Festejar la patria en Argentina hoy, 25 de mayo, supone esfuerzos extras. Un territorio simbólico construido por más de doscientos años se encuentra ante el tembladeral que introduce el coronavirus y la mismísima globalización
La patria es una silla que espera. Un escenario de figuras múltiples que nos recuerda un lugar común. Allí solemos regresar cuando se activan fechas, sensibilidades sociales y ciertos sucesos históricos. Pero ese escenario y esa silla son móviles. Las personas que pasan por allí se incorporan, se sientan o se suben al escenario, se sacan una selfie con la bandera argentina, observan de reojo a los miembros de la Junta de Mayo y siguen. La patria y su recuerdo es algo que está, que se recrea y resuena pero también es una calle de paso. Un touch and go que cuando lo experimentamos solemos sentir que transitamos con otras y otros por un mismo territorio. Un tránsito fraterno. Emotivo. Después se evapora y cada uno sigue como puede. La patria, esa referencia cultural elaborada por hombres y mujeres en constante pugna, es parte de ese pacto que fundó este país. Una “loba romana” inestable, sin padres fundadores ni lugar tranquilo para enterrar a los muertos. Todos estragados por la lucha política, de la misma manera que hoy el virus estraga a liderazgos y biografías.
Festejar la patria hoy supone esfuerzos extras. Un bonus track estatal y social. En momentos de “desboque” de la posmodernidad y de la individualidad, de intentos de maniobras gubernamentales para que nada se caiga y de crisis pandémica rememorar la historia común es un considerable trabajo. Un territorio simbólico construido por más de doscientos años se encuentra ante el tembladeral que introduce el coronavirus y la mismísima globalización.
Pese a las erosiones de los sentidos de la patria ella no se ha retirado de la escena. Es el último escenario que nos queda. Cuando buscamos nuestro punto cero identitario aparece ella. Inclusive patria mucho antes que la nación y sus imaginarios.
La globalización no ha logrado diseñar un “patriotismo o ciudadanía del mundo” a medida. La historicidad territorial y simbólica presiona. Como lo hace el virus en cada país. El covid nos recuerda la territorialidad y sus desigualdades. Se mueve con aceleración y experticia global pero cada territorio le propone condiciones de movilidad, de resistencia o de inevitabilidad. El covid, como cada uno de nosotros y nosotras, tiene su patria. A todos y todas nos toca. Pero el virus posee un gran poder: puede poner en duda la viabilidad estatal y con ella pone en entre dicho sus grandes figuras: patria, nación o civilización.
La historia argentina de las últimas décadas es material de revisita. El estudio de las fiestas patrias permitió conocer como las elites y los y las habitantes del ex Virreinato del Rio de la Plata construían su panteón republicano y lo que en cada fiesta se jugaba. El Bicentenario (2010) y sus festejos gubernamentales y multitudinarios en Buenos Aires reafirmaron la dimensión transformadora de 1810, su potencia patriótica y sus perspectivas democráticas. El kirchnerismo conectó el cambio político con los mundos plebeyos y las nuevas dirigencias. Se resituó simbólicamente en la trayectoria de la dirigencia de mayo de 1810. Hoy, ante los estragos del covid y ante un nuevo conglomerado político, es posible que esa potencia del cambio de la que se intentó nutrir el gobierno nacional en 2010 en la actualidad se situé en los esfuerzos por preservar lo común frente a los “ataques” externos del covid. Moreno, Saavedra y Belgrano tuvieron su guerra (en su caso civil). Alberto Fernandez y Cristina Fernández de Kirchner también. El panteón patriótico puede crecer en estos momentos convulsos. Recrear la patria haciendo esfuerzos para vacunar. Salvar la sangre con gestión estatal. Evitar la mayor cantidad de muertes y descalabros sociales. En ese intento, recrear la fibra común de ese pacto que nos mantuvo reunidos y reunidas hasta ahora. Gobernar, entonces, no es vacunar simplemente sino recrear con toda la batería de políticas públicas un sentido de patria que nos tiente a vivir juntos. Que nos impulsa a intentar ocupar la silla. Esa que espera, pero que cuando pasamos y nos tentamos con sentarnos, hay algo que se (re)activa. Lo que queda por observar, mas allá de la maquinaria estatal, es la creencia de la ciudadanía en las memorias comunes e históricas y si su voluntad de (re)pactar con esos ritos sigue en pie en estos momentos crueles.