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Mauricio Koch: Aprendí a escribir ficción escribiendo cuentos

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Mauricio Koch escribe. Escribe y lee. También enseña a pensar la escritura, a descifrar las voces que arrojan palabras en espacios que parecen blancos. Aunque, como dice Alan Pauls, de manera más precisa y preciosa, nunca se escribe desde la nada, siempre hay algo que ya está ahí, flotando en lo que solo aparenta ser vacío. En los talleres literarios que coordina, Koch, que también trabaja como corrector de estilo y aprendió con Liliana Heker, intenta detonar en sus talleristas el porqué de las historias partiendo de la noción de cuento como un afuera de la realidad, o mejor dicho, como un adentro donde lo externo, lo biográfico, lo fáctico, no tienen cabida.

Koch es ante todo un cuentista. Él mismo se define de esa manera. Un cuentista que se recibió de técnico electromecánico, aunque, en lo estricto, ese oficio poco y nada ejerció. Sin embargo, en su escritura subyace cierta habilidad para narrar el detalle que bien podría asociarse a sus estudios formales. Decía que Koch cuenta cuentos, valga la redundancia. Es un cuentista que ocasionalmente incursiona en otros géneros, o que, en todo caso, hace de un cuento algo más. “Aprendí a escribir ficción intentando escribir cuentos”, admite, al tiempo que disecciona la idea de que escribir sea algo puramente instintivo, que no requiere esfuerzo, rutina, técnica, tesón

Autor de Los silencios, Cuadernos de crianza, El lugar de las despedidas y Baltasar contra el olvido, Koch recibió el segundo premio de la Biblioteca Nacional y su cuento “Cenizas” fue premiado en el Concurso de cuentos Haroldo Conti. Desde hace algunas semanas, Koch se sumó a la redacción de BeCult. Con esta entrevista le damos la bienvenida.

Por Valeria Sol Groisman


 

Arrancaste escribiendo cuentos, después llegaron las novelas y ahora podríamos decir que te convertiste en dramaturgo. ¿Te sentís más cómodo con un género que con otro?

Durante muchos años solo escribí cuentos. O, para ser preciso, intenté escribirlos. Aprendí a escribir ficción intentando escribir cuentos. No me salían, pero no me resignaba y persistí. Leí muchos cuentos y también todas las preceptivas alrededor del género, los decálogos, las teorías sobre finales abiertos o cerrados, la tensión, la unidad de efecto. Me metí tanto en ese mundo, creo, que la novela, la idea de escribir una novela, ni se me cruzaba por la cabeza. No era una prioridad, tampoco una posibilidad. Los silencios en principio fue un cuento que se llamaba “Los silencios de la noche” e iba a formar parte de El lugar de las despedidas, mi primer libro. Pero como ya había un cuento con el mismo tema (la muerte de la madre del protagonista), decidí dejarlo afuera. Y lo hice sabiendo que ese texto podía dar más, que era un episodio de una historia más larga que en ese momento apenas vislumbraba. Cuando tiempo después escribí sobre el desmantelamiento de los ramales del ferrocarril, supe que ese hecho y la historia de la muerte de la madre de Andrés, que había narrado en aquel cuento, estaban vinculados. Luego de ese descubrimiento, no tuve más que seguir el derrotero del personaje en su vuelta al pueblo y la novela fue surgiendo. Pero trabajé cada capítulo con estructura de cuento, que era lo que sabía hacer. Por eso hay capítulos que se han publicado incluso por separado.

Y en Baltasar hice lo mismo, trabajé con capítulos breves, independientes, sin pensar en una trama general o en tener una hoja de ruta, que es lo más recomendable para la salud mental del novelista. Yo lo que tenía eran momentos en los que mi personaje narraba o le sucedía algo puntual: encontraba un gorrión en el patio de su casa, se cruzaba en el almacén con uno de los asesinos de su madre, imaginaba cómo podría haber sido la vida si hubiese tenido un padre, etcétera. Y escribía. Luego, cuando ya tuve suficiente material, empecé a ordenarlo, a ver qué podía hacer con todo eso. Lo que intento decir es que durante muchos años el único género en el que pensaba cuando escribía era el cuento, y un cuento más bien breve, pero potente, concentrado. Y mis novelas, si es que pueden llamarse así, las compuse de esa manera, con cabeza de cuentista. Y dramaturgo es demasiado, ese sí que no es mi terreno, lo único que hice fue trabajar junto a Marcelo Moncarz (el director de la obra) en la adaptación de la novela a guion, lo que significó un gran aprendizaje para mí, sobre todo a la hora de elegir con qué quedarnos, porque hubo que dejar mucho material afuera.

