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La luz y el silencio

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Por Mauricio Koch

En 1978, en el prólogo a la edición definitiva de sus Relatos, después de comentar el criterio que usó para ordenar los textos y de afirmar que parecen historias de “un mundo hace tiempo perdido”, John Cheever declara lo siguiente: “Las constantes que busco en esta parafernalia a ratos anticuada son cierto amor a la luz y cierta determinación de trazar alguna cadena moral del ser”. Tiempo después, más precisamente en 1985 y en París, un poeta entrerriano que vive allí desde el año 60, anota en un texto breve: “Fui descubriendo que, desde hacía años, hablara de lo que hablara, escribiera lo que escribiera, mi tema no era otro que el silencio. (…) No parecía tratarse de una dádiva, sino del silencio que me acompaña desde que nací, que es mío y será mío, molerlo como un pintor muele los pigmentos que irán a impregnar la tela…”. Arnaldo Calveyra, el poeta del que hablamos, ha descubierto con los años y el trabajo persistente de esos años, que la extraña trama de componer una página pasó de ser un trabajo en silencio, en el silencio de una pequeña pieza de pueblo “para nada destinada a las tareas literarias”, a trabajar “con el silencio”. Un día comprende que ha empezado a servirse del silencio y a utilizarlo como “si se tratara de una palabra más entre las palabras en juego”.

John Cheever, por su parte, al momento de redactar el prólogo del libro que un año después le dará un premio Pulitzer, es ya un escritor mayor y consagrado, con una obra considerable, quizás un poco agotado también, que mira atrás y ve lo que ha hecho, tiene frente a él un grueso volumen compuesto por más de sesenta relatos y hace allí un balance y un recorrido del mundo al que se ha dedicado: las personas que ha retratado (“fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con sus accesos de tos, que se ponían ciegos en las fiestas e interpretaban obsoletos pasos de baile”), la ciudad (“Nueva York aún estaba impregnada de una luz ribereña”) y ese suburbio neoyorkino llamado Shady Hill, “blanco de críticas de los planificadores urbanos, aventureros y poetas líricos”, el perímetro trazado y observado con la minuciosa lupa de su pluma a lo largo de cuatro décadas.

Al no ser Cheever un autor que pueda fácilmente ser acusado de nostálgico, ese “amor a la luz” del que habla y que lo ha movilizado todos esos años, que fue de alguna manera el motor y el combustible de su trabajo, adquiere aún más relieve. La luz y “cierta cadena moral del ser” como norte, el amor a la luz como objetivo inalcanzable y como obsesión.

Calveyra, en cambio, el Calveyra que descubre el peso y la importancia del silencio, si bien es ya un hombre que ha vivido medio siglo, y es sobre todo un hombre que ha reflexionado sobre las condiciones materiales de su labor como poeta, que incluso ha dejado de lado su vocación de pianista para entregarse de lleno a la poesía (“la poesía lo tomaba todo”, ha dicho), todavía está componiendo su obra; gran parte de ella está aún en el telar. Pero el poeta sabe bien ya que su tema es el silencio y que el silencio es quizá la más importante de sus herramientas a la hora de acometer “la extraña trama de escribir una página”. “Cada palabra que escribo es mitad palabra y la otra mitad silencio”, confiesa.

Hay un lugar común que dice que el autor suele ser un mal lector de su obra, un lector de alcance limitado y sin objetividad, ya que no se puede ser juez y parte, y es probable que sea así, pero esto que tanto Cheever como Calveyra señalan no es una lectura ni una interpretación de sus propios textos, ni mucho menos una puesta en valor, sino una declaración de principios estéticos o, mejor, una síntesis de objetivos. En el caso de Calveyra, el poeta nos revela que ha sido un descubrimiento. Cheever habla de buscar y de constantes. No sabemos si siempre fue así, o desde cuándo tenía clara esa búsqueda, solo tenemos acceso a su afirmación crepuscular.

Ricardo Piglia afirmaba que Borges era un gran escritor porque sabía muy bien lo que no quería hacer. “Los escritores lo único que sabemos es lo que no queremos hacer. Lo que podemos hacer es decir qué no queremos hacer. Pero no podemos hacer lo que queremos hacer porque si no todos escribiríamos La divina comedia o el Martín Fierro. Lo que sí podemos hacer es decir ‘Eso no me gusta, no me interesa, no voy por ahí’. Lo otro es tentativo. Yo tengo la sensación que Borges estuvo más cerca que nadie de llegar a hacer eso que le parecía que quería hacer. Y en ese sentido eso podría ser una primera indicación de lo que sería un buen escritor. No porque la intención valga, sino porque la perfección es tal que uno tiene que pensar que fue descartando tal cantidad de cosas que no le gustaban que lo que quedó fue algo que por momentos parece un milagro”.

Saber lo que uno no quiere, la toma de conciencia de lo que no puede faltar o aquello que es una constante inevitable y que no se dejará de perseguir. Tres variantes del mismo misterio, de lo inasible e inalcanzable. Y sin embargo algo queda, o mucho más que algo, el milagro de esas páginas está ahí, a nuestro alcance.