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Jueves de teatro

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MENCIÓN 

Por Mireya Ribas Medal

Obra de Francis Picabia «La mujer de la máscara»

Toca encuentro esta semana. Gustavo me fuerza a aceptar otra vez. Lo hace con palabras amables y amorosas. Porque él se maneja así conmigo. “Juanita, recordá la reunión del círculo el jueves que viene…”, me dice con ese tonito que no admite negativas. Trago fuerte y pienso “tu círculo, será”.

Odio las reuniones de los segundos jueves de cada mes. Y, aunque lo sabe, me obliga a acompañarlo. Odio cada vez más esas charlas con los amigos del círculo, a los amigos del círculo y, sobre todo, a las mujeres del círculo. A todas.

Quizás ellos no sean tan tilingos como me parece. De hecho, si les preguntara, seguro piensan de sí mismos lo mejor: médicos y abogados, médicas y abogadas, habitantes de countries, gente que cree superar el promedio en esta sociedad mediocre. Algunas de las mujeres trabajan de mantenidas. Yo no deseo nada con ellas, se me nota, ellas notan, sé del plástico que tienen en sus cuerpos, del poco cerebro. Pero no son solamente eso: son siniestras. Yo, no. Soy actriz, y actúo… No tanto como me gustaría, en el teatro, pero actúo.

El jueves llegamos temprano. La reunión se hace en casa de Sergio y la mujer. En general no hay conversación entre nosotras, de modo que me sorprendo cuando Erika me llama con un gesto desde la puerta de la cocina. Tiene voz chillona y con esa voz pronuncia mi nombre, me pide ayuda para preparar una ensalada de naranjas y queso. Fastidiada, dejo el whisky con hielo apoyado a medias sobre el posavasos y a medias sobre la perfecta madera de la mesita de arrime. Taconeo con mis sandalias de ocho centímetros, procurando marcar también el piso pulido. En la enorme cocina, una mezcla de muebles estilo español, vidrio y acero inoxidable, Erika me señala el queso de cabra sobre la mesada y me indica el cuchillo especial para separarlo en capas. “Andá poniéndolo en este bowl”, me ordena. “No te imaginás qué rica es esta ensalada”, gorjea mientras muestra sus enormes dientes publicitarios y levanta las cejas con entusiasmo. Separa gajos de naranjas con sus uñas de manicura. Soy una total extraña para ella, no debo llegar ni a la categoría de enigma, suponiendo que se pregunte cosas.

“Siempre me dan ganas de hablar con vos”, chilla rapidito, como si hubiera escuchado mis pensamientos, “pero vos sos re-callada, ¿no? Serge siempre me dice que en el estudio Gus le cuenta que vos sos así, discreta”. Ríe fuerte y alto, para remarcar lo graciosa que le parece la discreción, y continúa: “Uno de estos días vamos ir al teatro a verte, no somos mucho de teatro pero vamos a ir.” Intento descifrar si lo dice sólo por decir, pero no me da tiempo. “Yo, en cambio, no paro de hablar, viste. Serge está siempre tan ocupado con su laburo, me da tan poca bola. Yo me la paso acá, me muevo solamente para ir al gimnasio o a buscar a los chicos. Si voy al shopping, es para comprar cosas para ellos y para la casa, después ni salgo, la peluquera viene los viernes y los jueves viene la manicura, que me deja las uñas listas para todo el finde, ¿ves?”. Muestra. “Pero yo elegí esto. Yo estudié abogacía, de hecho; a mí me iba mejor en la carrera que a tu maridito, mi promedio era 8,90. Serge había reprobado un par, pero bueno, después decidí cambiarme al profesorado porque era más rentable ser maestra jardinera, no imaginás lo bien que se gana siendo dueña de un jardín de infantes, aunque vos con tu profesión debés ganar millonadas, ¿verdad?”. Me clava los ojos, ni alcanzo a incorporar la imagen de lo que dice porque no cesa su cháchara. “Sólo que hasta ahora no me decido, viste, porque los chicos todavía son chicos, no me molesta que mi marido me mantenga porque yo quiero ser una madre presente, ¿entendés? Al final, ni para jardín me da, estoy tan feliz acompañando a mis hijos. Aunque Fede me salió medio burro.” Ríe fuerte de su ocurrencia revoleando las pestañas con extensiones mientras se lava el jugo de las naranjas y se seca en un repasador.

Termino mi labor con el queso, me limpio las manos, imagino una excusa para volver a mi sillón, a mi whisky y al silencio. Pero me quedo con Erika mientras espuma el aderezo con la minipimer y sigo oyendo su voz, ahora más alta y chillona. “A mí me encanta hacerles yo misma la comida a Fede y a Sami. La niñera está para bañarlos, lavarles la ropa, jugar con ellos, correr todo el día. Yo me ocupo de otras cosas, cosas de madre. Hoy le di la noche libre, como todos los jueves, Sergi llevó a los chiquis a lo de mi vieja, así estamos a full con los amigos y más tarde…“ guiñada de ojos, “… por ahí terminamos bien la noche, en algún telo, viste, de los que hay por acá en San Isidro. No hay que perder la pasión, es lo más importante del matrimonio.”

