El otro día un amigo cercano me preguntó por qué no hacía un “legado” con mis imágenes porno preferidas. ¡Qué reto, por dios! Obvio que la idea de “un legado” evidencia los deseos de mi amigo, pero el reto me pareció que valía la pena: morir sí, envejecer jamás. Contar (numerar y relatar), o peor aún: exhibir, mostrar, compartir, el porno que veo es exhibir y compartir no solo mi inconsciente, si tal cosa existiera, sino también mis gustos sexuales, mis patologías y lo que soy en esencia. Lo que soy auténticamente. Pero tal cosa es falsa, o por lo menos relativa, porque esas imágenes que me fascinan un día, cambian todo el tiempo, y una imagen que me enloquece hoy, mañana me resulta indiferente y aburrida. ¿No ocurre algo parecido con las noticias catastróficas de la tele? Igual me gusta creer que son fantasías lo que muestro (y no la realidad, como hacen los noticieros), y que esas fantasías encierran síntomas sociales. Son fantasías virtualmente realizadas que traducen más o menos bien mi propio deseo, si es que el deseo puede objetivarse y ordenarse.