Me olvidé, por ejemplo, del beso de despedida que me dio una chica cuando tenía once años. No me acuerdo para nada que se llamaba Alejandra ni que era morena y menos aún recuerdo su pelo hasta la cintura, que brillaba en la oscuridad. Tampoco recuerdo que después de besarme me dijo te vas a olvidar de mí y nunca me vas a escribir. No me acuerdo si le dije te prometo que sí para quedar bien, tampoco si le escribí o no, ni cuánto tardé en olvidarme de ella. Lo cierto es que me olvidé, no importa cuándo. Era chico cuando pasó –el beso, no el olvido, aunque quizá el olvido también, y este olvido de hoy no es más que la larga continuación de aquel–, estaba en séptimo grado, cómo me voy a acordar después de tantos años. ¿O era en sexto? Fue el primer beso que alguien me dio, ni siquiera lo di, así que con razón lo olvidé lo más rápido que pude. Fue en Bovril, creo, un pueblito del norte de Entre Ríos al que todos los años íbamos a cantar, a bailar o a jugar al fútbol, no me acuerdo bien; era una fiesta provincial y creo que nos conocimos ahí, pero no recuerdo de dónde era ella, si de Sauce de Luna o de Santa Elena, solo me parece recordar, y más que recordar intuir, que sus ojos eran negros y sus dientes muy blancos y que su risa hacía reír a los demás, pero tampoco es una certeza, quizá lo estoy inventando y en realidad la que se reía así era otra chica, que por supuesto también olvidé. Es que ya estoy grande y de todo empieza a hacer mucho tiempo, como dice la canción, una canción que habla de cambios y de olvidos y que no recuerdo quién canta, pero es cierto lo que dice, el pasado se vuelve difuso y empiezo a desconfiar de que realmente las cosas hayan sido así. Leo por ahí que la nostalgia es un pecado, una ficción que nos consume el tiempo tratando de recuperar lo vivido y nos hurta lo que somos. No se puede vivir recordando, la añoranza disuelve el presente y nos pone en peligro de volvernos reaccionarios, o al borde de la locura como el personaje de El caballo perdido, el relato de Felisberto Hernández, que habla de la “enfermedad del recuerdo” y llega a decir: “Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo que remar con todas mis fuerzas hacia el presente”. Así que mejor entonces que haya olvidado el beso de Julieta, o de Carolina, o de Alejandra, o como se llamara aquella chica. Qué sentido tiene recordar el primer beso que diste o te dieron, quedar pegado a memorias que ni siquiera fueron tan gloriosas, no más que un beso o dos, ¿cuántos besos se pueden dar en una despedida y cuántos se pueden recordar? No me acuerdo de lo que hice esta mañana y me voy a acordar del beso que me dio Alejandra, una morocha de ojos negros y pelo arrebatado y brillante como la noche, un domingo de noviembre de 1986, antes de subir al colectivo que me llevaría a casa y después de decirme no te olvides de mí. Imposible.