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Interno 17

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Por: Sebastián Pandolfelli

Obra: «Contraluz» Graciela Ieger @iegerpinturas

“No lo hago más negrita —mintió Cabrales—. Lo que pasa es que… Vos sabés como son los muchachos, pasé por el clu a saludar, y el Cabezón me invitó un vermú y bue…”. Siempre fue así. Amanda lo sabía y no le molestaba tanto. Todos los domingos, cuando estaba de franco, su marido salía a media mañana a comprar el pan, un salamín o alguna cosita para picar antes de almorzar —cualquier excusa era buena— y de pasada se quedaba un rato con sus amigotes en el club hablando de bueyes perdidos y dándole al trago como si fuera más feliz con esos tipos que con ella.

Entró a la cocina y dejó la bolsita con las compras sobre la mesada: medio kilo de pan y doscientos gramos de bondiola. Olfateó la olla en la que se cocinaba la salsa para los fideos y se sentó a mirar televisión. Dentro de la caja luminosa el mundo era todo felicidad y propagandas. Su casa no era como esas de la tele. El olorcito a tuco casero impregnaba la escena hogareña. Después de hacer un zapping rápido sin prestar demasiada atención a ningún programa, notó que su mujer, la Negra, como él le decía a veces, lo miraba de refilón y parecía estar enojada. “Las mujeres son más complicadas que la física cuántica”, pensó. No era un enojo común. No. Cabrales notaba otra cosa. Ella estaba absorta en su tarea de cocina, revolvía un poquito acá, agregaba sal allá, un poquito más de aceite, una hojita de laurel y soltaba un bufido cada tanto. Eso no era buena señal. Ahí se estaba cocinando otra cosa. En la cabeza de Cabrales empezó a gestarse la idea de que en cualquier momento se desataba la tercera guerra mundial, y solo faltaba que alguna potencia movilizara sus tropas. Con un pequeño chispazo se encendería la mecha. “Callate, boludo. No digas nada. Seguí con la tele, hacete el sota, pensá en otra cosa, seguí, dale, apretá los botones, cambiá de canal, otra vez, eso, otra vez, buscá un partido, una carrera de autos, una película de vaqueros, una de Olmedo. No abras la boca, total después de un rato seguro se le pasa. Andá a saber qué carajo le pasa, si es más rara que la mierda. Bueno, todas las minas son raras. No digas alguna boludez. Mordete la lengua, mordete la lengua, mordete la lengua”, recitaba Cabrales mentalmente, como un mantra. Aunque en el fondo sabía que de su boca iba a salir alguna provocación, la chispa necesaria. Seguía mirando la tele pero sin ver nada, solo prestando atención a los movimientos de ella. Pispiaba así, de reojo. Se le secaba la garganta. Le dolía la espalda. Cambiaba de posición intentando hacer el menor sonido posible, amurando los cantos contra la silla, que era cada vez más incómoda. Mientras, el riquísimo olorcito del tuco casero que hervía en la olla inundaba la casa.

—¿No te habrás peleado otra vez con la Virginia vos? —dijo e inmediatamente se mordió la lengua. Sintió un dolor agudo. Sabía que no iba a poder frenarlo. Se le apareció la imagen de su padre: “Cuando uno es pelotudo de nacimiento, la naturaleza llama”, le había dicho, como tantas otras veces. Había metido el dedo en la llaga. Se agachó justo a tiempo para que la olla no le diera en la cabeza en su vuelo rasante, pero buena parte de la salsita caliente le cayó encima. La pared, el piso y el televisor quedaron impregnados de tomate. Amanda se le fue al humo:

—¡Hijo de puta! ¡Me tenés cansada, hijo de puta! —le gritaba dándole puñetazos llena de furia.

Amanda ya no era aquella chiquilina de hacía veinte años, con la que iba a bailar a los carnavales del Club 12 de Octubre. Esa chica hermosa con la que se había casado. A la que desvirgó una tarde de domingo en la casa de sus padres, que se habían ido de vacaciones a Las Toninas en el rastrojero. Cabrales atajaba los golpes como podía. Forcejearon un rato hasta que la agarró del cuello y la hizo a un lado tratando de no ser muy violento. No decía nada. No podía decir nada en estas situaciones, que se hacían cada vez más frecuentes. Se escapaba encerrándose en ese silencio que a ella la sacaba más.

