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Michel Nieva: Ciencia ficción gauchapunk

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Por Matías Carnevale

Michel Nieva (1988) es argentino y es investigador doctoral y docente en la Universidad de Nueva York. Fue elegido entre los mejores talentos de la revista Granta en español en 2021. Ha publicado las ficciones ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, en 2013, de clara inspiración dickiana, y Ascenso y apogeo del imperio argentino, en 2018. En 2020 publicó el ensayo Tecnología y barbarie, que versa sobre cuestiones de la superioridad tecnológica que acompañaba al sentimiento de superioridad moral en la campaña contra los indios.

En su última novela, La infancia del mundo, editada recientemente por Anagrama, Nieva combina influencias de David Cronenberg, H.P. Lovecraft, Philip Dick, Kafka, y a un Lucio Mansilla, para una “distopía gauchesca, un metaverso ranquel”, según Gabriela Cabezón Cámara.

En su última novela, La infancia del mundo, editada recientemente por Anagrama, Nieva combina influencias de David Cronenberg, H.P. Lovecraft, Philip Dick, Kafka, y a un Lucio Mansilla, para una “distopía gauchesca, un metaverso ranquel”, según Gabriela Cabezón Cámara.

La novela expone descarnadamente aquel dictum de Fredric Jameson que se repitió hasta el hartazgo durante los años de la pandemia del COVID-19: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin el capitalismo”, en tanto que Nieva imagina una Argentina hundida por las aguas del Océano Atlántico luego de derretirse los hielos antárticos a fines del siglo XXII.  En ese contexto siguen funcionando empresas que cotizan en bolsa con virus como el dengue, antes restringidos a zonas tropicales, hoy comunes en todo el mundo. Estas empresas obtienen ganancias tan monstruosas que son capaces de proyectar sus planes de negocios a otros planetas, según las exigencias del turismo internacional.

Es una versión de la actualidad llevada a sus consecuencias extremas, el tecnoceno capaz de terraformar geografías para el usufructo de unos pocos empresarios: “la posibilidad de recrear en otros planetas valiosísimos y ya perdidos ecosistemas autóctonos de la Tierra, pero sin la inconveniencia económica y política de lidiar con sus habitantes originarios. Así, la flora y la fauna nativas y sus fascinantes paisajes no solo adquirían el estatuto de mercancía en estado puro, recurso limitado capaz de reproducirse y extraerse infinitamente, sino que además se sorteaba el obstáculo tedioso de las poblaciones aborígenes y su insoportable sentimentalismo por la tierra (producida por la ignorante superstición de que esta era irrepetible). Esta nueva tecnología, que permitía la replicación de largos procesos geológicos de millones de años en poco menos de días o semanas, disparaba un radical nuevo entendimiento sobre qué es un lugar (una selva, una ciudad, un río o cordón montañoso). Ciertamente, no una irrepetible excepcionalidad para nostálgicos, habitado por la etnia menganito o la comunidad fulanito que parasita los recursos y ni siquiera los explota… una geografía, un bioma, una ciudad…no es más que precisas fórmulas geológicas que permiten calcarla a gran escala en cualquier lugar del cosmos…”. Es un capitaloceno amoral futuro, que Nieva satiriza a través de los nombres de las empresas, el Ébola Holding Bank y la AIS – Influenza Financial Services, asociada a YPF. A propósito de esto, el CEO de AIS sostiene que si el capitalismo fue responsable de la destrucción del planeta, ¿no podría utilizar sus propios métodos industriales para reconstruirlo?

El futuro no es del todo terrible, parecen sugerir los villanos de la novela, si sabemos cómo monetizarlo: “con la deforestación total del Amazonas y de las florestas de China y África, todos los años irrumpían, transportados por animales e insectos salvajes que habían perdido su hábitat, cientos de miles de virus de los que se carecía registro. Inoculados en granjas hacinadas de pollos, cerdos y otros animales de ganado industrial, estos agentes infecciosos mutaban y despachaban nuevas pandemias zoonóticas, que rápidamente fueron transformadas por la Bolsa de Valores de La Pampa en valiosísimo motivo de especulación”. Una de las empresas, a través de ingeniería genética, produce mosquitos mutantes, con intenciones poco éticas, cuyas pruebas de laboratorio son realizadas en personas de bajos recursos.

