En 1978, en el prólogo a la edición definitiva de sus Relatos, después de comentar el criterio que usó para ordenar los textos y de afirmar que parecen historias de “un mundo hace tiempo perdido”, John Cheever declara lo siguiente: “Las constantes que busco en esta parafernalia a ratos anticuada son cierto amor a la luz y cierta determinación de trazar alguna cadena moral del ser”. Tiempo después, más precisamente en 1985 y en París, un poeta entrerriano que vive allí desde el año 60, anota en un texto breve: “Fui descubriendo que, desde hacía años, hablara de lo que hablara, escribiera lo que escribiera, mi tema no era otro que el silencio. (…) No parecía tratarse de una dádiva, sino del silencio que me acompaña desde que nací, que es mío y será mío, molerlo como un pintor muele los pigmentos que irán a impregnar la tela…”. Arnaldo Calveyra, el poeta del que hablamos, ha descubierto con los años y el trabajo persistente de esos años, que la extraña trama de componer una página pasó de ser un trabajo en silencio, en el silencio de una pequeña pieza de pueblo “para nada destinada a las tareas literarias”, a trabajar “con el silencio”. Un día comprende que ha empezado a servirse del silencio y a utilizarlo como “si se tratara de una palabra más entre las palabras en juego”.