—¡Decí algo, pelotudo!

Y él se evadía recordando otras épocas: el casorio y la semanita de luna de miel en Carlos Paz, cuando tuvo que dejarla para ir a la colimba, el verano que fueron a La Feliz, la vez que fueron caminando a Luján o el día en que la conoció.

Se había comprado un Fiat 600. Era usado y lo estaba lavando en la vereda de su casa, cuando la vio pasar con su pelo negro larguísimo y los ojos marrones más lindos que hubiera imaginado. Iba metida en una minifalda y cargaba un par de libros. Estaba en cuarto año. Se enamoró al instante. Amanda se mudó al barrio por aquellos días. Le dedicó una sonrisa y la invitó a pasear en el Fitito. Se hizo rogar un poco, pero después de unas semanas aceptó la invitación. Fueron al zoológico y les dieron de comer a los animales, y después al cine y más tarde al Tigre, y tomaron un helado mirando el río. Fue como si pudieran leerse el alma. Ella hizo que Cabrales se olvidara de él mismo y que se sintiera como alguien diferente, alguien bueno, alguien mejor. Un día perfecto. Cuando volvieron se dieron un beso, el primero para ella, y se pusieron de novios. Su sueño era comprar un colectivo viejo, convertirlo en casa rodante y salir a recorrer las rutas argentinas hasta el fin. Escuchaban discos de Fausto Papetti, Sandro, Palito y el Club del Clan en el combinado; bailaban, charlaban, paseaban tomados de la mano y se reían. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se rieron juntos?

Su suegro al principio no se lo tragaba, pero con el tiempo lo aceptó y lo empleó en el taller mecánico como peón. Cuando el viejo murió, Cabrales se hizo cargo del negocio pero terminó vendiéndolo al poco tiempo. Las herramientas eran viejas y los autos modernos venían cada vez más complicados. Gracias a un excliente del taller que era componente de la empresa de transportes El Puente, Cabrales entró como chofer de la línea 32. Recorría cuatro veces al día el camino de Lanús a Plaza Miserere desde hacía tantos años que ya no los contaba. Podía hacer el trayecto con los ojos cerrados, como esos caballos que te alquilan en el parque de Ezeiza. Algunas veces le tocaba el ramal que va por La Salada, y era inevitable que lo afanaran en la ribera, como esa vez que le pegaron un culatazo y terminó en la guardia del hospital Evita con cinco puntos en la cabeza. La vida se le había ido transformando en una rutina que terminó por gastarlo, y él solo se dejaba llevar como una hoja seca arrastrada por el viento. Con Amanda hablaban poco. Cada vez menos desde que había perdido el embarazo. Se comunicaban casi por inercia. No había charlas, sino algún que otro intercambio de frases sin demasiada importancia. Él estaba cada vez más enfrascado en sus pensamientos, y ella necesitaba que le prestaran atención.

El año pasado, la Virginia alquiló la pieza del fondo, que la dueña del lugar construyó donde antes estaba el gallinero. Entonces el vacío entre ellos se puso de manifiesto. La mina esta era una solterona histérica que tenía bastante calle. El primer quilombo vino por el Coco. El pobre perro no molestaba a nadie, pero ella no lo quería y se quejaba de los ladridos, de las cagadas en el patio, de los pelos, del olor, hasta que un día fue a la comisaría a denunciar que la había mordido y cayó la cana con unos camarógrafos haciendo un escándalo, entonces para evitar problemas mayores lo tuvieron que regalar. Al poco tiempo se vieron en Policías en acción. Después empezó a poner el estéreo a todo lo que daba para escuchar cumbia en cualquier momento, y no bajaba el volumen a pesar de las puteadas. Por esas cuestiones de la arquitectura de los barrios del conurbano, las dos casas compartían el patio donde estaban la parrilla y el lavadero. Las construcciones en Villa Diamante no se planifican: se van levantando las paredes con ladrillos huecos o chapas según se pueda, y así resultan. Cuando Cabrales intentaba hacer un asado, la Virginia salía a poner el grito en el cielo.