El/La protagonista, que primero se llama “el niño dengue” hasta que descubre que puede picar a otros, así que pasa a ser “la niña dengue” para luego devenir en “la nada dengue”; como en los grandes mitos de la ciencia ficción (Frankenstein, la red Skynet, e incluso RoboCop), se vuelve en contra de sus creadores, dejando un tendal de muertos infectados con sus huevos en la bolsa de valores del Caribe Pampeano. Su venganza tiene que ver con la cantidad de maltrato que sufrió en la escuela —estamos hablando de un ser joven—pero también con cierta intención antiimperialista: Argentina, siglos atrás, había cedido la soberanía antártica al Reino Unido a cambio de la cancelación de la deuda externa. Cuando se hundió Buenos Aires y subieron las temperaturas globales, el país necesitó refundar la capital, de manera que los vastos territorios antárticos fueron la única opción viable. En este futuro, Argentina alquila la península antártica, y ciudades como Pinamar Antártico, Nuevo Mar Azul o la Base Marambio son posesiones de ultramar del Imperio Británico… en un ejercicio contrafáctico (o no) el país se vuelve una colonia inglesa. El laboratorio que ensayó en el vientre de la madre de la niña dengue es, precisamente, británico.

Nieva también ejerce la apropiación de un subgénero de la ciencia ficción que, por no tener el mismo desarrollo tecnológico que, digamos, Japón o los Estados Unidos, en Argentina (salvo Carlos Gardini con su relato “Primera línea”, de 1982) se cultivó poco: el cyberpunk, en el cual predomina el uso de la realidad virtual, de drogas de diseño y una atmósfera moral de degradación, herencia del noir.

En La infancia del mundo, los jóvenes protagonistas pasan horas de sus vidas jugando al videojuego Indios vs. Cristianos, en donde pueden elegir bandos, pero tienen que masacrar al contrincante usando un casco de realidad virtual conectado a una consola, la Pampatronics. También existe la versión pirata, la Pampatone, que tiene menor definición en los gráficos y suele trabarse a mitad del juego, y cuyos cartuchos se consiguen en ferias callejeras. En esto hallo una capacidad mimética que excede lo meramente tecnológico: también se puede trasladar a lo cultural, específicamente en la cuestión de género literario: Nieva toma un género como la ciencia ficción, que se desarrolló en Europa y luego se sistematizó en los Estados Unidos, y le da un giro argentino.

Existe cierta manía clasificatoria en la literatura de ciencia ficción, empleando el sufijo punk: desde el steampunk hasta el cyberpunk, pasando por el biopunk. Las últimas dos de estas categorizaciones podrían aplicarse a tu novela, además de una más novedosa: la ciencia ficción gaucha-punk. ¿Con cuál/es te sentís más a gusto?

El cyberpunk fue un movimiento estético que, desde la óptica de la década de 1980, especulaba un futuro empeorado por la aceleración de las desigualdades sociales y económicas que producía el neoliberalismo. Por eso creo que, en una región devastada por los experimentos neoliberales como Sudamérica, el cyberpunk es una estética que interpela nuestros problemas.

Hoy en día, sin embargo, ese futuro ochentoso que avizoraron escritores como William Gibson es un ‘retrofuturo’, una futuridad tensionada con el presente que la engendró.

Entender esa relación entre futuro y pasado como núcleo proteico del cyberpunk permitió la proliferación de subespecies (steampunk, el futuro desde el siglo XIX, dieselpunk, el futuro desde la década del ’50, entre tantos otros) que con el tiempo se transformaron en una pulsión por inventar nuevas y originales etiquetas que terminaron por volverse una sátira de sí mismas.

Un poco en broma a ese barroquismo clasificatorio yo me autoadjudiqué la invención del gauchopunk, que es un futuro que, sin pasar por el presente, acelera y precipita todas las violencias coloniales y ambientales iniciadas a partir de la Conquista de América con su expresión decimonónica en la Conquista del Desierto.

Cuando te sentás a escribir ficción, ¿pensás de antemano la cuestión del género o es algo que va fluyendo? Has cultivado, en el ensayo, formas de cuestionar a la gauchesca, de reinterpretarla…

Como te decía, parto de este proyecto de la ciencia ficción gauchapunk, del que cada vez me siento más esclavo y al mismo tiempo me permite la mayor libertad. Por cuestiones de mercado impuestas por las editoriales norteamericanas, automáticamente se asocia ciencia ficción a “ladrillo de seiscientas páginas que es el primer o segundo tomo de una trilogía”.

Para mí la ciencia ficción es menos un género o formato que una estrategia de politización y poetización de la tecnología. Como la tecnología también es el gran motor narrativo del capitalismo contemporáneo, para mí la ciencia ficción es menos literatura que filosofía política.

En mi caso particular la practico tanto desde la narrativa como desde el ensayo, de manera que se retroalimentan entre sí. A veces digo que mis novelas son ciencia ficción y mis ensayos ciencia no-ficción.

Hablemos de los ovejines, ¿en qué te inspiraste para imaginarlos?

Los ovejines, para quien no leyó la novela, son acompañantes sexuales no-humanos con las formas más variopintas, y que se trafican por el Canal Interoceánico de la Pampa. En Sade mi prójimo, Pierre Klossowski postula que el error del Marqués de Sade fue suponer que el límite de la puesta en ejecución de su sistema filosófico era la anatomía humana.

En la novela hay un intento por imaginar un sadismo especulativo como subgénero de la ciencia ficción, y una de sus expresiones son estas escenas fornicatorias entre humanos y mutantes. Creo que una gran inspiración fue El sueño de la esposa del pescador de Hokusai.

Me interesa mucho también el sadismo como sintaxis política del capitalismo, un tema también muy caro a Osvaldo Lamborghini.

Has presentado esta novela, que fue publicada por Anagrama, en España, ¿cuál ha sido la recepción del público allí?

Fue buena, por suerte, pero me resultó curioso que muchas imaginaciones que provienen de la experiencia del Sur con la tecnología fueron tomadas por meras invenciones. Por ejemplo, en la novela hay una consola de videojuegos falsificada, inspirada en la Family Game (copia de la Nintendo que usábamos en Argentina en los ’90 porque la original era demasiado cara) y un periodista que me preguntó al respecto no tenía idea de su existencia, siempre había jugado a la Nintendo original.

Para la anatomía del niño/la niña/la nada Dengue, tuviste que documentarte sobre entomología, ¿cierto? ¡Terminé sabiendo lo que son los omatidios!

En efecto, hubo una investigación sobre mosquitos, sus fases de desarrollo, etcétera. Yo siempre digo que el espacio de trabajo del escritor de ciencia ficción es menos la biblioteca que el archivo, ya que hay que operar con disciplinas y materiales muy variados.

Siento una particular fascinación por las ilustraciones científicas de los libros decimonónicos de biología (el más famoso es Ernst Haeckel) y en particular las imágenes de insectos y huevos. Así que me nutrí mucho de esas imágenes. De hecho la novela incluye una ilustración de huevo de mosquito fuertemente inspirada tanto en Ernst Haeckel como en otro artista-fetiche para mí que es H. R. Giger.

También leí que te documentaste extensivamente sobre las leyendas y conspiranoias que existen alrededor de la Antártida, ¿qué podés comentar al respecto?

Investigué bastante sobre la historia de los primeros exploradores de la Antártida y la competencia entre Noruega y Reino Unido por conquistar este continente (dicha historia aparece tangencialmente en la novela, adentro del videojuego Cristianos vs Indios). De los libros de viajeros hay material espectacular, las aventuras antárticas de personajes legendarios como Roald Amundsen, Ernest Shackleton, Robert Falcon Scott o Douglas Mawson son alucinantes. También leí mucha ficción sobre la Antártida, muy mala la verdad. Más allá de las exploraciones y las residencias artísticas y científicas, hay un tema con los meteoritos, ya que es una de las reservas más grandes de micrometeoritos del planeta. El lugar más común de la literatura antártica son los aliens. Creo que la única obra de ficción literariamente de calidad que leí es En las montañas de la locura de Lovecraft. Para las escenas que (adentro del videojuego) transcurren en la Antártida en el siglo XIX también me inspiré en el cuento “Prender un fuego” de Jack London, aunque está situado en Alaska.

¿Habrá traducción a otros idiomas?

Por alguna extraña razón hay un grupúsculo de fanáticos de la ciencia ficción en Bulgaria que gustan de mis libros y se están gestionando para intentar traducirlo. También hay conversaciones para traducirlo al alemán, francés, inglés y portugués.

Michel Nieva escribió las palabras a la exposición de la artista argentina, Florencia Levy, que se exhibe en Arthaus, Bartolomé Mitre 434 – CABA.