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La tensión vital

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Por Julio Peña y Lillo E.  
@juliopyle1974

Obra de Alex Katz

Vivimos inmersos en una cultura productivista, que fomenta actitudes competitivas, agresivas, de “ganadores” y “perdedores”, en donde se antepone la lógica de entrega devota al trabajo, por sobre la satisfacción de los sentidos y de la dimensión erótica y sexual, muchas veces en perjuicio del cuerpo.

El libre disfrute del goce -no utilitario-, o la entrega de los individuos al placer por el placer, o de lo que podría llamarse, a una sexualidad no reprimida, una sexualidad liberada, amenaza directamente la base de nuestras sociedades, ya que trae consigo la desvalorización del trabajo, como dimensión de la realización personal.

Transferir las energías eróticas de los ciudadanos, al mundo de la producción mercantil, ha sido y es en la actualidad, uno de los medios ideológicos “self-made man” de mayor efectividad, con el cual se ha podido limitar un sinnúmero de posibilidades de bienestar y  de disfrute a la población.

Coacción moral que a pesar de ser contraria al mundo de las necesidades físicas, le es impuesta a los individuos por presiones externas (familia, colegio, trabajo, etc.), que empujan hacia el ascetismo sexual, o hacia  la renuncia del placer. Represión moral que luego se traduce inmediatamente en efectos completamente visibles en nuestra mente, en nuestro cuerpo y en nuestras relaciones (pérdida de la libido, trastornos orgásmicos, disfunciones sexuales, o, posterior al placer, la pena o la culpa).

A través de la culpa y de la ética de la “responsabilidad”, nos alejamos del goce espontáneo de la vida. Con la automatización de las acciones cotidianas (transporte-trabajo-reposo), cuya utilidad es netamente productiva, se interrumpe nuestro sistema individual de intereses, viéndonos así desposeídos de esa noción de sujetos autónomos y provistos de control. Tal desamparo expone nuestra vulnerabilidad estructural, a todo tipo de encuentro o espacio que no sea laboral.

Para las sociedades de consumo, la “felicidad” supuestamente se encuentra al alcance de todos, con la simple y continuada adquisición de bienes y servicios. Para ser “felices”, hay que trabajar de sol a sol, para obtener poder adquisitivo y con ello consumir. Actividad que como sabemos, no termina nunca por proporcionarnos una autentica satisfacción, razón por la cual se desata su compulsiva repetición.

En ese proceso cotidiano nos vinculamos con quienes nos despojan y nos controlan. Es por eso que de repente, hay momentos de insurgencia, momentos en que los cuerpos necesitan romperse, re-componerse, poseerse, para reconectarse con sus afecciones, con su integridad inviolable, así como con su salud y vitalidad, que pugna por ser preservada, a través del relacionamiento con diversos circuitos de afectos.

Hay una violencia promovida por la vida pulsional, que se manifiesta a través de la apertura a la contingencia, a la indeterminación y a la desposesión de las rutinas, como batalla casi perdida, que intenta frenar el divorcio con la vida. Aquí es cuando recordamos que no todas las violencias son equivalentes a destrucción.

La existencia, como decía Alejandro Dumas, es únicamente la realización reiterada de un deseo continuo. A veces, se producen incidentes fugaces, que en un minuto resultan más eficaces que en el cortejo de un año.

El trabajo tiene una relación, por así decirlo, orgánica con el mundo, transforma sus materias primas y sus energías al servicio del ser humano, mientras que el paso de la contingencia o de la aventura, implica una relación inorgánica, relacionada con el rápido aprovechamiento de una oportunidad, más allá de que esto implique una vivencia armónica o inarmónica con nosotros mismos.

La ruptura de lo orgánico o del continuum, es una ocasión incierta, que está relacionada con atrevimiento de aquel o de aquella que se arriesga a destruir los puentes a sus espaldas, para salir, aunque sea por escasos minutos, de las seguridades empobrecidas de la vida cotidiana.

La aventura o la ruptura con lo –tradicional- impuesto, conlleva una actitud, una vivencia, que puede encarnarse en una indefinida riqueza de contenidos vitales, con los que se puede volver a dar a color, temperatura y otro ritmo al proceso erótico de la existencia, y salvaguardar algunos breves momentos de dicha.

Ya que la felicidad, como alguien decía por ahí, se presenta tan solo en fugaces y frágiles momentos, en esos instantes, de éxtasis o de amor.