—Que se me llena la pieza de humo, ¿no se da cuenta?

—El patio es de todos y la parrilla también. Prendé, prendé nomás, no le hagas caso a esta loca —saltaba Amanda, y él reculaba soportando las quejas de una y otra. La Virginia lo provocaba. Algunas veces salía al patio con un camisón transparente que dejaba ver que todavía tenía el culo parado y las tetas un poco caídas, pero no era nada fea. “Tu marido me espía” le decía a Amanda, y la Negra se ponía de todos los colores y se la agarraba con el pobre tipo que llegaba reventado por andar manejando el bondi todo el día. Cada vez que se cruzaban intercambiaban algún piropo:

—Seguro que ya ni te coge porque está caliente conmigo.

—Callate, conchuda, si sos incogible. Gallina, sos una gallina ¡Si vivís en un gallinero!

En la Terminal, los muchachos le decían Chiqui, ya que Cabrales era un tipo corpulento, morocho, de bigotes. Tenía un aire a Burt Reynolds pero con mucha más panza. La camisa celeste le apretaba un poco y se le marcaban siempre los sobacos transpirados. Todavía tenía el sueño de agarrar un colectivo y salir a la ruta. Cuando podía ahorraba algunos mangos para eso. Usaba unos anteojos Ray Ban oscuros y fumaba 43/70. Manejaba el interno 17, un Mercedes Benz 1114 de los viejos, que tenía la amortiguación hecha mierda. Los baches de las calles y el asiento durísimo del coche le provocaban unos terribles dolores de cintura, que no aflojaban por más que pusiera el cubre asiento de bolitas que le regaló la Roli, una travesti que merodeaba la Terminal siempre en busca de algún chofer necesitado de cariño. Había uno al que le decían Comeculo, que agarraba viaje enseguida. Los compañeros siempre lo estaban jodiendo:

—De tanto coger putos te va a quedar la chota amarilla como cuchillo de zapallero a vos… —Pero Luisito, alias Comeculo, no se hacía ni cargo.

—Si a él le gusta y a mí no me duele… Cada cual hace de su culo una bicicleta y deja pedalear a quien quiere. Y no es Comeculo, se llama Luis —lo defendía la Roli.

—Dejelón, pobre muchacho —decía Cabrales, que nunca se metía con nadie.

Amanda lloriqueaba sentada frente al televisor cubierto de salsa de tomate, mientras él levantaba la olla del suelo.

—Me dijo que te la cogiste —comentó hipando—. Yo iba a lavar la ropa y me encontré con el piletón lleno de vajilla y platos sucios. Le dije que los sacara, que yo tenía que lavar, y no me dio ni cinco de pelota. Entonces me vine a lavar adentro en la pileta del baño y cuando fui a colgar la ropa estaba instalada con una mesita en el medio del patio. Estoy tomando mate, me dijo. Ahora no podés colgar la ropa porque estoy yo acá. Estoy tomando mate, ¿no ves? Entonces le revoleé el mate a la mierda, y no se movía de ahí, se quedó tomando sol y se reía. Después colgué la ropa igual y me fui. Al rato me asomo y la hija de puta había corrido todo para un costado. ¡Puso las telas de color sobre las sábanas blancas y se tiñó todo! ¡Es una loca de mierda! ¡Ahí me dijo que te la cogiste y se me rio en la cara! ¡Vos sos un hijo de puta también!

—Negrita, ¿yo qué culpa tengo? —dijo Cabrales tratando de acariciarla, y ella se corrió bruscamente.

—No me toques.

Él se alejó en silencio. En ese momento se dio cuenta de que en realidad ya no sentía nada por ella. Algo dentro de él se había quebrado. Se cambió la camisa y puso la pava al fuego.