Un hilo conductor en tus textos es la pérdida, y de ahí, qué se hace con el dolor. Roland Barthes dijo algo así: «Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme». ¿Qué opinás: se pueden reproducir las emociones más fuertes con palabras? 

Te respondo con una historia: el otro día en uno de mis talleres una colega intentaba narrar los desastres de una inundación. El protagonista de su novela vuelve a la casa cuando el agua ya bajó, han pasado semanas pero el agua había llegado hasta el techo. Lo que encuentra ese hombre al volver es desolador, tan desolador que no hay palabras que estén a la altura de lo que siente en ese momento. El narrador se queda tan mudo como el personaje. Si habla, de alguna manera le está faltando el respeto. La expresión “no hay palabras” es muy precisa para explicar ciertas situaciones de dolor o angustia demasiado intensas. Y es clarísima, además, hay lugares a los que el lenguaje no accede. Al menos por un tiempo. La única manera de dar cuenta de esos momentos, creo, es a través del silencio. A mi tallerista le recordé una frase muy conocida de Wittgenstein que está íntimamente conectada con la de Barthes: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Cuando uno puede articular palabra, cuando puede nombrar, ya está empezando a curar. Mientras tanto, en medio del horror, solo hay mudez.

Tanto en Los silencios como En Baltasar contra el olvido la figura de «la madre» ocupa un espacio inmenso aun cuando ya no está. Pareciera que es el vacío el que llena las páginas, ¿no?

Hace unos días escuché a Liliana Bodoc (Argentina, 1958-2018) dar una definición hermosa del trabajo que hacen los poetas: “Los poetas trabajan con el silencio, hay poemas que son un silencio enmarcado por las pocas palabras que componen el poema”, dijo. Pero respondiendo a tu pregunta, la figura de la madre como presencia constante aun desde la muerte, la vengo trabajando desde mis primeros cuentos. Hay un cuento que quiero mucho y que se llama “A la hora de las iguanas” en el que dos hermanitos huérfanos van todos los domingos al cementerio, acompañados de sus tías, a visitar la tumba de la madre y de otros familiares. Quizá sea una de mis obsesiones, no lo sé y no me preocupa demasiado. Si es un tema que me convoca, por algo será. De lo que sí estoy convencido es de que hay algo fértil ahí, más allá de la ficción incluso: el diálogo con la madre muerta no es pasado sino presente; una vez hecho el duelo, es un diálogo que moviliza, da fuerzas para seguir adelante, produce efectos nuevos, no es solo memoria, quiero decir, aunque eso es importante, pero es un error creer que pensar en los muertos es vivir en el pasado, quedarse en el tiempo, algo malo para la salud. Nada de eso. Muchas veces cuando concretamos un sueño largamente deseado en el primero que pensamos es en un muerto querido y le dedicamos ese logro a él o a ella. Ya no están, pero nuestra subjetividad sigue habitada por ellos.

La muerte como lo opuesto al olvido. Me interesa que hablemos de eso. Del olvido como contraparte de la memoria, que es lo que intenta rescatar Baltasar en su relato en primera persona. La memoria como construcción, casi como sinónimo de narración. «Se trata de guardar lo que es mío», dice Baltasar.

