La orquesta roja fue el nombre con que se conoció a una mítica red de espías soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial. La reedición del libro de Gilles Perrault dedicado a su historia pone nuevamente en circulación la leyenda de Leopold Trepper, “el gran jefe” de la organización, y también las sospechas sobre una gigantesca impostura.
Por Osvaldo Aguirre
@lasvueltasdelcamino
¿Héroe o traidor? ¿Artífice de una extraordinaria red de espionaje o gran impostor? La ambigüedad y los interrogantes que rodean a la figura de Leopold Trepper se actualizan con la reedición de La orquesta roja, la investigación del escritor y periodista francés Gilles Perrault dedicada a uno de los capítulos más controvertidos en la historia de la Segunda Guerra Mundial.
La orquesta roja es el nombre con el que se conoce a la red soviética de espionaje que funcionó entre 1938 y 1942 en distintos países de Europa. Entre 290 y 500 agentes, según distintas estimaciones, lograron infiltrarse durante ese período en distintos organismos del Reich y tener acceso a la intimidad de sus dirigentes e informar a Moscú sobre los planes nazis y las características de su aparato militar.
La importancia de la orquesta roja en la Segunda Guerra y de Leopold Trepper, como su organizador, suele remitirse a una frase atribuida al almirante nazi Wihelm Canaris: “Su actuación le costó 200 mil muertos a Alemania”. Semejante confesión parece eximir de mayores pruebas. Pero los reconocimientos no son unánimes entre los historiadores.
La reedición de La orquesta roja aparece a través del sello Punto de Encuentro. Si el libro de Gilles Perrault, publicado por primera vez en francés en 1967, fue un aporte decisivo para la leyenda, rubricado a continuación por El gran juego (1975), las memorias de Trepper, el historiador Guillaume Bourgeois cuestiona la versión y define al célebre espía como “un súper mentiroso más que un mitómano” en La verdadera historia de la orquesta roja, publicado en Francia en 2015.
En busca del hombre invisible
Perrault (1931) compara las investigaciones históricas con la tarea de buscar un dinosaurio. Los restos, dice, están dispersos y enterrados a mucha profundidad. En ese sentido, “el espía constituye probablemente la peor especie”: a diferencia de un general que tiene una trayectoria pública, registrada en documentos y en libros, un espía “es el Hombre Invisible” que se preocupa por borrar sus rastros, por lo que el biógrafo se ve obligado a imaginar detalles, circunstancias y diálogos que no están acreditados.
Sin embargo, Perrault se impuso contar la historia sin abusar de la ficción por respeto a los personajes, a los que admira por lo que hicieron, por su sacrificio y por la indiferencia con que fueron recibidos en la ex Unión Soviética. Su exhaustivo relato está basado en entrevistas que realizó con militares y ex agentes nazis y con sobrevivientes de la orquesta roja, entre ellos Trepper.
Perrault abjura de “la técnica novelesca” y reclama el estatuto histórico para su relato. Con el transcurso del tiempo, y la difusión de otras investigaciones sobre el tema, el carácter documental de La orquesta roja es menos firme y el texto se desplaza hacia la literatura de espionaje basada en hechos históricos, en línea con Los 39 escalones (1915), de John Buchan, una intriga con espías sobre el trasfondo de la Primera Guerra Mundial y El ejército de las sombras (1943), de Joseph Kessel, sobre la resistencia francesa contra el nazismo.
Nacido el 23 de febrero de 1904 en un pueblo de la región de Galitzia, entonces parte del Imperio Austro Húngaro y hoy de Polonia, Trepper organizó la red y reclutó a sus integrantes entre jóvenes comunistas hacia 1938. La cobertura inicial fue una empresa dedicada a la exportación de impermeables, con sede en la ciudad de Bruselas.
La reconstrucción de Perrault idealiza a los integrantes de la organización, una “vieja guardia” llevada por ideales: “No son exactamente profesionales del espionaje; no se parecen en nada a esos supermen de la literatura del espionaje que, acorazados con gadgets, ejecutan no importa qué misión para no importa qué cliente; se diferenciaban incluso de los profesionales de hoy, comunistas o no, en los cuales la pasión por su especialidad ha reemplazado a la fe desaparecida”.
Perrault dice que Trepper era conocido dentro de la red como “el Gran Jefe” y que entre otros logros la organización fue “capaz de seguir diariamente los movimientos de Hitler”. La posteridad le atribuye a la orquesta roja el aviso que Stalin recibió sobre la invasión nazi a la Unión Soviética y al que el dictador no le dio importancia. Otras versiones adjudican esa advertencia desoída a Richard Sorge, espía soviético disimulado como periodista en Japón.
El nombre de la red fue una creación de los nazis. En la jerga de los servicios secretos alemanes, explica Perrault, “el director de orquesta” identificaba al jefe de una red, encargado de coordinar y dirigir la actuación de cada uno de los integrantes. “El pianista” era el radiotelegrafista que enviaba las informaciones y “la caja de música” su aparato emisor.
El 22 de junio de 1941 el contraespionaje nazi detectó transmisiones realizadas por la así llamada orquesta roja desde Bruselas y poco después desde Berlín. La persecución fue intensa y condujo en poco más de un año a la desarticulación completa de la red.
La sombra de la sospecha
Trepper fue detenido el 24 de noviembre de 1942 cuando acudió a una consulta con su dentista, en París. Su caída fue precedida por las de otros espías, en particular por la desarticulación de las redes establecidas en Bruselas, Amsterdam y Berlín, y fue continuada por detenciones que provocaron sospechas respecto a su actitud frente a los interrogatorios nazis.