“Andá, poné la pava y haceme un mate”, le había ordenado su padre. Al rato vino él corriendo con todo el equipo, puso una cucharadita de azúcar, lo cebó y lo acanzó orgulloso: “¡¡¡Puajjj!!! Esto está frío, pelotudo, me va agarrar cagadera, es un asco, ¿Qué te creés que soy paraguayo? ¡Yo te pedí un mate y esto parece tereré! No servís ni para cebar mate”, le gritó y le dio un sopapo. Cuarenta años después, ese recuerdo le seguía doliendo. Se tocó la mejilla, cargó el termo y salió al patio a tomar mate con agua casi hirviendo.

Ahí estaba la Virginia encorvada sobre el piletón, fregando unos pantalones. Tenía puesta una blusa muy suelta y no llevaba corpiño. Se le veía una teta que asomaba por el costado. Un rayo de sol le pegaba justo y se veía dorada, perfecta. Cabrales tuvo una erección. “La gallina de las tetas de oro”, pensó. Ella se hacía la desentendida. Cabrales chupaba el mate. Ella meneaba el culo. Cabrales cebaba. Ella fregaba. Cabrales chupaba. Ella le clavó la mirada, se agarró las tetas con las manos mojadas y le sonrió. Cabrales la miró, agarró sus cosas y se fue para adentro. “O la cojo o la mato”, pensó acomodándose el bulto en el pantalón y empezó a masticar la idea de hacer ambas cosas y así librarse de la pesadilla de su vecina. Amanda se había encerrado en la pieza y desde ahí escuchó cómo su marido agarraba las llaves y salía. El Chiqui necesitaba aire. “Primero la cojo y después la mato” se dijo. Prendió un pucho y caminó sin saber adónde para aclarar un poco las ideas. “¿Cómo carajo llegué hasta acá? Si yo quería comer en paz y ver una de Olmedo en el cable… Me voy a la mierda… ¿A dónde? ¿Cómo llegamos a esto?”, se preguntaba pitando el 43/70. Trataba de encontrar el punto de inflexión. ¿Cuando fue que todo empezó a derrumbarse? En la esquina, unos pibes que tomaban cerveza le pidieron monedas. Les dejó un peso y le convidaron un trago. Quilmes, y encima tibia. Una nenita descalza salió de una casilla llorando, enseguida apareció la madre, la zamarreó y la metió adentro. Se escucharon gritos, tiros, y ladraron unos perros. Todo parte de la música del barrio. Un muchacho de gorrita y campera Adidas entró a lo del Mumm-Ra con un ciclomotor que se caía a pedazos. “Lo va a transar” pensó Cabrales. Siguió caminando y decidió pasar por el club a tomar una cerveza con los muchachos. La cerveza es la mejor amiga del hombre.

Estaba un poco oscuro adentro porque se había quemado el tubo fluorescente. Tucho, el Loro, el Flaco y el Narigón jugaban un partido de mus en una mesa cerca de la ventana. Estaban tan entretenidos que ni saludaron. Atornillados a sus sillas, Mingo, Juan José y Nacho hicieron un gesto a modo de saludo y siguieron mirando el partido. La tele tenía la señal clavada en un partido de la B, y la poca iluminación tenía un tinte verdoso.

Un segundo después de entrar, se arrepintió. Tragó saliva y se acercó al mostrador, donde estaba Miguelito Miguel charlando con el Cabezón.

—¡Eh, Chiqui, volviste! ¿Qué pasó? ¿Te rajó la loca de tu jermu? —largó el Cabezón entre carcajadas, a las que se sumaron las de los demás.

Cabrales apretó los puños conteniendo las ganas de zamparle una piña, posó la vista en la foto que presidía el estante de las botellas y pidió una Brahma bien fría. Desde la foto sonreían ellos mismos, más jóvenes, más flacos, más felices, en ese mismo lugar, unos cuantos años atrás. Habían salido campeones del interclubes de papi fútbol después de ganarle al club Atenas por seis a cero. Todavía podían saborear aquella victoria memorable. Si realmente existe la felicidad, sería algo parecido a la fiesta que hicieron esa noche, en la que bailó con Amanda hasta que no pudieron más. Hubo un silencio, Cabrales encendió un cigarrillo y Miguelito Miguel, mirándolo, le dijo casi a los gritos:

—Yo que vos, boludo, me garcharía a tu vecina… ¡Si a esa le gusta la poronga como al chancho la batata! —Y sobrevino otra carcajada.

