Gabriela Cabezón Cámara se mueve entre los libros de la librería Mandrágora. Impulsada por una música que no se oye pero se siente. ¿Acaso sea la misma que la llevó a escribir Las niñas del naranjel?, me pregunto. Cabezón Cámara define a la escritura como un ritmo que se adquiere a medida que se unen las letras hasta formar palabras; palabras hasta formar frases; frases hasta completar páginas. Algo así como una métrica, pero no la del Siglo de Oro: una que es producto de un mestizaje cultural. Ella, que se confiesa más lectora de poesía que de narrativa y más poeta que periodista. “Periodista fui muy poco tiempo”, asegura. Y respecto de sus lecturas, aclara: “No es que lea tanta poesía, pero la poesía que leo la leo muchas veces y la comparto, se la leo a otros”. Después de Las aventuras de la China Iron, Cabezón Cámara vuelve a la ficción con una novela que defiende la posibilidad permanente de cambio. Durante la entrevista, la autora se definirá como una persona que concibe la identidad como algo fluido, idea que plasma en el texto. La Monja Alférez es también Antonio y el cruel Antonio es también la figura de protección de dos nenas, un par de monos y un perro. “De alguna manera es afectado”, dice Cabezón Cámara.
El libro está basado en la historia de la monja de Alférez, pero arranca cuando la historia que sobre el personaje se termina. Ahí, en ese punto en el que se lo pierde de vista, Cabezón Cámara se pone a imaginar. Texto que va y viene entre distintas voces: un narrador que escribe desde el presente, la voz de Antonio en una larga carta dirigida a su tía, el cuchicheo pícaro de Michi y Mitãkuña, las niñas del naranjel.
La nueva novela de Cabezón Cámara es también una defensa de la naturaleza y de las culturas nativas frente al colonialismo y una oda a la belleza y al amor como antídotos frente a la crueldad. Mientras escribo rememoro ese danzar entre muros llenos de páginas de la autora en esa librería preciosa y amable. Yo esperaba afuera mientras ella terminaba de conversar con Maxi Legnani. Una cámara la seguía, y ella daba rienda suelta a su histrionismo, caracterizado por micro gestos que se contraponen, algo que luego contemplaría más de cerca durante nuestra charla. Cabezón Cámara puede ir de una voz muy tenue a una sin medias tintas. Su cara se transforma y esa transformación revela en su piel algo distinto.
Pero antes esperamos a que Carolina, que está al frente de Mandrágora, prepare un mate. Mientras me pregunta:
-Tomamos unos mates, ¿no? (Lamento rechazar su invitación. Hace años que evito el mate: la edad y la acidez).
-Yo no puedo, pero adelante -le respondo. Subimos unas escaleras hasta el depósito de la librería y ahí hacemos la entrevista. Miramos los libros que nos rodean: hay de todo y todo eso tienta. Me cuenta que se le rompió la bicicleta y me pide unos minutos, que tiene que responderle a Hugo, el bicicletero que “es buenísimo”. Cabezón Cámara vive entre el campo y la ciudad. El campo es su paraíso y la ciudad ese lugar al que no puede dejar de volver. El lugar donde están los amigos, los bares, las librerías, el barullo.
El mate está cebado y empezamos a conversar: