Entró a la cocina y dejó la bolsita con las compras sobre la mesada: medio kilo de pan y doscientos gramos de bondiola. Olfateó la olla en la que se cocinaba la salsa para los fideos y se sentó a mirar televisión. Dentro de la caja luminosa el mundo era todo felicidad y propagandas. Su casa no era como esas de la tele. El olorcito a tuco casero impregnaba la escena hogareña. Después de hacer un zapping rápido sin prestar demasiada atención a ningún programa, notó que su mujer, la Negra, como él le decía a veces, lo miraba de refilón y parecía estar enojada. “Las mujeres son más complicadas que la física cuántica”, pensó. No era un enojo común. No. Cabrales notaba otra cosa. Ella estaba absorta en su tarea de cocina, revolvía un poquito acá, agregaba sal allá, un poquito más de aceite, una hojita de laurel y soltaba un bufido cada tanto. Eso no era buena señal. Ahí se estaba cocinando otra cosa. En la cabeza de Cabrales empezó a gestarse la idea de que en cualquier momento se desataba la tercera guerra mundial, y solo faltaba que alguna potencia movilizara sus tropas. Con un pequeño chispazo se encendería la mecha. “Callate, boludo. No digas nada. Seguí con la tele, hacete el sota, pensá en otra cosa, seguí, dale, apretá los botones, cambiá de canal, otra vez, eso, otra vez, buscá un partido, una carrera de autos, una película de vaqueros, una de Olmedo. No abras la boca, total después de un rato seguro se le pasa. Andá a saber qué carajo le pasa, si es más rara que la mierda. Bueno, todas las minas son raras. No digas alguna boludez. Mordete la lengua, mordete la lengua, mordete la lengua”, recitaba Cabrales mentalmente, como un mantra. Aunque en el fondo sabía que de su boca iba a salir alguna provocación, la chispa necesaria. Seguía mirando la tele pero sin ver nada, solo prestando atención a los movimientos de ella. Pispiaba así, de reojo. Se le secaba la garganta. Le dolía la espalda. Cambiaba de posición intentando hacer el menor sonido posible, amurando los cantos contra la silla, que era cada vez más incómoda. Mientras, el riquísimo olorcito del tuco casero que hervía en la olla inundaba la casa.