Sí, hay muchas reflexiones sobre el olvido en la novela. En uno de los capítulos, Baltasar, que todos los días trata de recordar algo sobre su madre para anotarlo en el cuaderno azul, no recuerda nada, y entonces dice: “Hoy no tuve recuerdos nuevos, pero pensé algo sobre el olvido: el olvido es como un vacío, una noche negra de invierno en la que no hay nadie, solo una bruma en la que me pierdo y que odio y me lleva a esforzarme para tratar de recordar. Pero hoy me di cuenta que en ese vacío también está ella. En este ritual de cada noche no importa tanto si hay recuerdos nuevos o no porque incluso en lo que olvido, ella está. Cuando hablo de otras cosas, de otra gente, estoy hablando de ella. Cuando hablo de mí, hablo de ella. Cuando pienso en mi hermano, en mi abuela, en mi futuro, pienso en ella. Todo lo que escribo en este cuaderno es parte de ella. Todo lo que olvidé y que nunca podré recordar, también. En ese pozo negro sin fondo donde parece no haber nada y que llamo olvido está siempre la tristeza. No está vacío, está lleno de tristeza. Y esa tristeza es, también, una forma del recuerdo”.

Me gusta mucho el capítulo en el que Baltasar descubre un libro sobre aves y se sumerge en ese mundo. Al principio dibuja con lápiz negro y después pasa al color porque siente que no está siendo fiel a la realidad. Pienso en esos dibujos como metáfora del recuerdo, en la exigencia que Baltasar se impone de que eso que «guarda» sea lo más exacto posible. En este sentido, ¿qué tan importante es el detalle, la descripción minuciosa, la anécdota transparente cuando se trata de construir memoria escrita? ¿Y cuán relevante se vuelve al delinear un mundo ficticio?

Todo en Baltasar es muy instintivo. Nadie le dice que debe escribir para construir memoria, como tampoco nadie lo estimula a dibujar para sentirse mejor. Él solo decide escribir y esa práctica pronto se le hace un hábito y se da cuenta de que la memoria de su madre ahora depende de él, por eso se esfuerza tanto en recordar, porque cuanto más recuerde más vida tendrá su madre. O, para decirlo mejor, ese ser hecho de palabras que ahora es su madre. Y para alimentar eso vale todo: los recuerdos propios y los ajenos, por eso les pregunta a los demás, a la abuela, al hermano, a los vecinos, a su jefe, qué recuerdan de su madre. Y toma nota. “Todo lo que no sea olvido, será mamá”, dice. La memoria es una construcción colectiva, siempre. Y es un músculo que rápidamente pierde tonicidad, por eso hay que ejercitarla a diario.

“Todo lo que no sea olvido, será mamá”. Belleza de frase. Hace poco se estrenó Baltasar contra el olvido en teatro y contás que como en toda adaptación tuviste que renunciar a algunas escenas y otras, en el escenario, cobraron mayor protagonismo. ¿Cómo se elige qué sí y qué no cuando pasás del texto al acto?

Si bien no es una novela extensa, hubo que cortar mucho para que la obra (que es un monólogo), no durara más de una hora. Pasamos de 180 páginas a 20. En un primer momento entré en pánico, pero luego, cuando empezaron los ensayos y vi a Tom (Tom C L, el actor que interpreta a Baltasar) en escena, entendí que mucho de lo que habíamos dejado fuera era repuesto a través del cuerpo del actor, de su voz, su gestualidad, sus pausas, su mirada. En ese sentido confié mucho en el criterio de Marcelo, el director, que tiene larga experiencia en adaptaciones. Y es justo decir que antes de quitar una coma, siempre me tuvo en cuenta y me consultó para todo.

Además de la obra de teatro, ¿podés contarnos si estás trabajando en algún texto nuevo y de qué se trata?

Estoy trabajando en unos textos narrativos breves mucho más libres en cuanto al género. Más desabrochados, como diría Eloy Tizón, algunos más cercanos al cuento, otros más ensayísticos, unos más líricos, otros más cerca de la crónica, muchas veces con la lectura como disparador. Algunos de esos textos están saliendo en la contratapa de Página 12.

Qué está leyendo Mauricio Koch:
Una novela, Hacia la belleza de David Foenkinos; un libro de cuentos, Historias tardías de Stephen Dixon, y un libro de ensayos breves, El lado oscuro de Diego Tatián.