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Sarajevo: crónica de un viaje de verano

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Por Francesca Veltri

Traducción Esteban De Gori

Este verano, cuando la presión de la pandemia parecía estar disminuyendo, lancé a mi familia una idea que había estado en mi corazón durante mucho tiempo, desde que tenía dieciséis años, la edad que tiene mi hija ahora: organizar un viaje que desde Calabria nos llevaría a las tierras de la antigua Yugoslavia. El miedo al covid nos hizo evitar el avión y decidir utilizar el coche: kilómetro tras kilómetro, entre calor y frío, noche y día, cansancio e ilusión, miedos y curiosidad. Con mi marido y nuestros hijos hemos recuperado una percepción tangible de la distancia espacial que atravesábamos, esa distancia que muchas veces, en las pocas horas de vuelo, se pierde.

El viaje, durante ese verano muy caluroso y que daba miedo, nos llevó de Cosenza a Gorizia, de Gorizia a Ljubljana, luego a Zagreb, y finalmente a Sarajevo, y me marcó como pocos viajes -de los muchos que tuve la suerte de realizar en mi vida- lo hicieron. A Sarajevo, en particular, se dedican estas notas, tomadas cuando las imágenes y las emociones aún estaban vivas y sensibles, antes de que el tiempo y los acontecimientos comenzaran a desvanecerlas, a relegarlas al pasado.

Sarajevo, para quienes tenían dieciséis años en 1992, ha quedado en la memoria y en el imaginario como la ciudad mártir por excelencia. Y a medida que te acercas te llega como un puñetazo la visión de colinas blancas enteras de tumbas, una marea silenciosa que alcanza los bordes de cada ciudad, de cada aldea, entre casas destruidas y reconstruidas a poca distancia. Sin embargo, cuando entras en el casco antiguo, no hay ciudad que haya visto más viva y vital que esta. A lo largo de las estrechas calles de Bascarsija, la zona del mercado, te pierdes en un flujo ininterrumpido de caras, risas, luces y ruidos, que sigues hasta que estás demasiado exhausta y te haces a un lado, fascinada y sorprendida.

Una al lado de la otra, chicas con blusas y minifaldas caminan, chicas con hijabs y velos, comen helado y conversan juntas. Mis hijos entran y salen del patio de la gran mezquita, una vez destruida y luego renacida, se bañan en sus fuentes. Dudo, cuando toca mi turno entro, me uno a los musulmanes observantes, nadie hace caso. Vives y te mezclas con todos y todas como si no hubiera otras formas de ser. Vamos a la sinagoga, dos veces destruida, dos veces renacida. Olemos los trescientos años de una pequeña tienda de especias, quemada de un tirón por el fuego nazi, y ahora inmortalizada para siempre en un rincón del lugar sagrado. Para siempre en Sarajevo significa ahora. Mañana, nadie lo sabe. Pero ahora existe, ahora persiste. Entre las fotos de los guerrilleros judíos, están las de los musulmanes y cristianos que los ayudaron. Aparece una foto, tomada en la década de 1940 en Bascarsija, donde, como ahora, tres mujeres caminan una al lado de la otra, dos con velos, una con el pelo desnudo y vestida como una occidental. Una de las mujeres con velo le sujeta el brazo con fuerza para que nadie vea la estrella en su brazo. Y es una familia musulmana quien salvó la Hagadá (un texto sefaradí manuscrito) en el 1300 de la destrucción, quien lo preservó para que aún podamos admirarlo. La guía sonríe, bromea con los niños. Después de dos días, te parece extraño que exista un mundo donde decenas de minaretes (torres de las mezquitas) no se mezclen con los campanarios, donde los velos negros o de colores no se encuentren en cada esquina, los jeans, los vestidos de noche incluso de día y los hombros descubiertos y hombres vestidos diferentes.