El espionaje nazi utilizaba a los prisioneros para lo que llamaba Funkspiel, o juego de la radio. El “pianista” capturado era obligado a continuar con las emisiones para hacer de cebo de otros espías y al mismo tiempo para “intoxicar al adversario”, con textos cuidadosamente preparados en los que la información verdadera se mezclaba con los datos falsos.
Trepper expuso ante sus captores los principios de su organización: la compartimentación de los espías, la identificación con seudónimos, la descentralización de las operaciones; no llevar armas, no moverse en vehículos particulares, vivir en suburbios o barrios donde la vigilancia resultara fácil de detectar; no recibir correspondencia de volumen anormal, hacerse enviar tarjetas postales antes que cartas “porque no se desconfía de un hombre que recibe tarjetas postales”; organizar los contactos con los agentes los domingos y feriados, cuando la tarea policial se relaja; fijar las citas en lugares comunes y concurridos, como librerías, farmacias, estadios deportivos y parques.
Pero el diálogo no podía limitarse a esa clase práctica sobre espionaje. “El gran juego”, como Trepper llamó a sus memorias, no solo se refiere a las transmisiones de la orquesta roja sino a su estrategia personal para sobrevivir en cautiverio. Perrault cita el testimonio de un ex oficial nazi, que intervino en la captura, según el cual El Gran Jefe “habló, pero callándose hubiera traicionado a Moscú”.
Según las versiones más difundidas, la paradoja se explica porque Trepper engañó a sus captores y los distrajo con información veraz pero inocua para la Union Soviética. Los revisionistas, en cambio, afirman que el Gran Jefe funcionó en definitiva como un doble agente y por ejemplo sus dichos habrían conducido a la captura de Henri Robinson, detenido a fines de 1942, torturado por la Gestapo y ejecutado en 1944.
“Si les hubieran dicho que eran espías”, escribe Perrault, los miembros de la red “hubieran rechazado la etiqueta; se tenían por revolucionarios”. Esa convicción hizo que muchos prisioneros se negaran a declarar a pesar de las brutales torturas a que recurrieron los nazis; otros, en cambio, aportaron información o incluso cambiaron de bando. “La metamorfosis final es imprevisible, a veces sorprendente, otras incomprensible. No juzgaremos”, afirma el autor de La orquesta roja, que absuelve a Trepper de cualquier sospecha y consigna que 48 de sus familiares fueron víctimas del nazismo.
La fuga de Trepper de sus carceleros parece otro episodio de novela: el Gran Jefe se hizo llevar a una farmacia que tenía dos puertas de acceso y logró escabullirse de sus custodios. Repatriado a la Unión Soviética en enero de 1945, no recibió demasiados honores. Al contrario, fue considerado un disidente y encerrado en la cárcel de Lubianka. En 1954, después de la muerte de Stalin, recuperó la libertad.
Las críticas a Trepper provienen de distintos ángulos: la Orquesta Roja no habría funcionado como un organismo unificado sino que las redes existentes en Berlín, Bruselas y París fueron autónomas y él estuvo a cargo solo de la francesa; no hubo en consecuencia un “Gran Jefe” y el título deja en la sombra a otros espías que cumplieron un papel tanto o más importante y que terminaron asesinados por los nazis, como Harro Schulze-Boysen, oficial del departamento de comunicaciones del Ministerio de Aeronáutica del Reich, un puesto clave, o como Arvid Harnack, ubicado en el ministerio de Economía alemán.
Perrault encontró a Trepper en Varsovia, en 1965, dedicado a la publicación de literatura en yiddish y a la presidencia de la Asociación Cultural Judía. Sin embargo, en junio de 1967 volvió a caer en desgracia como consecuencia de un ataque del primer ministro Wladislaw Gomulka contra la comunidad judía de Polonia; en 1973, gracias a la presión internacional, recibió una visa para viajar a Londres, desde donde emigró a Israel. Murió el 19 de enero de 1982 en Jerusalén.
“Cuando contemplo los setenta años ya transcurridos de mi vida, considero que lo más importante de ella es lo que me sucedió entre mis treinta y mis cuarenta años de edad: la época de la Orquesta Roja. Cierto es que el drama me acechaba entonces en todos los recodos del camino y que el peligro era mi más fiel compañero, pero de tener que comenzar de nuevo, gozosamente volvería a hacer lo mismo”, escribió Trepper en sus memorias.
El “gran juego” de esa vida, sin embargo, se carga de un significado ambiguo: es la infiltración de los espías en el aparato nazi y también las versiones falsas que el contraespionaje alemán hizo circular entre los soviéticos. Trepper encarna esa dualidad como el espía astuto que supo guardar secretos y simuló colaborar con sus captores, de acuerdo a su versión, y al mismo tiempo como el agente que entregó a los miembros de su red, según la reconstrucción de Guillaume Bourgeois, un historiador especializado en las sociedades y grupos comunistas europeos entre las décadas de 1920 y 1960.
Bourgeois afirma además que los legendarios despachos de los “pianistas” de la Orquesta Roja no contenían información relevante sobre el aparato de guerra del Reich, sostiene que las medidas de seguridad eran precarias y favorecieron las caídas en cadena y define a Trepper como “un impostor que se convierte en héroe por accidente, sin merecerlo de ninguna manera”.
Al margen de la controversia sobre la verdad histórica, las dudas alrededor de Trepper son constitutivas de su oficio. Dentro y fuera de la literatura, el espía se encuentra en estado de sospecha, su sentido de la lealtad resulta difuso y sus necesidades personales no coinciden necesariamente con las razones políticas. Cuando ese hombre invisible surge a la luz los malentendidos se multiplican. “El espionaje tiene también sus desconocidos -reflexiona Gilles Perrault-; esos son, naturalmente, los más grandes”.