Te diré que las cosas siempre empiezan (y terminan) por azar: el “azar concurrente”, este azar poético y mágico que no dejó de perseguir a Lezama Lima. La primera novela que leí en español fue Tres tristes tigres, de Guilllermo Cabrera Infante; esa novela multiforme y polifónica me impresionó mucho cuando era joven, por cuanto constituye una oda nostálgica a La Habana nocturna de 1958, un canto de amor colmado de melancolía incurable por esa ciudad que el autor recrea y mitifica a través de un experimento con el lenguaje y las estructuras narrativas. Algunos años después, durante una entrevista para un puesto de trabajo como profesor en el extranjero, en el marco del servicio nacional de la cooperación, mientras el director general de la Alianza Francesa me iba proponiendo distintos lugares de destino, le dije inmediata y espontáneamente: “Me gustaría ser destinado a La Habana”. Sorprendido, me preguntó si mi deseo se debía a motivos políticos. “No, solamente literarios”, le respondí. Entonces entablamos una conversación jovial y animada sobre esa novela, que él también apreciaba mucho. Una semana más tarde, recibí una carta del director del personal del ministerio francés de Asuntos Exteriores, en la que me indicaba que me confiaban las funciones de profesor de francés en la Alianza Francesa de La Habana a partir del 1° de septiembre de 1990. Entonces fue cuando tomé conciencia, con José Martí, de que “el viaje humano consiste en llegar al país que llevamos descrito en nuestro interior y que una voz constante nos promete”. Mi primera estancia en Cuba duró dos años, durante los cuales conocí a gente (alumnos míos, por lo general) que trabajaba en el ámbito del arte: artistas, críticos, curadores, profesores del ISA, etcétera. Me fui introduciendo en un medio que por entonces me era ajeno, pero que rápidamente se me hizo familiar y tomó una influencia preponderante en mi vida. Al codearme con los artistas que, en su mayoría, se hicieron amigos míos, se afinó mi óptica, como diría Rimbaud, y empecé a comprar obras de arte. En 1990, el bloque soviético todavía no se había derrumbado: lo hizo un año más tarde, provocando una situación catastrófica para los cubanos que, repentinamente, quedaron expuestos a las penurias del “Periodo especial en tiempos de paz”. Por tanto, tuve la suerte inaudita de poder comprar obras de arte excepcionales con mi salario de profesor, y así fue como pude empezar a crear mi colección, que me recuerda “otra ribera, otra vida” (Pushkin): la ribera más feliz de mi vida, la del tiempo de la luz, “luz junto a lo infuso” (Lezama Lima).