—Gordo, cerrá los cantos que si te escucha tu mujer te la corta en rodajas… —le contestó el Cabezón.

—¿Y por casa cómo andamo? —retrucó Miguelito.

Cabrales amasó la idea de que esos tipos, los que él creía sus amigos, eran una manga de boludos. La angustia tiene la mano pesada. Golpea como el negro Tyson. Y esta vez lo tenía contra las cuerdas. Se le hizo un nudo en la garganta y quiso llorar, pero los machos no lloran y menos en el Club Social y Deportivo 12 de Octubre. No se puede demostrar debilidad frente a los tipos duros de Villa Diamante. No.

Hizo un fondo blanco con la cerveza. Las paredes del club se le venían encima, lo aplastaban. Pero no quería ir a su casa. Ya no la sentía como suya. La reja, el patiecito del frente con unas pocas margaritas y el pasto sin cortar, el malvón que asomaba del cisne de cemento despintado, la puerta de entrada en la que colgaba una imagen de San Cayetano con unas espigas de trigo seco, la cocina con los azulejos celestes salpicados de grasa, las manchas de humedad en el techo, la mesa con su mantelito de plástico, la pintura descascarada de la pieza… Ya nada de eso le era familiar. Se imaginó volviendo: encontraba a Amanda a los bollos y agarrándose de los pelos con la Virginia, las dos moreteadas y con rasguños. “¡Puta! ¡Gallina! ¡Cornuda!” se gritaban. “¡Villera! ¡Sos una villera!”. “¿Ah, sí? ¿Y vos, vos donde vivís? ¿En Recoleta? ¡Conchuda!”. Él intentaba separarlas y, al no poder, primero las golpeaba y después le pegaba varios tiros a cada una. Las vio caer en cámara lenta. Las vio tiradas en el piso agonizando, y la sangre que chorreaba por todas partes, como la salsa de tomate. Sintió que se lo tragaba un agujero negro.

—¡Qué caripela, hermano! ¿Qué carajo te pasa? —le preguntó Miguelito sacándolo del trance.

—Nada —respondió secamente y salió sin saludar.

Caminó unas quince o veinte cuadras. No tenía a dónde ir. Pero quería irse lejos. El cielo se estaba poniendo gris. Como el humo de los 43/70. Pasó por la esquina de la Unidad Básica, donde el Anguila estaba haciendo pintadas que decían “Manolo volvé”. Unos pibitos iban juntando chatarra en un carro tirado por un caballo que apenas podía arrastrar su existencia. Le daban con un rebenque en el lomo pelado.

Cabrales se sintió terriblemente solo con su avalancha de recuerdos. Cruzó la avenida sin mirar y casi se lo lleva puesto un colectivo. Escuchó los bocinazos, la frenada y la puteada del chofer. Era un 32 que iba para la terminal. Subió y se desplomó en el primer asiento.

—¡Casi te levanto como sorete en pala, boludo! —le dijo Luisito, y no hablaron más hasta llegar.

—¿Vos no estabas de franco? —preguntó el encargado frunciendo el ceño. No hubo respuesta. Saludó con un gesto a Horacio, el mecánico, que tomaba mate en el galpón, y fue derecho al interno 17. Lo puso en marcha y dejó que el motor regulara un minuto.

Cuento del libro Diamante (Galerna 2017)

Sebastián Pandolfelli

Músico, compositor y escritor, fue discípulo y asistente de Alberto Laiseca. Publicó Rocanrol(Funesiana, 2008 y  2010), Choripán social (WU WEI, 2012, Tambo Quemado Chile, 2013 y Milena Pergamino 2022), el poemario Esquina de Diamante (Peces de Ciudad, 2017), Diamante (Galerna, 2017). Ha publicado cuentos en diversas antologías. Colabora esporádicamente en medios gráficos y dicta talleres de escritura creativa.