“All the world´s a stage and all the men and women merely players” (W. Shakespeare, “As you like it” act 2, scene 7)
El motivo por el que había decidido tomar el subte – laberinto, ciudad bajo ciudad, hogar de ratas, cucarachas, murciélagos- pertenece a la esfera de los misterios. Él –después sabría que era poeta- viajaba en ese vagón. Le sorprendió la voz pausada y la forma de contar: “sentí el calor del sol –decía- y el calor de la gente en la calle… decidí seguir caminando. Tomé el subte en la estación siguiente porque no quería desprenderme de ese calor –dijo- y esta ruptura de mi rutina me llevó a pensar en otras rutinas y en la ruptura que da paso a una nueva rutina…”. Se bajaron en la misma estación, primero el perro, después, ellos.
Era el comienzo de ese año como becaria en la Universidad. Acababa de llegar a New York, los edificios, las calles, la gente… todo desconocido, diferente, otra rutina que reemplazaría a su propia rutina. Y de pronto, otra vez la voz y el perro negro. Levantó los ojos al escuchar: “sentí el calor del sol…” decía él y todos comentaban la poesía de una tarde de sol. Luego, entraron al aula. El perro se escurrió bajo la mesa. Se presentaron. Él, Tony, repitió los nombres de cada uno, registrando en su memoria los sonidos de esas voces, los lugares que cada dueño de esa voz ocupaba. Al final de la clase, Eva buscó desesperadamente algo para reemplazar el “see you”. Dijo sólo “bye”. Él, que era ciego, dijo “see you”.
Los no videntes siempre la habían intimidado. Como la oscuridad, temor que formó parte de su niñez. No bien le apagaban la luz del cuarto, se le ocurría comer, tomar agua, ir al baño. Sentía la necesidad imperiosa de prender la luz. Y el mundo, así, con luz, volvía a ser “su” mundo. A veces presentía la presencia de un perro negro de ojos rojos, luminosos, al acecho debajo de su cama. Lo imaginaba pronto a saltar sobre ella… Y entonces sentía hambre y sed y quería hacer pis y tenía frío y así hasta que amanecía, o hasta que un reto certero remplazaba a la luz.
No faltó mucho para que Eva se diera cuenta: Tony y Hellen siempre estaban juntos… El venía a Manhattan dos veces por semana. Hellen lo hospedaba. Un día, a Tony se le cayó la carpeta de textos en Braille y Eva, no sé por qué, se agachó a levantarla. Entonces vio: la mano de Tony sobre la rodilla de Hellen, y la pierna de Tony pegada a la de Hellen. El perro la miró desafiante, emitió un sonido sordo. A Eva esta imagen le horadó el cerebro. No la del perro, la de ellos.
En cierta oportunidad, Eva, Tony y Hellen debían analizar un texto en el que alguien observa y describe un cuadro que otro pinta (¿Con qué ojos vería Tony?). A esa hora el aula está vacía, él ocupa la cabecera de la mesa, Hellen a su izquierda, Eva a continuación. Le piden que lea el texto. Mientras lo hace, ve cómo Tony estira su mano para alcanzar la de Hellen. Una mano se desliza, busca a la otra, la alcanza… La otra se suelta, se esconde… Le piden que lea nuevamente. El juego comienza otra vez. Primer párrafo: mano que captura mano. Segundo párrafo: intento de mordisco al dedo de mano capturada. La mano escapa. Tercer párrafo: sin novedad. Luego, el juego reaparece: búsqueda, captura, mordisco, regreso al lugar de origen, etcétera. Hacia el final, al juego se le han incorporado variantes, sonidos. El pequeño mundo que los rodea, es sólo para dos, Eva está de más.
Finalmente, todo salió bien y la amistad de los tres creció. El siguiente hecho también la haría crecer. El marido de Hellen viaja, destino: Argentina. Hellen quiere saber cómo es Argentina. Quedan en reunirse. Tony tiene una idea. Como nunca ha visto -esto se sabría después- piensa más que los que ven. O siente más. O lo expresa distinto. Él es distinto, diferente. Y a Eva esto le producía – le produce- escozor… Tony dice que lo mejor es ir a casa de Eddy su amigo y también poeta. “Buena manera de acrecentar mi núcleo de amigos en New York” piensa Eva.
Así las cosas, deciden ir a casa de Eddy. Primero, Eva y Hellen se encuentran. “Tony nos espera a la salida del subte” dice Hellen “siempre me espera ahí”. La conversación entre las dos es un hilo finito y de tanto en tanto se corta. Igual, Eva supo que esa amistad databa de hacía tiempo. Y ¿Eddy? Preguntó. Es buen poeta, dijo Hellen, y buen amigo. Llegaron. Fueron hacia la salida. “Cuando era chica” -dijo Eva- me daban miedo los túneles del subte. En Buenos Aires nunca viajo en subte. Y se extrañó cuando Hellen le dijo que a ella le había pasado lo mismo. Pero tiene sus ventajas, las dos pensaban –quizá- en la cantidad de tiempo que se ahorra en una gran ciudad viajando a través de esa ciudad bajo la ciudad.