Apaga el aparato, el de mezclar. La última palabra reverbera en la cocina, nos miramos y parece que nos medimos. Revolea la melena planchada. Desengancha la minipimer para enjuagar la sección del batidor, la deja escurriéndose en el seca-platos. Mezcla el aderezo con el queso de cabra y las naranjas, coloca todo en una ensaladera (que se ve carísima, de porcelana inglesa y quizás comprada en su último viaje con Sergio), remueve y aparta a un costado.

Estoy por salir de la cocina, pero Erika vuelve a la carga: “Yo no como crema, ni loca, no como nada engordativo, pero la hago para el que le gusta, o para el café.” Engancha otra vez la minipimer, la enchufa, pone crema de leche y azúcar impalpable en un bowl. Pulsa. Bate. Finalmente, apaga el bochinche. Mira atenta las hélices y utiliza el índice izquierdo para recuperar la crema batida que ha quedado en ellas.

Decidida, me dirijo a mi sillón cuando oigo el grito. Regreso. Veo la sangre y pienso: “Se quedó sin dedo”. Me río y me cubro de su mirada dándome vuelta hacia los hombres, que ya se acercan. “Se voló el dedo con la minipimer”, les digo. Gustavo me mira fijo porque sabe que debo estar disfrutando. Erika aulla, Sergio desengancha el aparato, envuelve la mano de su mujer en servilletas y la arrastra para llevarla a una sala de urgencias. “Atiendan la puerta, que están por llegar todos”, alcanza a pedirnos.

Gustavo y yo nos miramos, sentados en sillones enfrentados. La música que suena en el ambiente (¿Thelonius Monk o Miles Davis?, buen gusto auditivo no falta en esta casa) impide oír los sonidos de la profundidad del espacio. Mi marido y yo, que no coincidimos en casi nada, nos vamos inquietando al unísono.

El timbre ¡al fin! sobresalta. Nos salva de decirnos algo.

Abrimos juntos la puerta, aliviados. Entran, como si se hubieran puesto de acuerdo: Pía y Javi, médicos: pediatra y cirujano plástico. Ana y Guillermo, mantenida y abogado. Anita (Ana bis) y Gonzalo, abogada y cardiólogo.

Y, para sorpresa de todos (porque no se los ve juntos muy seguido): Lara y Mariano, gerente de recursos humanos en una empresa multinacional del rubro cerealero, ella y… mantenido, él. Bueno, mantenido no, piloto comercial “temporariamente sin empleo”. Mucho revoleo de besos y manos estrechadas, grititos, abrazos femeninos, gorjeos parecidos a los de Erika. Los hombres se apartan para saludarse, ni gritan ni gorjean, pero se besan en la mejilla, palmean sus manos en el aire como rugbiers excedidos de peso. Un conjunto renacentista de la era globalizada, podría decirse, por el gran parecido, la misma marca de pantalones, el mismo logo en la camisa.

Al rato me ignoran. Permanezco sentada en el sillón que, a esa altura de la noche, adopta mi forma. Procuro captar alguna de las varias conversaciones diferentes sin lograr intervenir en ninguna, me tomo el resto del whisky ya aguado y decido hacer algo: me sirvo otro.

Luego, entro a la cocina. Me obligo a disimular la incomodidad y la bronca. Limpio la sangre de Erika sobre la mesada, hace bien sentirse útil en algo. “Qué hago acá”, me reprocho y en eso estoy cuando Mariano se asoma y se queda parado en el umbral. Busco a Lara detrás de él. No la veo. Sonríe y pregunta cómo estoy. Le contesto “bien, gracias”, algo aceptable. Le cuento del accidente de Erika. Limpio, mientras tanto, hasta que la mesada queda brillante. Por momentos, levanto la mirada; veo cómo las luces se reflejan en sus ojos azules y le dan tonos amarillos iridiscentes. Noto que sigue insistente mis movimientos. Como permanece apoyado en la puerta, estaré obligada a pasar a su lado para volver al living.

Me ha ocurrido lo mismo otras veces que nos encontramos: se pone en mi camino, busca mis miradas. Pero hemos conversado poco, él no es habitué de estas reuniones, me pregunto si será como yo, un sapo de otro pozo. Esta vez me sorprende, me dice que estoy muy linda. No tengo cómo salir de la cocina sin rozarlo. Entonces, lo rozo. Él no se aparta.

