017, Blatt & Ríos), Alegría (2018, Saraza), Las inferiores (2018, Saraza), Ioshua: la biografía (2020, Mansalva), Notas maricas -textos reunidos y publicados en el SOY de Página 12, 10 años de labor periodística LGBTTIQ- 2020, UGNS), La fábrica de sueños (2020, Chirimbote).

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