El porno ya estaba socialmente aceptado desde mucho antes de marzo del 2020, aunque su consumo seguía y tal vez todavía siga practicándose en secreto, a escondidas, como si aún hubiera algo turbio en él. Y sí, tal vez aún lo haya en una sociedad que sigue encandilada con las luces fluorescentes del amor a primera vista, la media naranja y la familia eterna.
Por Daniel Mundo
Al porno no fue la pandemia lo que le dio impulso, obviamente, aunque según confiesan los algoritmos en estos dos años de encierro el consumo se triplicó, lo que no es para menos.
El porno ya estaba socialmente aceptado desde mucho antes de marzo del 2020, aunque su consumo seguía y tal vez todavía siga practicándose en secreto, a escondidas, como si aún hubiera algo turbio en él. Y sí, tal vez aún lo haya en una sociedad que sigue encandilada con las luces fluorescentes del amor a primera vista, la media naranja y la familia eterna (la familia se flexibilizó mucho más que la pareja, aprovecho para decirlo). Bajo la luz de estos ídolos, el porno sigue siendo disruptivo y peligroso.
El otro día un amigo cercano me preguntó por qué no hacía un “legado” con mis imágenes porno preferidas. ¡Qué reto, por dios! Obvio que la idea de “un legado” evidencia los deseos de mi amigo, pero el reto me pareció que valía la pena: morir sí, envejecer jamás. Contar (numerar y relatar), o peor aún: exhibir, mostrar, compartir, el porno que veo es exhibir y compartir no solo mi inconsciente, si tal cosa existiera, sino también mis gustos sexuales, mis patologías y lo que soy en esencia. Lo que soy auténticamente. Pero tal cosa es falsa, o por lo menos relativa, porque esas imágenes que me fascinan un día, cambian todo el tiempo, y una imagen que me enloquece hoy, mañana me resulta indiferente y aburrida. ¿No ocurre algo parecido con las noticias catastróficas de la tele? Igual me gusta creer que son fantasías lo que muestro (y no la realidad, como hacen los noticieros), y que esas fantasías encierran síntomas sociales. Son fantasías virtualmente realizadas que traducen más o menos bien mi propio deseo, si es que el deseo puede objetivarse y ordenarse.
Como me enseñó el semiólogo Christian Metz, originariamente no nos identificamos con lo que se ve en la pantalla (el pene, la cara de la chica, los gemidos, el semen, el ano dilatado, las penetraciones brutales, etc…), sino con lo que permite ver lo que vemos. La mirada de Dios. Lo raro es que Dios no mira desde todas las perspectivas posibles (infinitas), como creíamos fenomenológicamente, sino desde la mejor de las perspectivas reales, que es la que elige la cámara de cine y de tele. Además, si logro compendiar esta antología, ¿dónde podría exhibirla?
¿Qué es el porno? La respuesta automática que me dan siempre es esta: sexo explícito. ¡Soberbio! Eso sí, no nos preguntamos ni ahí qué es el sexo y qué implica lo explícito: ¿consiste en la exhibición de los órganos sexuales? ¿Se funda en la penetración y la eyaculación? ¿No es algo muy básico esto para definir un acto de semejante importancia? Para estas preguntas también tenemos respuestas automáticas: Sí sí no.
Lo que intento hacer yo es desautomatizar las respuestas e indagar un poco más en nuestros deseos. En una sociedad virósica y postsexual como la nuestra, donde los géneros y las acciones sexuales han sido deconstruidas hasta su pulverización, no me parece inútil reflexionar sobre esa actividad que para la gente de mi generación de cincuenta y pico era fundamental: coger.
Por otro lado, hay que dejar en claro que el paso de la pornografía al porno, cuando se pasó del vhs a la digitalización, no implica tan solo un cambio de género, implica otro vínculo con las imágenes. Si lo que consumimos en la web es porno, todo lo anterior a la era digital era otra cosa, un protoporno, una preparación cultural y psíquica para la irrupción del porno propiamente dicho, el porno en internet.
Al pasar de una codificación analógica a una codificación digital, la información se liberó, se acumuló y se acrecentó. También se empobreció, porque el estigma, la prohibición y la ilegalidad desaparecieron, y por lo tanto se perdió una manera de organizarla. Como sostienen los investigadores españoles, Javier Montes y Andrés Barba: “Internet es la tierra prometida del porno”. Entrar a la “tierra prometida” tiene que implicar un cambio de sustancia en el ser que lo experimenta.
Basta exponerse unos minutos a Garganta profunda, la más famosa película pornográfica de todos los tiempos, para advertir que nuestros afectos, nuestros deseos y nuestro sexo han cambiado. Donde antes se veía transgresión, ahora nosotros percibimos cariño. Mírenla un rato y después vayan a una plataforma de porno si quieren sentir el vértigo. Esos dos registros audiovisuales no pueden pertenecer al mismo género.
Tengo la impresión que si bien hemos cambiado mucho en este último medio siglo, todavía seguimos teniendo al acto de coger y sus gratificaciones (el orgasmo) como modelo de felicidad o realización.
¡Cualquiera! Pero bueno, es el patrón social bajo el cual fuimos formados, en el que se funda la virilidad, y también, lamentablemente, la feminidad —todo esto está en proceso de acelerada revisión. La masculinidad está aferrada a imágenes descoloridas. La feminidad está rediseñando sus deseos. Por ahora venimos salvando la masculinidad con figuras caballerescas: terminá vos primero, le dice el macho o el señor o el pobre tipo (no sé cómo llamarlo), y después termino yo. Cuando escucho esta frase me pregunto si entendemos lo que decimos. Tal vez sea yo el que no entiende nada, puede ser. Pero si hay una escena que me hace reír (para no llorar) es esta seudo democratización del sexo en el que se le da prioridad al otro/a por sobre uno.
Como soy un especialista en la obra del marqués de Sade, este gesto me parece siniestramente engañoso. En algún lado Sade escribe: “Cuando la tengo parada soy el rey del universo”. Si hemos logrado domesticar al sexo, algo fundamental de nuestra subjetividad se perdió. Tal vez sea mejor así.
Marqués de Sade
El porno dejó de ser un género literario o audiovisual prohibido y pasó a ser una lógica de vinculación de masas. Ya no sabemos dónde, en qué gesto, en qué palabra, en qué “grosería” o piropo comienza un acto sexual.
Por lo pronto, habría que desustancializar al porno, dejar de pensarlo como una imagen o una cosa, para empezar a concebirlo como lo que es, una relación singular que un teleusuario cualquiera entabla con lo que ve o escucha en la pantalla. Las relaciones son mucho mas complejas de investigar y pensar que los estados o los objetos, más cuando esas relaciones están atravesadas por fuerzas díscolas como los deseos y los gustos.