Una de las mujeres, Ana (de Norberto) me recibe para decirme algo, pero, en lugar de hacerlo, me observa y, detrás de mí, también a Mariano. Hace una mueca que no interpreto; sin embargo, capto la mirada que intercambian. ¿Celos? De todas maneras, me lanza: “Ay, hablábamos de esta actriz… la que mencionaste una vez porque actúa en esa obra de teatro rara en un lugar medio sucio, igual que vos, quiero decir, que los lugares son sucios… Esa tal Alicia no-sé-qué, la de la obra sobre la salida al mar de Bolivia, justo ella, que no parece para nada boliviana…” Quedo muda, más muda. Reflexiono acerca del comentario, pero pasa y es reemplazado por otro, y otros más. Me reflejo en un espejo biselado, me observo demasiado blanca, demasiado delgada, con el cabello rubio, los ojos claros, tan poco boliviana (o argentina, para el caso) como mi compañera de teatro. Mariano se acerca y murmura: “Es hueca”. Sonrío aunque me intriga la miradita que advertí hace un rato. También siento algo de amargura. Sé que padezco de marginalidad.

Gustavo me mira, se refleja a mi lado en el espejo, veo una pareja perfecta, tal para cual, impecable con la ropa de marca, calcada de una revista de modelos para armar, educada, controlada, marido y mujer para toda la vida hasta que la muerte los separe. Incluso creo en este papel tan bien actuado, porque quizás no sea un papel y eso me provoca el más feroz de los odios. ¿Qué pasaría si nos dijéramos lo que realmente pensamos uno del otro?

Decido que me iré y voy hacia la puerta.

Pero esta se abre de golpe y me sorprende. Entran Erika y Sergio, ella con la mano izquierda vendada. “Me dieron puntos, no perdí el dedo”, explica entre risitas mientras la saludan sus amigas. Todas hablan al mismo tiempo. Me pongo a un costado, las charlas simultáneas se me incrustan en los oídos y trato de evadirme. Veo a Mariano sentado en un sillón, tan cerca, que escucho su risa… ¿hacia mí? Erika me toma de la mano y me sobresalta. “Vení conmigo arriba”, me dice, “ayudame con la ropa, estoy re dada vuelta, me clavaron una pichicata interesante”. Sus ojos chispean, las pestañas largas le dan una expresión de permanente asombro.

No habla mientras subimos por la escalera alfombrada.

En su cuarto, abre el placard, con un gesto me señala el cierre del vestido, se lo bajo y se lo quito. Me percato de que la ropa suelta disimula un abdomen gordo y caído. Si se la mira desde atrás, parece más flaca. Descuelga otro vestido de una percha, se lo prueba por encima de la bombacha y el corpiño, pretendo ayudarla a ponérselo y nuestras manos se tocan en la tela; pero es más ajustado, le subraya la panza. “¿Viste qué gorda estoy?”, murmura y la risita le marca los costados de la boca.

Respiro el perfume que sale de alguna parte: del armario, o del vestido, o quizás de Erika misma. Se me afloja la tensión y, a pesar de mí, río abiertamente. Erika me imita. Sus ojos verdes no tienen una gota de maquillaje y, aun así, se ven tan grandes que me sorprenden. Desde abajo llegan las risas y otra música más movida, pero aquí, en su cuarto, a unos pasos de la cama y con su ropa perfumada en mis manos, el mundo no hace ruido.

“¿Qué te pasa, Juanita?”, me pregunta. No me molesta el diminutivo, le queda bien esa forma de hablar, descubro. Explico, por responder algo, que me siento muy torpe, que no sé cómo ayudarla.

Me dice “¿vamos?” y la acompaño hasta la bañadera porque necesita relajarse. Cuando termino de hacer espuma con las sales, ella ya está desnuda. Entra al agua cuidando no mojarse la mano vendada. La masajeo con la esponja. El calor me tienta, por qué no, a desnudarme yo también.

Cuando salgo del baño, Erika ya está abajo. Vuelvo a oír sus grititos eufóricos mientras les cuenta a las otras sobre su pequeña sangrienta noche de estrellato. Me demoro frente al sommier enorme, me da cansancio, pienso en acostarme y dormir un poco, no lo van a notar. Que me despierte Gustavo a la hora de irnos.

Mireya Ribas Medal

Nació en Asunción (Paraguay). Reside en Campana desde 1988. Es escritora, lectora, coordinadora de talleres literarios y de eventos culturales. Estudió Periodismo y Trabajo Social. Recientemente realizó el postgrado Escrituras, creatividad y comunicación en Flacso. Se formó literariamente en diversos talleres y seminarios. Editó revistas culturales en la ciudad de Buenos Aires y en Campana. Ha publicado relato, cuento y poesía en antologías y revistas literarias. Ha recibido distintos premios en la provincia de Buenos Aires.
Encarnación es su primera novela publicada en 2023.
Llamador de los ángeles es un libro de poemas publicado digitalmente en 2014, disponible para lectura en: https://llamadordelosangelespoesia.blogspot.com/
El cuento Jueves de teatro forma parte de un volumen a publicar. Actualmente está trabajando en un próximo libro de cuentos.

• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.

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