Fotos: @merimam

Sarajevo es una sorpresa, un asombro que no desaparece. La primera noche te duermes sobrecargada y crees haber soñado, por la mañana sigue ahí, te ofrece café a la bosnia, una variante de la turca. Existe, contra todas las leyes de la naturaleza, con su magia inexplicable.

Cuando escuchas la historia de los 44 meses de asedio (1992-1996), cuando sabes que casi todos los que caminan cerca de ti, que tienen tu edad, han perdido amigos y familiares y solo por casualidad están vivos y no muertos, cuando atraviesas muros acribillados. a balazos, piensas en el Dios que velaba su rostro, como dicen los judíos, por el dolor, por la vergüenza de su creación. Sin embargo, caminar por las calles de Sarajevo fue una experiencia espiritual de extraordinaria fuerza; la presencia de lo sagrado es una constante, cada piedra y cada ladrillo de Sarajevo reza, no solo los humanos. No solo el muecín que canta cinco veces al día, no solo los fieles musulmanes, judíos y cristianos, católicos y ortodoxos. La oración se esparce en el vapor de las cachimbas y el café, el incienso y la carne asada, el vino y la grappa, según la fe de quienes dirigen el lugar. Rezas incluso con solo respirar. Vas a arrodillarte en una iglesia y las mujeres con velos te observan como tú las observaste en la mezquita. Nadie más que tú presta atención. Vivimos en un espacio pequeño, vivimos juntos, sin cuestionarnos si se trata de una sociedad intercultural o multicultural. Simplemente vivimos juntos. No es un lugar de amor universal, hay disgustos y hostilidades, pero falta un nosotros y ellos. Somos demasiadas y demasiados, y les explicas a los niños que sí, las niñas con jeans y bufandas tienen la misma fe que las mujeres cubiertas de negro hasta los ojos. Que las chicas del turbante son judías ortodoxas, y rezan al mismo Dios como iguales indistinguibles de los cristianos de hombros descubiertos. Al entrar en la mezquita, yo también me cubrí la cabeza con un pañuelo que me prestaron y nos quitamos los zapatos. Más adelante, en Mostar, mi pequeño Vladik subirá los 89 escalones para llegar a lo alto del minarete, para contemplar un mundo que se suponía que iba a desaparecer y aún existe, aún existe.

En Sarajevo la muerte de un archiduque marcó el comienzo del colapso de un imperio y de todo un mundo. Pero de ese mundo, hay un residuo que parece persistir en sus calles: la coexistencia de diferentes religiones, lenguas y culturas, en un solo macro universo que las contiene a todas. El sueño de un niño serbio y sus compinches nacionalistas comienza con el ataque a un proceso inevitable, el nacimiento de estados nacionales jóvenes y ardientes, donde la libertad del imperio coincide con una frontera que defiende y separa, corta y repara. El mismo sueño sangriento de los croatas ustasha (partido ultranacionalista) que, además de los judíos, mataron a casi 50.000 serbios, hombres, mujeres y niños en el campo de Jasenovac. De los muchos serbios que, a las órdenes de Milosevic, Karadzic, Mladic, llenaron de sangre las calles de Sarajevo y prendieron fuego a los dos millones de libros de su biblioteca, en un intento de purificar esa mezcla, ese residuo, esa persistencia en existir de un mundo destinado a terminar.

En Sarajevo el café es espeso, almibarado, se bebe sujetando un terrón de azúcar entre los dientes y dejando que se funda poco a poco en la lengua y en la garganta, hasta que llega el amargor del polvo recogido en el fondo de la taza. Dulce/amarga Sarajevo, que en su alegre locura de zoco árabe (mercaditos) no oculta su pobreza sino que la viste cada tarde, enamoró a toda la familia. Llegué sin saber qué esperar, sin guía, salvo recuerdos de libros y relatos bélicos, y me voy con el corazón lleno de paz. Ciudad Santa, Sarajevo. Si esta palabra tiene un significado asociado a un lugar, eres tú.

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