A la salida, encontraron a Tony más perro en actitud de espera. Él no era un ciego como los que venden ballenitas o tocan el violín en los subterráneos de Buenos Aires. Él era poeta. Poeta de New York. Caminaron. Hellen al lado de Tony, Tony al lado del perro, Eva al otro lado del perro. Al llegar, Hellen se apresuró a tocar el portero eléctrico. Segundos después una voz contesta, la puerta se abre, entran, el perro adelante seguido por Tony, ellas dos atrás. La puerta, al final del pasillo, estaba entreabierta, la penumbra envolvía aquel cuarto de techos altos, de sillones mullidos agrupados alrededor de un hogar encendido – había empezado el invierno-. Al fondo, la mesa puesta y en el centro un candelabro con velas prendidas como únicas luces. Poco a poco los ojos se van acostumbrando a la oscuridad y entonces, Eva ve otro perro igual de negro que se acerca, olfatea, Eva lo deja hacer hasta que el perro acepta una caricia y lame su mano. Entonces, quien está detrás del perro la saluda. Aunque estaba oscuro, Eva pudo distinguir su figura, él estiró la mano y preguntó quién vino. Eva no supo qué contestar, se quedó mirándolo descaradamente, ya se había dado cuenta de que él no la veía. “Soy Eva» dijo y estrechó esa mano que se tendía y que sintió envolvente, como cree recordar aún hoy, aunque al finalizar aquel año dejó de ir a esa casa. Y después nada de lo allí vivido le pareció real. Es decir, tiene dudas, o se le han mezclado ensoñaciones con realidades. Demasiada penumbra, o vino. Aunque, a veces, Eva piensa que Fernando Vidal Olmos tenía razón cuando escribió aquel “Informe sobre ciegos”. Muchas veces, aunque otras…, no.
Tony y Eddy sentados junto al fuego charlaban. Tony decía “y entonces me di cuenta que aquello bien podía ser un poema. La rutina que se interrumpe. La rutina que dejamos para comenzar algo nuevo… el calor del sol, de la gente…”. Cuando Hellen dijo a comer, ellos y los perros se levantaron ubicándose unos en las cabeceras de la mesa y los otros debajo. Si Eva torcía la cabeza, veía a Eddy dirigir sus ojos vacíos hacia Tony, más allá de Tony, y hacia el otro lado la imagen inversa… Las velas titilan. Ellas sirven algo: comida, vino. Las copas de cristal brillan –o titilan-con destellos rojos, ardientes cuando las levantan para beber.
Después del café, Hellen y Tony se levantaron mientras ellos permanecían en sus lugares. Eddy pregunta –tanto como para decir algo- si quiere más café o vino. Eva sirve vino y ambos perciben el deslizar de este por el cristal. Eva presiente que él la observa (o la intuye)… De pronto, Eddy estira la mano en rápida búsqueda, “No es casual” piensa Eva y mueve su mano en dirección contraria. La mano de Eddy recorre el mantel. Eva pone sus manos bajo la mesa. Charlan. La ciudad. La Universidad. De pronto Eva levanta la mano escondida para tomar la copa. No bien lo hace, cae la mano de Eddy sobre la suya. Un escalofrío le recorre la espalda hasta erizarle los pelos de la nuca. Tengo frío dice o piensa mientras retira la mano. Siente que no hay aire, le parece que las paredes giran. No, es la luz de las velas, piensa. ¿Un poco de café? Él dice y al ofrecer la taza otra vez las manos que se tocan y los pelos que se erizan. Eva se levanta, camina, se vuelve a sentar. No tiene dudas. El vino se le ha subido a la cabeza. Eddy, imperturbable, no se ha movido de su sitio, sus manos quietas, juntas. Hablan de música, de poesía, de la vida. De pronto, algo sobre la rodilla de Eva ejerce un peso cálido, firme, constante. El calor la sobresalta, el perro levanta la cabeza, bosteza, gime y se apoya sobre sus pies. A partir de entonces cada vez que Eva intente moverse, el perro gruñirá. La mano, ahí en su rodilla, comienza el camino ascendente. Los ojos erráticos miran sin ver, la voz desgrana poesía y la mano, ajena a todo, se dedica a ponerle la piel de gallina, a erizarle los pelos de la nuca. Eva toma el último sorbo de vino, deja la copa sobre la mesa, lentamente baja su propia mano, la coloca sobre la de él, se levantan. Lo demás, es de imaginar.
Rosa M. Ruiz Adanti
Es docente, traductora y profesora de Inglés. Trabajó en dos Representaciones diplomáticas en Argentina para lo que también se formó en Protocolo. Escribe cuentos y poesía; varios de ellos han sido publicados en antologías y en medios del país y del exterior. Ha recibido diversos premios y menciones por sus escritos. Se destaca: Premio Iniciación Literaria otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación 1991-1992 por el libro “Sorsalis, la cuentera” y Beca del Fondo Nacional de las Artes -Comisión Fulbright- (proyecto: escritores publicados por la revista “Sur” y escritores dados a conocer por la revista norteamericana “The New Yorker”). Esta beca le permitió asistir a diversos cursos de literatura americana en la New York University durante 1995-1996. Es amante de la Literatura, del cine y de los viajes, tanto por el país como al exterior lo que aprovecha para explorar y conocer otras culturas.
• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.