Después del café, Hellen y Tony se levantaron mientras ellos permanecían en sus lugares. Eddy pregunta –tanto como para decir algo- si quiere más café o vino. Eva sirve vino y ambos perciben el deslizar de este por el cristal. Eva presiente que él la observa (o la intuye)… De pronto, Eddy estira la mano en rápida búsqueda, “No es casual” piensa Eva y mueve su mano en dirección contraria. La mano de Eddy recorre el mantel. Eva pone sus manos bajo la mesa. Charlan. La ciudad. La Universidad. De pronto Eva levanta la mano escondida para tomar la copa. No bien lo hace, cae la mano de Eddy sobre la suya. Un escalofrío le recorre la espalda hasta erizarle los pelos de la nuca. Tengo frío dice o piensa mientras retira la mano. Siente que no hay aire, le parece que las paredes giran. No, es la luz de las velas, piensa. ¿Un poco de café? Él dice y al ofrecer la taza otra vez las manos que se tocan y los pelos que se erizan. Eva se levanta, camina, se vuelve a sentar. No tiene dudas. El vino se le ha subido a la cabeza. Eddy, imperturbable, no se ha movido de su sitio, sus manos quietas, juntas. Hablan de música, de poesía, de la vida. De pronto, algo sobre la rodilla de Eva ejerce un peso cálido, firme, constante. El calor la sobresalta, el perro levanta la cabeza, bosteza, gime y se apoya sobre sus pies. A partir de entonces cada vez que Eva intente moverse, el perro gruñirá. La mano, ahí en su rodilla, comienza el camino ascendente. Los ojos erráticos miran sin ver, la voz desgrana poesía y la mano, ajena a todo, se dedica a ponerle la piel de gallina, a erizarle los pelos de la nuca. Eva toma el último sorbo de vino, deja la copa sobre la mesa, lentamente baja su propia mano, la coloca sobre la de él, se levantan. Lo demás, es de imaginar.